Literatura
En la República Dominicana la poesía es el género más cultivado. Sus rastros se encuentran en los días de la colonia. La falta de desarrollo económico, el aislamiento impuesto por los ataques de las potencias europeas a España y el sistema de navegación, hicieron de la isla un lugar de escaso desarrollo comercial y por ende cultural. Vino a salir de su marasmo luego de la Revolución haitiana, pero las élites no pudieron desarrollar su capacidad económica en una ciudad letrada de avanzadas. Son contados los criollos dominicanos que estudiaron en Europa y que tuvieran una presencia significativa, además del clérigo Sánchez Valverde, ningún otro fue capaz de incidir con sus ideas en la vida de la región. No fue sino hasta finales del siglo XIX cuando apareció la primera colección de poesía [“La lira de Quisqueya”] y cuando se forjan los primeros poetas de importancia. Del XIX, cabe seleccionar a Salomé Ureña Díaz, a José Joaquín Pérez y a Gastón Fernando Deligne como voces importantes, que muestran una dedicación central en la poesía, el pensamiento y la reelaboración de un sentido estético.
La poesía dominicana viene a tener cierta difusión durante el periodo del modernismo, donde se destacan una gran cantidad de poetas, entre los que sobresale de manera significativa Fabio Fiallo, quien también contribuyera con importantes cuentos. Así que, no solo en la poesía sino en la prosa, la participación dominicana en el modernismo es significativa. Al malogrado autor Federico Bermúdez cabe tener la fuerza poética para dejar atrás la escuela de Darío, con “Oro virgen” y “Los humildes”; entrada la década del treinta aparecen otros poetas de alcances mayores en las letras hispanoamericanas.
Puede ser descrita la poesía dominicana desde dos metáforas usadas por Heidegger: el suelo y la tierra. Toda la gran poesía dominicana ha tendido una relación mayor entre la tierra y el cielo y se ha separado del corazón, de los sentimientos, del amor. En el modernismo era la hiperestesia humana, en los poetas posmodernistas tenemos la tierra, como relación problemática del hombre con su entorno. Fue Domingo Moreno Jimenes quien, en la década de 1920, siendo un cronista de expresión sentimental sobre la tierra, une la poesía y a la espiritualidad. El corazón es entonces puesto en la tierra, en la poesía de Moreno Jimenes, que busca un lenguaje más coloquial y se aleja del retoricismo, de la poesía como artefacto que Darío encumbró.
Con una visión socializante, con un ritmo que pedía un escenario, llegó Pedro Mir, el más centrado en la tierra, que olvida por completo el cielo. Coloca la poesía en la boca de todos. Es el poeta social, portavoz del pueblo, continúa con ‘los humildes’ de Federico Bermúdez. Mir une la vida a la poesía, transforma el lenguaje modernista, el instrumental de Darío, con la finalidad de construir una sinfonía social. Es el poeta político por antonomasia: tierra, ágora y polísse unen en su decir. Tiene la dimensión nacional, la caribeña y la latinoamericana. Juega en la frontera de los imperios…
Unido al cielo y tocando la tierra, el más grande de los líricos dominicanos es Franklin Mieses Burgos se puede comparar con Lezama Lima y con Borges. Esta última comparación la realizó Nelson Julio Minaya. Mieses Burgos es el hito más extraordinario como poeta. Es el poeta universalista, filosófico, estético, preocupado por el destino del hombre. Es existencialista. Desarticula el aparato retórico, busca un diálogo distinto. Su poesía es una conversación sin pretensiones, es una alabanza al individuo. Si en Mir el hombre es lucha y colectividad, si Mir es el poeta del “nosotros”, Mieses Burgos es el poeta del yo, de una individualidad que resiste a la dictadura, el dolor humano (“Sin rumbo va, y herido por el cielo”. Con él tocamos los bosques sagrados donde mora Calíope.
A Manuel del Cabral, que continúa su meteórica carrera literaria en Buenos Aires, Argentina, le fue dado tener un amplio registro poético que, desde la tierra, el mundo latinoamericano y el cosmos, tiene sus mejores logros en “Los huéspedes secretos” (1951), en la poesía negra, “Trópico negro” (1941), y “Compadre Mon” (1943). Pero nunca logró ser el portavoz de las multitudes en un mundo signado por el compromiso social. Es un gran poeta, que deben reconocérsele los grandes retos literarios que abordó y de los cuales salió siempre con fama. Su tan dilatada obra es imposible que un lector común tenga de ella una visión pormenorizada. Le ha faltado el estudio académico y el análisis desapasionado.
Héctor Incháustegui Cabral es uno de nuestros grandes líricos. Era un periodista; tuvo una relación muy íntima entre la palabra y la gente. Es poeta de la tierra y del cielo [“Poemas de una sola angustia”, 1940]. Incháustegui es tan poeta social como poeta de la existencia. Junto a Mieses Burgos, está a la altura de la mejor poesía escrita en la lengua española. Y sin embargo, por razones políticas, el canon solo ha realizado una lectura parcial de su obra. Une Incháustegui Cabral a la tierra, una relación mítica y una intertextualidad bíblica. Al igual que Mieses Burgos se destaca en el teatro de tema universal. Su producción es vasta y hasta ahora, exceptuando lo que de él ha escrito José Alcántara Almánzar, es muy poco lo que se ha estudiado de su obra.
Con Freddy Gatón Arce completamos los cinco grandes poetas dominicanos. También une el cielo a la tierra. Gaton Arce hace poesía social en “Además, son”, y regional en “Magino Quezada” [“Retiro hacia la luz”, 1980], surrealista en “Vlía” (1944). Su otra es extensa, poco estudiada. De una altura lírica extraordinaria. Era periodista, como Héctor Incháustegui, su relación con la palabra es portentosa. Todos se separaron de Moreno Jimenes, en su búsqueda de un lenguaje más coloquial, sin embargo no abrazaron un neobarroco que negara la comunicación con el lector, como ocurre en cierta poesía cubana, por ejemplo, la de Lezama.
Podría decirse que entre estos grandes poetas, que son cinco, cabría integrar a Domingo Moreno Jimenes y a Tomás Hernández Franco; pero en el caso del primero, su obra total no está a la altura de los anteriores y en el caso del segundo, es la suya una obra poco extensa, que no puede competir con las anteriores. Sin embargo, no se pueden olvidar sus aportes estimables a la poesía dominicana.
La lista de los poetas dominicanos pudiera ampliarse a treinta. Hemos tenido en cuenta la dedicación a la poesía y la representación por grupo generacional; también sus aportes estéticos, la relación de su poesía con el entorno Caribe e hispanoamericano. Y, a mi manera de ver, son los siguientes: 1) Salomé Ureña. 2) José Joaquín Pérez. 3) Gastón Fernando Deligne. 3) Fabio Fiallo. 5) Federico Bermúdez. 6) Pedro Mir. 7) Franklin Mieses Burgos. 8) Héctor Incháustegui Cabral. 9) Rafael Américo Henríquez. 10) Manuel Rueda. 11) Aída Cartagena Portalatín. 12) Manuel Del Cabral. 13) Tomás Hernández Franco. 14) Máximo Avilés Blonda. 15) Carmen Natalia. 16) Vigil Díaz. 17) Domingo Moreno Jimenes. 18) León David. 19) José Enrique García. 20) Freddy Gatón Arce. 21) Alexis Gómez. 22) Tony Raful. 23) Cayo Claudio Espinal. 24) Adrián Javier. 25) José Mármol. 26) René Rodríguez Soriano. 27) Luis Alfredo Torres. 28) Víctor Villegas. 29) Carlos Rodríguez. 30) León Félix Batista.
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