miércoles, noviembre 05, 2025

HERIBERTO PIETER.




Mi nombre actual es Heriberto Pieter Bennett, hijo legítimo de Geraldo Pieter, ex esclavo, y Carmen Bennett, también hija de ex esclavo africanos. Aquí doy comienzo a la enumeración de lo que puedo recordar y las copias de papeles que guardo en la gaveta de mi archivo:
Nací aquí, en la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán, en la segunda planta de un pequeño apartamento de la casa número 44 de la calle Colón (hoy Las Damas), esquinera con la calle El Conde.
Mi nacimiento sucedió en la tarde del 16 de marzo del año 1884. Ese feliz alumbramiento fue asistido por la partera Miss Sofía, nacida en Saint-Thomas. Durante ese acontecimiento estaban presente en la casa de mi padre, mis abuelos maternos y varios vecinos de ese barrio, entre ellos una agraciada joven llamada Caridad Sánchez, que, durante largos años, hasta el día de su muerte, continuo siendo amiga mía y de todos los miembros de mi familia. Esa señora fue la primera en mimarme en su regazo, acción llamada “sudar al recién nacido” y cuyo carácter psicológico se transmitía al chicuelo.
Mi madre solía decirme que mientras ella me daba a luz, la Banda Municipal ejecutaba números de música criolla en un local destinado a celebrar la Lotería Municipal, cuyo producto cubría las necesidades de los hospitales y hospicios administrados por la Sociedad “Amiga de los Pobres”, fundada por el primer filántropo dominicano: el muy reverendo Padre Francisco Xavier Billini.
Tal vez, influenciado por la música de esa benévola Lotería, heredé dos valiosas inclinaciones: mi entusiasmo por el arte de Euterpe y la afición a socorrer a quienes verdaderamente son pobres y desvalidos.
Mi padre nació en el año 1855, en la isla de Curazao, Antillas holandesa. Sus padres, mis abuelos paternos, nacieron en el Congo, África Occidental. Fueron vendidos, esclavos, a la familia de un conde portugués radicado en el Brasil, de donde años después fueron llevados a Curazao. Allí fueron vendidos –en subasta- a un rico “caritativo”. Cosa rara en aquella época, allí obtuvieron su completa libertad.
Esa pareja murió accidentalmente. Su único hijo, Gerardo, quedo sumido en la orfandad. Enseguida fue adoptado por el Rev. Sacerdote que oficiaba en la única Iglesia Católica en aquella isla.
Mi madre, Carmelita Bennett, nació en la ciudad de Puerto Plata, Republica Dominicana, en el año 1857. Sus padres fueron Pedro y Ana Bennett, oriundos de Saint-Thomas, colonia danesa en aquella época.
Mi madre bien tratada por su madrastra Vivian, recibió buena educación desde su niñez.
Además de dominar nuestro idioma, hablaba el inglés y el francés. Era católica, muy religiosa. Esta le enseñó muchos oficios caseros. A la edad de 27 años, Carmelita, aquella huérfana, contrajo matrimonio con Gerardo Pieter. De esa unión nací yo.
El 10 de mayo de 1884 fui bautizado por el Rev. Presbítero José Almayor en la Santa Iglesia Catedral de Santa María la Menor, Primada de las Américas. Mis padrinos fueron el arquitecto puertorriqueño Don José Reyes Brea, Gran Maestro de la Logia La Fe número 7, y la señora Adelina Wilkon, pianista puertorriqueña, bien educada en Alemania.
El vecindario donde nací, llamado barrio de “La Fuerza” por su proximidad a la principal fortaleza de este país, era habitado por familias de gran arraigo. Citare algunas: al lado norte de nuestro hogar moraba el acucioso marinero y profesor de Matemáticas Don Gerardo Jansen, buen amigo y compatriota de mi padre, ambos curazaleños. Aquel perfecto viajante fue el primero que, desde aquí, llevo a Inglaterra un pequeño bergantín comercial. Él señor Jansen formo familia dominicana con una distinguida señora apellido Frías, a quien mi padre y mi abuelita querían entrañablemente. En la prole de ese feliz matrimonio figuraba uno de los que más tarde fue mi más querido condiscípulo y buen amigo: Ramón Frías, profesor de Matemáticas y agrimensor. Ya tendré ocasiones para nombrarlo en esta historia.

La Gestapo le rompió las piernas y le exigió nombres. Ella no les dio nada.

 



IRENA SENDLER...

La Gestapo le rompió las piernas y le exigió nombres. Ella no les dio nada. 2.500 niños sobrevivieron gracias a que ella se negó a hablar.
Varsovia, 1942.
La ciudad se había convertido en una prisión. El gueto judío —una sección amurallada de la ciudad donde más de 400.000 personas estaban hacinadas en unas pocas manzanas—estaba completamente sellado con alambre de púas y custodiado por soldados nazis que disparaban a cualquiera que intentara escapar.
Dentro, los niños morían de hambre. Las familias desaparecían. Todos los días, salían trenes hacia lugares cuyos nombres la gente susurraba, pero que aún no comprendían del todo: Treblinka. Auschwitz.
La mayoría de los habitantes de Varsovia miraban hacia otro lado. Era más seguro así. Más fácil.
Pero una trabajadora social polaca de 32 años llamada Irena Sendler no pudo mirar hacia otro lado.
Antes de la guerra, Irena era una persona común y corriente: una empleada del gobierno que ayudaba a las familias pobres a conseguir alimentos y medicinas. Llevaba una vida tranquila, tenía un pequeño apartamento y ninguna ambición particular más allá de hacer un buen trabajo.
Entonces llegaron los nazis y construyeron muros alrededor de sus vecinos.
El trabajo de Irena en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia le proporcionó un salvoconducto, uno de los pocos permisos que permitían a los no judíos entrar en el gueto. Su razón oficial: inspeccionar la presencia de tifus y otras enfermedades contagiosas.
Su verdadera razón: algo mucho más peligroso.
La primera vez que cruzó esas puertas, el olor la impactó: cuerpos sin lavar, enfermedad, muerte. Niños con la mirada perdida se sentaban en las aceras. Familias enteras se acurrucaban en los portales. Los nazis habían convertido un barrio en una trampa mortal.
Esa noche, Irena regresó a casa y tomó una decisión que marcaría el resto de su vida.
Ella iba a sacar a los niños de allí.
Se unió a Żegota, la red clandestina polaca dedicada a salvar judíos. Pero Żegota necesitaba algo más que buenas intenciones: necesitaban un plan.
Irena les proporcionó uno.
Empezó poco a poco. Entraba al gueto con un brazalete con la Estrella de David para pasar desapercibida, llevando su maletín médico. Buscaba familias con niños pequeños y les susurraba una pregunta imposible:
"¿Me permiten llevarme a su hijo?"
Imaginen ser padres en ese momento. Su hijo se muere de hambre, aterrorizado, condenado a muerte por el simple hecho de estar allí. Una desconocida les ofrece sacarlo de contrabando: quizás a un lugar seguro, quizás a la muerte, quizás a una vida en la que olvide que ustedes existieron.
Y tienen segundos para decidir.
Muchos padres dijeron que sí. Porque incluso la más mínima posibilidad de vida era mejor que la certeza de la muerte.
Irena sacaba a los niños de contrabando en cajas de herramientas.
En ataúdes marcados como "víctima de tifus".
En sacos de patatas transportados por "agricultores".
En ambulancias, escondidos debajo de las camillas, a los que les había enseñado a guardar silencio a toda costa.
Tenía un perro al que había entrenado para ladrar a la orden. Cuando se acercaban los guardias nazis, el perro ladraba y disimulaba cualquier ruido que pudieran hacer los niños escondidos.
Cada escape estaba a un latido de ser descubierto. Un grito, una tos, un guardia que decidiera mirar más de cerca, y todo se acababa: ejecución para Irena, muerte para el niño, probablemente tortura para cualquiera que la hubiera ayudado.
Pero ella lo hizo de todos modos.
Irena sabía algo que los nazis no consideraban: estos niños tenían nombres. Familias. Historias. Si sobrevivían a la guerra como huérfanos sin nombre, perderían algo más que a sus padres: se perderían a sí mismos.
Así que Irena guardaba registros.
En finas tiras de papel de seda, escribía el nombre real de cada niño, los nombres de sus padres, sus direcciones, sus historias. Sellaba estos papeles en frascos de vidrio y los enterraba bajo un manzano en el jardín de su vecino.
Un frágil mapa de identidad, escondido en la tierra, a la espera de un futuro que quizás nunca llegaría.
Para 1943, Irena había salvado a cientos de niños. Y la Gestapo empezaba a sospechar.
El 20 de octubre de 1943, fueron a buscarla.
La arrastraron a la prisión de Pawiak, el lugar donde los gritos resonaban entre los muros de piedra y la gente entraba pero rara vez salía. Querían nombres. Direcciones. Cómplices.
La Gestapo no preguntó amablemente.
La golpearon. Cuando eso no funcionó, le rompieron las piernas, sistemáticamente, metódicamente, hueso por hueso. Luego los pies. El dolor estaba diseñado para ser insoportable, para hacer imposible el silencio.
Irena no les dijo nada.
Ni un solo nombre. Ni una sola dirección. Ni un solo niño.
Fue condenada a muerte. La ejecución estaba programada. Otro cuerpo para las fosas comunes.
Pero Żegota tenía una última carta que jugar. Sobornaron a un guardia de la Gestapo: cada marco de dinero que pudieron reunir, se lo ofrecieron a un hombre que, por la razón que fuera, todavía tenía un precio.
El día en que Irena debía morir, el guardia la llevó a lo que debería haber sido su ejecución.
En cambio, la dejó ir.
Los nazis la registraron como "ejecutada" en sus archivos. En lo que respecta a la documentación alemana, Irena Sendler estaba muerta.
Pero estaba muy viva.
Con las piernas rotas que nunca se curarían por completo, Irena se escondió y continuó su trabajo clandestino hasta que Varsovia fue finalmente liberada en 1945.
Cuando terminó la guerra y los fantasmas de Varsovia comenzaron a contar a sus muertos, Irena fue al jardín de su vecino.
Desenterró los frascos.
Uno por uno, los abrió. El papel de seda era frágil pero legible. Los nombres emergieron de la tierra como oraciones respondidas.
Y entonces comenzó la desgarradora tarea de reunir a las familias.
Algunos niños encontraron a padres que habían sobrevivido a los campos. Algunos encontraron tías, tíos, parientes lejanos que habían logrado sobrevivir.
Demasiados no encontraron a nadie.
Pero encontraron sus nombres. Sus historias. Prueba de que habían existido antes de que la guerra intentara borrarlos.
Durante los siguientes años, Irena ayudó a reunir a tantas familias como pudo. Para los huérfanos, se aseguró de que supieran quiénes eran, quiénes eran sus padres y qué les habían arrebatado.
Trabajó en silencio. Sin ruedas de prensa. Sin medallas. Sin reconocimiento.
Durante décadas, casi nadie fuera de Polonia conoció su nombre.
En la década de 1960, el gobierno israelí la reconoció como "Justa entre las Naciones", un título otorgado a personas no judías que arriesgaron sus vidas para salvar a judíos durante el Holocausto.
Sin embargo, el mundo, en su mayoría, lo desconocía.
Luego, en 1999, un grupo de estudiantes de secundaria de Kansas se topó con una breve mención de ella en una nota a pie de página. No podían creer que 2.500 niños hubieran sido salvados por una sola mujer. Escribieron una obra de teatro sobre ella.
La obra se hizo viral. La atención de los medios no tardó en llegar. A los 90 años, Irena Sendler se hizo famosa de repente.
Ella lo odiaba.
"Podría haber hecho más", les decía a los periodistas. "Este remordimiento me acompañará hasta la muerte".
Los entrevistadores insistían: ¿De dónde sacó el valor?
Su respuesta siempre era la misma:
"Cuando alguien se está ahogando, hay que lanzarse a salvarlo, sin importar quién sea. No es valentía. Es un deber".
En 2007, a los 97 años, Irena Sendler fue nominada al Premio Nobel de la Paz.
No lo ganó. Al Gore lo ganó ese año por su trabajo sobre el cambio climático.
A Irena no le importó. Nunca había hecho nada de eso por reconocimiento.
Murió el 12 de mayo de 2008, a los 98 años, en la misma ciudad donde una vez había sacado de contrabando a niños para salvarlos de la muerte.
A su funeral asistieron algunos de los niños que había salvado, ahora septuagenarios, con hijos y nietos propios.
Uno de ellos dijo: "Ella me dio la vida. Todo lo que tengo —mi familia, mi carrera, mi existencia— se lo debo a una mujer que lo arriesgó todo por un niño que ni siquiera conocía".
2.500 niños crecieron y se convirtieron en adultos porque Irena Sendler se negó a mirar hacia otro lado.
Esos adultos tuvieron hijos. Esos hijos tuvieron hijos.
Hoy, gracias a una mujer con un maletín médico y un manzano en el jardín de su vecino, se estima que hay 10.000 personas vivas que deben su existencia al valor de Irena Sendler.
No llevaba armas. No vestía uniforme. No tenía ningún título.
Simplemente vio a niños ahogándose y decidió lanzarse a salvarlos.
Una y otra vez.
Y otra vez.
Por 2.500 vidas que pendían de un hilo, ella se lanzó.
La Gestapo le rompió las piernas. La torturaron. La condenaron a muerte. Ella no les dio nada.
Y 2.500 niños sobrevivieron porque ella se negó a hablar.

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