Ángel siempre tuvo la
certeza de que era alguien especial y más cuando recordaba lo que siempre le
decía su tía Raquel, que él había nacido con los ojos abiertos cuando en
aquella época antigua todos los niños nacían con ellos cerrados, que esa mañana
el cielo estaba profundamente azul/claro,
tan azul/claro estaba el cielo, como esas mañanas cálidas de verano en
que se podía mirar más allá de lo normal y ver en lo infinito donde habitaba
Dios con sus ángeles.
Decía ella, que todos los que se dieron cita esa mañana
en aquella humilde vivienda junto al camino real a ver el parto, incluyendo la
partera, que en lo que tenía de vida haciendo partos nunca había visto
semejante cosa, se asustaron cuando los miraste a todos desde tu inocencia, con
aquellos ojos tan claros que te vieron el alma palpitando en el pecho.
Ángel fue creciendo entre el asombro de las personas del
pueblo, el amor y el cuidado de sus padres y los afectos de sus hermanos que lo
adoraban como algo que no iba a durar para siempre, por lo extremadamente frágil que parecía,
ellos pensaban que de cualquier tropezón que diera con una piedra se iba a
quebrar como un cristal.
Así fue creciendo aquel
niño debilucho y endeble, triste y
solitario, con pocos amigos para hablar y jugar, mirando todas las cosas desde la aparente ausencia de sus ojos
claros.
Con frecuencia se perdía
por el bosque y la gente especulaba que podía hablar con los árboles, los
animales, los pájaros y el viento, que tenía la simiesca habilidad de trepar con
facilidad a los árboles, hasta las copas más altas, donde casi podía tocar el cielo con las manos,
algunos decían que hasta lo habían visto
en las tardes volar y hacer piruetas con las golondrinas.
Lo
cierto es que Ángel no se parecía a nadie en el pueblo y menos a sus hermanos,
su madre para justiciar aquellas dudas, decía
a las personas que él tenía un parecido con un familiar lejano de su
padre, que era descendiente de español, que por eso tenía la piel de una
palidez tal, que en las noches de luna
llena parecía fosforecer en la oscuridad, el cabello encrespado y amarillo, los
ojos claros como dos pocitos de agua cristalina por donde le asomaba el alma
palpitando en el pecho, la nariz puntiaguda y los labios gruesos, con esos
detalles sobresalía entre todos los
muchachos del pueblo que tenían la piel y el cabello tan oscuros como la
noche
Cuando llegó la hora de
ir a la escuela opuso mucha resistencia y a mucha insistencia de sus padres,
acepto ir, fue aprendiendo con facilidad todo lo que le enseñaban, pero no era
feliz yendo a la escuela, prefería los conucos, los potreros, el bosque, a ir
todos los días a esas edificaciones llenas de niños bullosos y revoltosos que
lo miraban con extrañeza, como si fuera un ser de otro mundo, niños que lo
tocaban para ver si era real y luego se alejaban asombrados.
Ángel amaba la lluvia, el
relámpago y el trueno, cuando llovía, salía corriendo en pantalones cortos y
descalzo en medio de los relámpagos y los truenos, ante la preocupación de sus
padres se perdía por el camino mojado saltando entre los charcos que parecían
espejos de agua que reflejaban ese mundo imaginario de indígenas que habitaban
en las profundidades de los ríos, de duendes, y ciguapas, donde Ángel habitaba
en secretos, su madre temerosa e
impaciente, llena de malos presagios lo esperaba en la puerta de la casa, hasta
que después que pasaba lluvia él regresaba
por el camino por donde se había marchado, con la piel fosforescente y
húmeda de clorofila y ozono.
De su casa, a la casa de
su tía Raquel, había un camino solitario
con árboles inmensos, flores silvestres, pájaros fantásticos, puercos cimarrones y hermosas ciguapas invisibles, que desde los matorrales lo
miraban con una ternura inusitada, Ángel cruzaba con frecuencia ese camino para ir a preguntarle a su tía su procedencia
y ella siempre le contaba la misma historia y él se quedaba con la misma duda,
si realmente era un niño especial, diferente a los demás, se preguntaba qué era
lo que lo hacía especial, entonces iba
al espejo y se miraba por largo rato y
muchas veces creyó ver dos alas crecer en su espalda y se asustó tanto que duro
mucho tiempo sin mirarse al espejo.
El tiempo se fue
diluyendo entre la monotonía pueblerina, la escuela, los conucos, los potreros
y el bosque, al regresar de la escuela en la tarde, dejaba los cuadernos en
cualquier lugar, daba un beso a su madre que lo adoraba con locura y se perdía
por el camino, entre los arboles con los que parecía ir conversando quien sabe
de qué, mientras los pájaros se arremolinaban sobre su cabeza y después de
trinar alegremente seguían su camino hacia sus nidos.
Para luego regresar ya
entrada la noche vestido de oscuridad y los ojos encendidos con el fulgor de
todas las estrellas del universo a acurrucarse en los brazos de su madre que lo
apretaba con fuerza en su regazo para
luego depositarlo en algún rincón cálido de la casa juntos a sus
hermanos que lo abrazaban y lo mimaban con ternura, mientras ella se iba a preparar la cena, en lo que esperaba que su
esposo llegara de los conucos, sudoroso y cansado, entrara a la cocina, le diera un beso y luego se fuera al patio
trasero a darse un baño, para después
acomodarse todos de cualquier manera en la pequeña vivienda a cenar.
Después de cenar se iban
a la cocina a escuchar junto el fuego de los fogones, de boca de su padre historias inventadas de
muertos y fantasmas que les erizaban la piel, entonces se acurrucaban uno
contra otro, buscando en el calorcito de
la piel el valor necesario para poder irse a la cama a dormir sin temores.
La escuela era el punto
de encuentro de los niños y los jóvenes
del pueblo y los sectores aledaños, en
la que poco apoco fue haciendo algunos amigos, Victoria y Julián, que eran
hermanos y que al igual que él mantenían cierta distancia con los demás
niños, Cesar y Junior con los que hacia
equipo para jugar en los recreos, Arelis que lo miraba con los ojos del amor,
Pancho, su primo con el que a veces andaba por el bosque en busca de los
fantasmas de los abuelos que se murieron prisioneros de sus sueños sin poder
volver a ver el mar por donde llegaron a estas tierras en grandes canoas a
trabajar como esclavos en las plantaciones y las minas del hombre blanco, en cuya conciencia todavía hay un rastro de
cadáveres flotando en el océano que une a los dos continente en el dolor de la
esclavitud y el exterminio de dos razas unidas en el heroísmo de Guarocuya y
Sebastián Lemba que defendieron con heroísmo su derecho a vivir en libertad.
Ángel
con sus trece años a cuesta no tenía más sueños que el de poder vivir en
libertad con sus amigos del bosque sin
ninguna prisa que lo atara a tener que ir a una hora determinada a las escuela,
en donde Arelis todas las tardes lo
esperaba en la puerta, para tomarlo de
la mano y llevarlo al pupitre donde ella estaba
sentada para que estuviera a su lado, ella apenas tenía once años, la edad suficiente
para soñar que con él podía alcanzar la luna, de donde muchos suponían que
venía Ángel, por el color fosforescente
de su piel, el amarillo encrespado de sus cabellos y el color claro de sus ojos, casi transparentes y las
preocupaciones de su madre que muchas veces desesperada lo buscaba, porque según ella había escuchado su voz que
la llamaba desde el cielo y temía que se fuera volando a vivir en la luna.
Ángel seguía
perdiéndose con frecuencia en las
habitaciones secretas del bosque a conversar con el viento, los árboles, los
animales y los pájaros, a buscar huellas de ciguapas en los senderos que se
perdían en la distancia imaginaria de los sueños, para que ellas les contaran esas viejas
historias perdidas en la eternidad, que
decían que él era hijo de una de ellas y que no era como decía su tía Raquel, que él había nacido con los ojos abiertos
cuando en aquella época antigua todos los niños nacían con ellos cerrados, que
esa mañana el cielo estaba profundamente azul/claro, tan azul/claro estaba el cielo, como esas
mañanas cálidas de verano en que se podía mirar más allá de lo normal y ver en
lo infinito donde habitaba Dios con sus ángeles, sino que la mujer que lo había criado y que el
adoraba como su verdadera madre, lo había encontrado una mañana acurrucado en
un lecho de lirios y flores silvestres en el bosque.
Domingo Acevedo.