sábado, enero 22, 2022

Ángel.

 


 

Ángel siempre tuvo la certeza de que era alguien especial y más cuando recordaba lo que siempre le decía su tía Raquel, que él había nacido con los ojos abiertos cuando en aquella época antigua todos los niños nacían con ellos cerrados, que esa mañana el cielo estaba profundamente azul/claro,  tan azul/claro estaba el cielo, como esas mañanas cálidas de verano en que se podía mirar más allá de lo normal y ver en lo infinito donde habitaba Dios con sus ángeles.

Decía ella,  que todos los que se dieron cita esa mañana en aquella humilde vivienda junto al camino real a ver el parto, incluyendo la partera, que en lo que tenía de vida haciendo partos nunca había visto semejante cosa, se asustaron cuando los miraste a todos desde tu inocencia, con aquellos ojos tan claros que te vieron el alma palpitando en el pecho.

Ángel fue  creciendo entre el asombro de las personas del pueblo, el amor y el cuidado de sus padres y los afectos de sus hermanos que lo adoraban como algo que no iba a durar para siempre,  por lo extremadamente frágil que parecía, ellos pensaban que de cualquier tropezón que diera con una piedra se iba a quebrar como un cristal.

Así fue creciendo aquel niño  debilucho y endeble, triste y solitario, con pocos amigos para hablar y jugar, mirando todas las cosas  desde la aparente ausencia de sus ojos claros.

Con frecuencia se perdía por el bosque y la gente especulaba que podía hablar con los árboles, los animales,  los pájaros y el viento,  que tenía la simiesca habilidad de trepar con facilidad a los árboles, hasta las copas más altas, donde  casi podía tocar el cielo con las manos, algunos decían  que hasta lo habían visto en las tardes volar y hacer piruetas con las golondrinas.

Lo cierto es que Ángel no se parecía a nadie en el pueblo y menos a sus hermanos, su madre para justiciar aquellas dudas, decía  a las personas que él tenía un parecido con un familiar lejano de su padre, que era descendiente de español, que por eso tenía la piel de una palidez tal,  que en las noches de luna llena parecía fosforecer en la oscuridad, el cabello encrespado y amarillo, los ojos claros como dos pocitos de agua cristalina por donde le asomaba el alma palpitando en el pecho, la nariz puntiaguda y los labios gruesos, con esos detalles sobresalía  entre todos los muchachos del pueblo que tenían la piel y el cabello tan oscuros como la noche  

 

 

Cuando llegó la hora de ir a la escuela opuso mucha resistencia y a mucha insistencia de sus padres, acepto ir, fue aprendiendo con facilidad todo lo que le enseñaban, pero no era feliz yendo a la escuela, prefería los conucos, los potreros, el bosque, a ir todos los días a esas edificaciones llenas de niños bullosos y revoltosos que lo miraban con extrañeza, como si fuera un ser de otro mundo, niños que lo tocaban para ver si era real y luego se alejaban asombrados.

Ángel amaba la lluvia, el relámpago y el trueno, cuando llovía, salía corriendo en pantalones cortos y descalzo en medio de los relámpagos y los truenos, ante la preocupación de sus padres se perdía por el camino mojado saltando entre los charcos que parecían espejos de agua que reflejaban ese mundo imaginario de indígenas que habitaban en las profundidades de los ríos, de duendes, y ciguapas, donde Ángel habitaba en secretos, su madre  temerosa e impaciente, llena de malos presagios lo esperaba en la puerta de la casa, hasta que después que pasaba lluvia él regresaba  por el camino por donde se había marchado, con la piel fosforescente y húmeda de clorofila y ozono.

De su casa, a la casa de su tía Raquel,  había un camino solitario con árboles inmensos, flores silvestres, pájaros fantásticos,  puercos cimarrones y hermosas ciguapas  invisibles, que desde los matorrales lo miraban con una ternura inusitada, Ángel cruzaba con frecuencia ese camino  para ir a preguntarle a su tía su procedencia y ella siempre le contaba la misma historia y él se quedaba con la misma duda, si realmente era un niño especial, diferente a los demás, se preguntaba qué era lo que lo hacía  especial, entonces iba al espejo y se miraba  por largo rato y muchas veces creyó ver dos alas crecer en su espalda y se asustó tanto que duro mucho tiempo sin mirarse al espejo. 

El tiempo se fue diluyendo entre la monotonía pueblerina, la escuela, los conucos, los potreros y el bosque, al regresar de la escuela en la tarde, dejaba los cuadernos en cualquier lugar, daba un beso a su madre que lo adoraba con locura y se perdía por el camino, entre los arboles con los que parecía ir conversando quien sabe de qué, mientras los pájaros se arremolinaban sobre su cabeza y después de trinar alegremente seguían su camino hacia sus nidos.

Para luego regresar ya entrada la noche vestido de oscuridad y los ojos encendidos con el fulgor de todas las estrellas del universo a acurrucarse en los brazos de su madre que lo apretaba con fuerza en su regazo para  luego depositarlo en algún rincón cálido de la casa juntos a sus hermanos que lo abrazaban y lo mimaban con ternura, mientras ella se iba a  preparar la cena, en lo que esperaba que su esposo llegara de los conucos, sudoroso y cansado, entrara a la cocina, le  diera un beso y luego se fuera al patio trasero a darse un baño, para después  acomodarse todos de cualquier manera en la pequeña vivienda a cenar.

Después de cenar se iban a la cocina a escuchar junto el fuego de los fogones,  de boca de su padre historias inventadas de muertos y fantasmas que les erizaban la piel, entonces se acurrucaban uno contra otro,  buscando en el calorcito de la piel el valor necesario para poder irse a la cama a dormir sin temores.

 

La escuela era el punto de encuentro de los niños y los  jóvenes del pueblo y los sectores aledaños,  en la que poco apoco fue haciendo algunos amigos, Victoria y Julián, que eran hermanos y que al igual que él mantenían cierta distancia con los demás niños,  Cesar y Junior con los que hacia equipo para jugar en los recreos, Arelis que lo miraba con los ojos del amor, Pancho, su primo con el que a veces andaba por el bosque en busca de los fantasmas de los abuelos que se murieron prisioneros de sus sueños sin poder volver a ver el mar por donde llegaron a estas tierras en grandes canoas a trabajar como esclavos en las plantaciones y las minas del hombre blanco,  en cuya conciencia todavía hay un rastro de cadáveres flotando en el océano que une a los dos continente en el dolor de la esclavitud y el exterminio de dos razas unidas en el heroísmo de Guarocuya y Sebastián Lemba que defendieron con heroísmo su derecho a vivir en libertad.

Ángel con sus trece años a cuesta no tenía más sueños que el de poder vivir en libertad con sus amigos del bosque  sin ninguna prisa que lo atara a tener que ir a una hora determinada a las escuela,  en donde Arelis todas las tardes lo esperaba en la puerta,  para tomarlo de la mano y llevarlo al pupitre donde ella estaba  sentada para que estuviera a su lado, ella  apenas tenía once años, la edad suficiente para soñar que con él podía alcanzar la luna, de donde muchos suponían que venía Ángel,  por el color fosforescente de su piel, el amarillo encrespado de  sus cabellos y el color  claro de sus ojos, casi transparentes y las preocupaciones de su madre que muchas veces desesperada  lo buscaba,  porque según ella había escuchado su voz que la llamaba desde el cielo y temía que se fuera volando a vivir en la luna.

 

 

 

Ángel seguía perdiéndose  con frecuencia en las habitaciones secretas del bosque a conversar con el viento, los árboles, los animales y los pájaros, a buscar huellas de ciguapas en los senderos que se perdían en la distancia imaginaria de los sueños,  para que ellas les contaran esas viejas historias perdidas en la eternidad,  que decían que él era hijo de una de ellas y que no era como decía su tía Raquel,  que él había nacido con los ojos abiertos cuando en aquella época antigua todos los niños nacían con ellos cerrados, que esa mañana el cielo estaba profundamente azul/claro,  tan azul/claro estaba el cielo, como esas mañanas cálidas de verano en que se podía mirar más allá de lo normal y ver en lo infinito donde habitaba Dios con sus ángeles, sino  que la mujer que lo había criado y que el adoraba como su verdadera madre, lo había encontrado una mañana acurrucado en un lecho de lirios y flores silvestres  en el bosque.

Domingo Acevedo.




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