Nací en la Esperilla, junto al camino real en una casita de yagua con piso de tierra bajo el cielo parpadeante de un amanecer salpicado por el rocío del otoño e impregnado por el olor reciente y vegetal de los hornos que ardían a fuego lento más allá de los límites de la aurora
Fueron las manos luminosas de Belén las que con asombro me sacaron del vientre florecido de mi madre, las que lavaron mi piel recién hecha y me vistieron de ternura y me depositaron junto a la hoguera anaranjada del amanecer para que el frío de los inviernos remotos no salpicara de escarcha mi alma para que mi piel siempre tibia no se derritiera en las noches dejando un rastro invisible de mariposas muertas en la epidermis arrugada del tiempo
Domingo Acevedo.