I
No fui más que un niño
que siempre anduvo
perdido en sí mismo
en los conucos lejanos
del abuelo Ismael
aprendí de la vida todo
lo que sé hoy
fueron los potreros del
tío Juan mi escuela
y en las lejanas
regiones del rocío
era donde podía mirarme
al espejo
y encontrarme tal cual
era
un niño hecho de barro
y ceniza
con la mirada torva
perdida en el infinito
que escribía todas las
tardes
en los pergaminos del
viento
su historia envejecida
en su dolor vegetal
II
Fue toda mi alegría
poder correr por el bosque
hasta cansarme y
terminar de bruces
entre los arbustos
mágicos de las tardes
hablar con los animales
y los árboles
pasear en el viento más
allá del horizonte
y regresar en las nubes
al lugar de donde nunca partí
y encontrarme como
siempre arrullado
entre los brazos de mis
padres
que me cubrían de la
lluvia
que con su corazón de
azucena
iba dejando pedazos de
cielo dormidos en mi piel
III
Todas las tardes mi
madre y yo
nos sentábamos bajo la
sombra del gran árbol azul
a mirar como los
pájaros ebrios de clorofila
se escondían detrás de
las murallas
anaranjadas del
atardecer
mientras una peregrinación
de mariposas
ancladas en los
ventanales del ocaso
agonizaban en la mirada
quimérica de un ángel
IV
Hoy no hay más alegría
que este canto
bajo esta luna de jade
por el camino las
huellas del rocío se evaporan
entre los pies descalzos
de un sol precoz
que siempre en
noviembre pasa de largo a esconderse
entre los matorrales
atardecidos de la distancia
V
Alborada de mariposas
azules
heridas por los puñales
del otoño
todas las mañanas en el
fogón
doña Lola hace té de
jengibre
que ofrece a los
caminantes
para ahuyentar a los
duendes del frío
y Cató en algún lugar
perdido en la memoria
todavía fábrica con sus
manos de ternura
los colores del
amanecer
y en un rincón de mi
alma
la abuela Mamá Tita recolecta
los residuos
perdidos de nuestro
pasado
muchas veces ella y yo
imaginábamos escuchar
en la voz
destemplada del viento
el lejano sonido de
nostálgicas tamboras
grito de guerra
canto de amor
danza que en las noches
aún nos libera
del peso de una historia
amarga
que escribieron con su
sangre nuestros abuelos
para que mi voz
quinientos años después
pudiera abrir las
puertas que el tiempo
creyó haber cerrado
para siempre
VI
Nací en esta tierra que
tiene el color del olor del topacio
donde los colores
vegetales de la primavera
se levantan como una
ola
que inunda todos los
rincones del bosque de mariposas
que al morir van
dejando un rastro efímero de luz
en la mirada verdeazul
de la distancia
VII
Arco iris coagulado en
una lágrima
por el camino real
el tío Alberto regresa
de los pastos lejanos
parece flotar sobre la
tenue oscuridad del atardecer
la tía Agustina en la
ventana lo ve llegar
espera como siempre que
él
lleve las vacas a los
corrales
se dé un baño
vaya a la ventana
le dé un beso
y luego se sienten
todos en la mesa a cenar
VIII
Todavía en las noches
mi padre como un
fantasma
se pierde entre las
sombras hacia las carboneras
a vigilar los hornos
para que el fuego no
consuma los sueños
y así poder derrotar el
hambre que acecha
entre los resquicios de
las horas más largas del verano
IX
Primavera insular
caserío perdido junto
al bosque del olvido
flamboyán amarillo
anacahuita de cristal
bajo los limoncillos
florecidos
la tía Tatín con su
escoba
arrincona contra los
espejos de la tarde
las cenizas que deja el
otoño en la mirada
de la tía Aurora
que aún busca en su
interior el camino
de regreso al paraíso que nos robó la modernidad
ignora ella
que morirá arrinconada
contra sus sueños
sin volver a ver el sol
desde los ventanales
primaverales del alba
Domingo Acevedo.