Me
he quedado azorado ante el paisaje que tengo esta tarde ante mis ojos: el mar asoma en la
distancia por encima del muelle, entre los arboles dispersos en la distancia y
las aves marinas
que rondan el cielo.
Los
niños juegan a lo lejos, saltan, corren,
vocean, ríen, en la infinita felicidad de su niñez. Un racimo de rulo, el primo
olvidado del plátano, se recorta contra los alambres de cobre del tendido
eléctrico de alta tensión y los techos de cinc de las casas, una doña en una
silla parece dormitar, agobiada por el sopor de la cuaresma, mientras el viento con su andar pausado
recorre los rincones del barrio y se aleja, hay cayenas florecidas en los
jardines improvisados de las casas miserables del barrio.
Ahora
los niños regresan de la escuela con su algarabía y su inocencia dispersa por
las calles polvorientas que se van perdiendo entre las sombras de la tarde que
languidece, dejando paso a la oscuridad de la noche que se adueña de los rincones
más inverosímiles del barrio.
Domingo Acevedo.
Marzo/14