En una calle polvorienta de Cali, Colombia, donde las casas son bajas y las paredes están llenas de grafitis, hay un pequeño taller con un cartel oxidado que dice “REPARACIONES RAMÍREZ”.
Allí, entre herramientas viejas, cables pelados y olor a estaño, trabaja Ada, una niña de 11 años que arregla radios rotas.
Su abuelo, don Efraín, era técnico de radios desde que existían los transistores. En su época, arreglaba radios para escuchar los goles de la selección o las telenovelas de la tarde.
Pero ya casi nadie trae radios.
Y sin embargo, Ada las busca.
Las encuentra en la basura, en mercados de segunda, en casas abandonadas. Algunas no encienden. Otras están oxidadas. Pero ella las limpia, les suelda cables, les cambia piezas y les habla, como si fueran animales heridos:
—Tranquila, que te voy a hacer sonar otra vez.
La primera vez que una radio encendió en sus manos, tenía 8 años. Y lloró.
No por la música, sino porque escuchó a alguien, en otra ciudad, decir: “Buenas tardes desde Medellín”. Y sintió que el mundo era mucho más grande que su cuadra.
Desde entonces, cada radio que revive, la guarda. No En una calle polvorienta de Cali, Colombia, donde las casas son bajas y las paredes están llenas de grafitis, hay un pequeño taller con un cartel oxidado que dice “REPARACIONES RAMÍREZ”.
Allí, entre h para venderla. No para adornar.
Las pone en un estante de su habitación. Y por las noches, las prende una por una, girando el dial como quien busca señales del universo.
A veces oye noticias. A veces canciones. A veces, voces que no entiende. Pero se queda escuchando.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó su madre una noche.
—Porque quiero saber qué suena en otros lugares… para soñar con llegar allí.
Hoy, Ada ya ha revivido 23 radios. Y todas funcionan.
A veces, vecinos le llevan las suyas, pensando que están muertas.
Ella las revive. Les devuelve la voz.
Y cuando le preguntan qué quiere ser de grande, responde sin dudar:
—Radioastrónoma. Quiero escuchar el universo.
