martes, diciembre 02, 2025

Silva no murió: se quedó allá, aferrado al fusil.

 El subteniente que no se rindió




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En las últimas horas de la Guerra de Malvinas, cuando ya nadie creía en nada, hubo un hombre que eligió creer. No en la victoria, ni en las órdenes, ni siquiera en la lógica. Creyó en algo más viejo y feroz: el deber. Se llamaba Oscar Silva. Tenía 26 años, un fusil en las manos y una decisión tomada: resistir.
Le decían “el Sapo”. Había entrado conmigo al Colegio Militar. Él Infantería, yo Ingenieros. Compartimos aulas, barro, silencios y la esperanza intacta de los que todavía no han visto la guerra. Con Llambías —otro compañero— hicimos el curso de comandos. Y cuando todo se vino abajo, cuando los ingleses entraban por todos lados y Puerto Argentino ya era un espejismo, ellos se plantaron.
Silva fue enviado a Tumbledown. Le quedaban unos pocos soldados de los 45 que había tenido. Y cuando le ordenaron replegarse, les dijo a sus hombres: “Váyanse, yo los cubro”. Se quedó solo, con una ametralladora y un FAL. Disparó hasta que se le acabaron los cartuchos. Salía del pozo a ver a los otros, les decía que Dios los protegía. Rezaba, arengaba. Creía.
Recibió un tiro en el hombro. No se cayó. Se incorporó, gritó “¡Viva la Patria, carajo!” y disparó. Fueron sus últimas palabras. Murió así, con los ojos abiertos y el dedo en el gatillo. Cuando lo quisieron enterrar, no pudieron sacarle el fusil. El inglés se cuadró y dijo: “Sepúltenlo así”.
Silva no murió: se quedó allá, aferrado al fusil, sosteniendo lo que quedaba de dignidad en medio del barro. Fue la única baja de nuestra promoción. Pero su vida no fue en vano. Porque hay muertes que salvan a los vivos.
Y hay silencios que gritan más fuerte que cien discursos.
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