miércoles, enero 26, 2022

Poesía negra, caribeña.

 

Poesía negra Antillana, Domingo Acevedo, Rep. Dominicana.

 

Barcos negreros

 

En su itinerario de horror

barcos negreros vomitan cadáveres en una mar de topacio

anidan  en un trapiche oxidado por el dolor

voces quebradas por el látigo

areito fúnebre

batey desolado

sudor que al tocar la tierra se convierte en sangre

pechos devorados  por un rayo carnívoro

grito que rompe las cadenas que atan la quimera

al canto de las luciérnagas

luna que todas las noches llora sobre las ceibas

su eternidad

caminos de luto y gloria

que en pierde en la memoria anónima

de los esclavos

que hace siglos mueren en el cañaveral

cruces clavadas en el útero de la inocencia

por los guerreros de plata

que  enseñoreados en su maldad

levantan entre sus manos un estandarte de sangre

isla perdida en la ruta del sol

antigua y ambigua

ubicada en un cateto de azúcar y sangre

puerta de jade

por donde penetraron los caballos apocalípticos

a perforar con sus arcabuces

la tierna inocencia de los taínos

 

 

Trampa ancestral.

 

Pedazos de luna derritiendo entre los espejos de las madrugadas

espada vencida por la gloria

relámpago anfibio

torbellino de luz

tres naves carnívoras navegando entre la bruma de agosto

hacia las luces y las sombras de octubre

boca llena de una luz mineral

sonidos de tamboras en la voz destemplada del viento

trapiche desolado

cañaveral ensangrentado por un sonido de cadenas rotas

danza victoriosa

litoral de cenizas

trampa ancestral

lágrimas de cera en los ojos de la quimera

y más allá del resplandor amarillo de las olas que iluminan el amanecer

cadáveres mutilados chorrean sangre sobre los pergaminos de la historia

y junto al camino del ocaso

un lirio resplandece

 

 

 



Negra Antillana

 

            I

 

Negra Antillana

en tu sangre llevas el ritmo tropical

del Caribe imperial

reina del mar y los caracoles

reina del amor y la ternura

reina de la melaza y del guarapo

 

            II

 

Negra majestuosa

alegre y sensual

amo tu piel color aceituna

de la que te sientes orgullosa

porque sabes que es hermosa

de África una flor en la distancia

 

            III

 

Negra dulce y encantadora

deidad que aún suspira

en el dolor de la historia

que los esclavos escribieron

con su sangre en América

 

            IV

 

Deidad que habita en las noches

alegres de los bateyes

y vive en los cañaverales

y en los cafetales en flor




            V

 

Y permanece en los días

Interminables de las zafras

donde tu presencia dulcifica

la vida de los hombres

que hacen del duro trabajo

una canción de amor

 

            VI

 

Negra antillana

simple

inmensa

esencia de siglos

sueños de atabales

ritmo de tambores

es amargo nuestro azúcar

pero dulces tus labios que anhelo





África

 

África

te llevamos dentro de nosotros

donde corres impetuosa

como un río que infla

nuestras venas de orgullo

 

            II

Lates en nuestros corazones

como un tambor

que enciende nuestra sangre

de ritmo y pasión

 

            III

África

tan lejos y tan cerca

como el horizonte

de una primavera tropical

 

            IV

Oscura y dulce como el azúcar crema

 

            V

Liviana y simple como una mariposa

 

            VI

Alegre y tierna como una doncella

enamorada por primera vez

 

            VII

África

aquí en nosotros

tú vives en América



Trópico de fuego

 

Trópico de fuego

cañaveral de sangre

ingenios oxidados por el dolor

senderos perdidos en la memoria

hombres tendidos al sol

con el alma encadenada

a los sueños

y más allá de la angustia púrpura

del látigo en la espalda

la libertad es un canto




Un sendero de sangre

 

Ay negro

cuando quisiste ser libre

nadie pudo detenerte

por un sendero de sangre

tus huellas van tras

la alborada




Pergamino de lágrimas

 

Mi voz dibuja en un pergamino de lágrimas

un lejano horizonte de caña y sangre

en donde el tiempo acumula

en un rincón de mi alma

voces quebradas por el látigo



Hogueras de sangre

 

Largos caminos de viento y de sal

naos repletas de voces

que se ahogan en la noche

rastro infinito de cadáveres en el mar

raíces sembradas en el viento

miradas aplastadas

bajo los escombros rojizos de la tarde

huellas congeladas en la memoria

hogueras de sangre iluminan en el cielo

pasos que se pierden en un siglo

de luces y sombras

trapiches olvidados junto al sendero

de un trópico lejano

tamboras

maracas

danza

sudor

rotas las cadenas

no puede el látigo

huérfano de toda humanidad

acallar el canto

que brota del cañaveral

 

 



Tu historia

 

Es la tambora

la única que sabe tu historia

no es el látigo

que en tu espalda

levanta surtidores de sangre

en tu piel

no es el sol que derrite

tus sueños

ni es el amo

ay negro

es la tambora

la que en cada sonido

cuenta tu historia




El látigo

 

Del látigo al salario

tu historia

siempre ha sido la misma

negro

la vida por nada

 en el trabajo dejas



Negro

 

Negro

no olvides que vienes de África

que con tu sangre en América

también se escribe la historia

 

Negra

 

            I

Negra

ven a los brazos del negro

que la noche es breve

 

            II

 

Ven

que el amo duerme

 

            III

 

Ven

que el amor te libera



La reina

 

Negra

que habitas en el ritmo

de los atabales

que gritan tu procedencia

cuando en las noches

bajo las ceibas florecidas

de estrellas

las manos sudorosas de los hombres

despedazan a ritmo

los cueros de las tamboras

para que tú

coronada de ilusiones

seas la reina del batey



Piedra de sacrificio

 

Esta herida que tengo en el costado izquierdo

de la memoria

no deja de sangrar mariposas amarillas

en mi voz

mi voz que llegó de África a este continente

desnuda y con grilletes

en una carabela que iba vomitando cadáveres

por los mares sin retornos del tiempo perdido

dejando en los salones memorables de la noche

un cementerio de muertos innombrables

que permanecen intactos en las urnas funerarias

del viento

esta herida que tengo  en el costado izquierdo

de la memoria

no deja de  sangrar mariposas amarillas

en mi voz

en mi voz de tambor ancestral

que ilumina con su canto

los azules rincones del agua

eco luminoso

manantial de luz que brota

de las heridas del tiempo

piedra de sacrificio

raíz de árbol sagrado

hoja petrificada tras el ambarino cristal

del otoño

cuchillo de sal que hiere la eternidad

canto de guerra

alarido de muerte

mi voz

llanto de sirena en un océano envenenado

de cadáveres fosforescentes

lluvia de caracoles dormidos en el alma

ala de guaraguao

nido de aves fantásticas

sonido de selva tropical

mi voz de cañaveral y trapiche

de guarapo y melaza

de algodón ensangrentado de sudor

y espanto

mi voz

por el sendero  que une a los dos continentes

un sonido de cadenas rotas ilumina la historia

 

El amor te libera

 

            I

 

Negra

ven a los brazos del negro

que la noche es breve

 

            II

 

Ven

que el amo duerme

 

            III

 

Ven

que el amor te libera

 

Sebastián Lemba

 

Ven aquí negra mía

y deja que la luna

de seda y ternura

te vista la piel

vamos

que en los manieles

repican las tamboras

anuncian que Sebastián Lemba

las cadenas rompió

y los negros en América

libres ya son

 

De África

 

De África a los trapiches

de los trapiches a los manieles

de los manieles a la aurora

venturoso es el camino

que lleva negro a la gloria



Naos repletas de voces

 

Largos caminos de viento y de sal

naos repletas de voces

que se ahogan en la noche

rastro infinito de cadáveres en el mar

raíces sembradas en el viento

miradas aplastadas

bajo los escombros rojizos de la tarde

huellas congeladas en la memoria

hogueras de sangre iluminan en el cielo

pasos que se pierden en un siglo

de luces y sombras

trapiches olvidados junto al sendero

de un trópico lejano

tamboras

maracas

danza

sudor

rotas las caderas

no puede el látigo

huérfano de toda humanidad

acallar el canto

que brota del cañaveral.



Estruendo de arcabuces

 

Estruendo de arcabuces

perforan las paredes del tiempo

Anochece

el mar salpica de cadáveres

los azules rincones de  la distancia

arde  la noche

en la memoria

pasos desnudos huyen

y un  galope desenfrenado  de caballos

acorrala en la oscuridad

los gritos y las voces de los guerreros

que con su sangre iluminan el camino

de la esperanza

piedra de dolor

inerte la carne

mudas las tamboras

una hilera de hombres y mujeres vencidos

miran azorados a sus verdugos

y al compás de la muerte

el látigo y las cadenas danzan

amanece

por un océano de sangre

una embarcación se aleja

 

 Un lirio roto

 

Un lirio roto

un enjambre de pájaros agonizantes

en  los balcones del horizonte

una embarcación anclada en la memoria del olvido

repleta de gritos que salpican la historia de sangre

un cañaveral

en donde en un trapiche

de sombras

se cuece el dolor

una tambora que repica en las noches claras del verano

bajo una  luna de jade

que en un cielo cuajado de sangre solloza

un unicornio moribundo

junto al sendero de la alborada

donde un relámpago de cadenas rotas

deja en el viento

un murmullo de huellas

que se alejan por el camino de la gloria

y el sacrificio

hacia la eternidad

 

 

 

 

Evidencia

 

Yo que transito en el tiempo recolectando estrellas

tengo la maleta repleta de recuerdos

de nombres viejos y olvidados

de muertos ignorados de mi infancia

que solo yo recuerdo

cuando rebusco entre las cenizas del olvido

y mis manos tocan con ternura

los huesos de mi viejo linaje

y en mi memoria se encienden

milenarias hogueras

y en mi pecho un tambor late

y África como una evidencia

es una lágrima entre mis ojos

cuando miro el camino real

que se pierde más allá del horizonte

 

 

 

Un negro llamado Lemba

 

Hombres que emergen del mar

con las miradas enfermas de codicia y sangre

levantando entre sus manos un estandarte de luto

tainos petrificados en el ámbar de la tarde

dos razas heridas en su inocencia

por la espada y la cruz

rastros de sal y sangre que se bifurca en el tiempo

que se pierde en el follaje de la tarde

pergaminos de lágrimas que humedecen los sentidos

tamboras que repican en las noches claras del adviento

y por el camino ensombrecido del medio día

jinetes acorazados van tras las huellas

de un negro llamado Lemba

 

 

Ouidah

 

Hay un rastro reciente de cadáveres en el mar

atlántica ruta de dolor

que deja en la playa huellas de sal y sangre

muchedumbre acorralada por el látigo

empujada por el amo al cañaveral

donde bajo un sol de fuego

día a día

se derriten sus sueños

en un canto

que evoca la gloria perdida

del esclavo

que muere lejos de la tierra que lo vio nacer

encadenada la voz

en las noches lejanas

las palabras retumban en los tambores

grito de libertad que el amo no puede acallar

que en los trapiches rompe cadenas

tropel de sombras que en el amanecer

aletea hacia la libertad del quilombo

donde se recomponen los sueños

en un maniel esperanza

mientras en el palenque

los cimarrones se preparan

para tomar por asalto la aurora


Alegre está el amo


Alegre está el amo
floreció el cañaveral
duro trabaja el negro

Dice la tambora


Las manos del negro
en las noches liberan
la voz de la tambora
que repica libertad
no sabe el amo
que el negro conspira
que en el peinado de Mangula
Trazado está el camino
que llegando esta la hora
dice la tambora
de huir al quilombo


Mi origen

 

La tarde recrea  ante mis ojos la nostalgia de mi origen perdido en África.

 

La   tristeza de estos largos años de exilio en que hemos perdido nuestra identidad, hace florecer entre mis ojos lirios  de agua.

 

La pena acumulada durante estos siglos de huir a ningún lado golpea mi  memoria como un látigo de sal que abre viejas heridas que vuelven a sangrar bajo el sol púrpura de nuestro ocaso. Tantos años de olvido han  dejando en mi boca el  agrio sabor de la ausencia

 

África es en mi corazón la ilusión más dulce,  sé  que ya no volveré al acrisolado mundo de mis sueños,  me he resignado a morir en esta tierra tan ajena y tan mía, pero mi vida sigue allá,  en la aldea de donde una noche  mi ADN sin querer, empezó a viajar en un cuerpo desconocido hacia una isla perdida en el mar Caribe.

 

Quinientos años  después, la mirada triste de la abuela Mamá Tita, me despierta en medio del estruendo de los arcabuces y  los gritos de los  hombres  que defendían  a los suyos, hasta terminar atados a la codicia de unos hombres  que contra el reflejo de la aldea incendiada los conducían  por un sendero de horror hasta una embarcación anclada en un océano de cadáveres, emprendiendo un viaje sin retorno hacia el dolor.

 

Yo apenas era menos que un sentimiento perdido en la memoria de alguien que aún no había nacido, pero  ya llevaba sobre mis hombros el peso de una historia de látigo y sudor, donde la vida nunca dejó de ser un canto que en las noches, se multiplicaba en la voz alegre de las tamboras.

 

Domingo Acevedo.


Poemas tomados del libro América,  del  poeta Dominicano Domingo Acevedo.





Fotos tomadas de la red.

martes, enero 25, 2022

Biografía de Juan Pablo Duarte, padre de Patria dominicana

 

Biografía de Juan Pablo Duarte, padre de Patria dominicana
Juan Pablo Duarte.

Juan Pablo Duarte y Díez, padre de la Patria dominicana, nació un 26 de enero de 1813 cuando vio la luz en el corazón de la ciudad colonial de Santo Domingo.

Duarte fue el cuarto hijo de Juan José Duarte Rodríguez, un comerciante español, y Manuela Díez Jiménez, quienes forjaron en él su amor por la libertad y la justicia.

A los quince años es enviado a estudiar a Inglaterra, porque la Universidad de Santo Domingo había sido cerrada a causa de la ocupación haitiana, y posteriormente se traslada a Francia y España, países en los que se empaparía de los cambios que se estaban produciendo en Europa tras la revolución francesa.

Trayendo consigo las ideas del nacionalismo y el liberalismo, Duarte regresó al país en 1831. Aunque llegó con sus ideas de luchar por la independencia, no fue hasta el 16 de julio de 1838 que creó La Trinitaria, una sociedad secreta desde la que lucharía por la creación de la República Dominicana.




Junto a Juan Pablo Duarte estuvieron Juan Isidro Pérez, Pedro Alejandro Pina, Félix María Ruiz, José María Serra de Castro, Felipe Alfau, Juan Nepomuceno Ravelo, Benito González y Jacinto de la Concha.

Posteriormente se unieron Francisco del Rosario Sánchez y Matías Ramón Mella, quienes serían indispensables para proclamar la independencia el 27 de febrero de 1844.

Tuvo que irse. Cuando se proclamó la independencia, Duarte no estaba en la isla: era perseguido por el Gobierno haitiano tras participar en la revolución que derrocó al presidente Jean-Pierre Boyer, por lo que el 2 de agosto de 1843 tuvo que exiliarse en Caracas, Venezuela.

Después de la proclamación de la independencia, Duarte regresó al país el 15 de marzo de 1844. Fue recibido por el Gobierno provisional como un héroe.

Aunque comenzó a trabajar en la elaboración de la Constitución, el proyecto quedó inconcluso porque Duarte se integró al Ejército para enfrentar a las tropas haitianas, que buscaban ocupar nuevamente el país.

Las diferencias de criterios en torno a las batallas provocaron que Duarte tuviera serias confrontaciones con Pedro Santana, jefe del Ejército en el Sur del país, razón por la que 9 de junio de 1844 los trinitarios declararon un golpe de Estado contra Tomás Bobadilla, jefe de la Junta Central Gubernativa de Santo Domingo.

Esto motivó que Duarte fuera exiliado por Santana, tras apresarlo el 10 de septiembre de 1844. No regresaría hasta el 24 de marzo de 1864, para ponerse a las órdenes del gobierno restaurador en Santiago.

El 7 de junio de ese año Duarte es enviado a América del Sur para recolectar fondos para la causa restauradora. Nunca regresó: se quedó en Venezuela, tras el éxito de la Restauración, y murió en Caracas el 15 de julio de 1876.

PERIODICO HOY.



sábado, enero 22, 2022

Ángel.

 


 

Ángel siempre tuvo la certeza de que era alguien especial y más cuando recordaba lo que siempre le decía su tía Raquel, que él había nacido con los ojos abiertos cuando en aquella época antigua todos los niños nacían con ellos cerrados, que esa mañana el cielo estaba profundamente azul/claro,  tan azul/claro estaba el cielo, como esas mañanas cálidas de verano en que se podía mirar más allá de lo normal y ver en lo infinito donde habitaba Dios con sus ángeles.

Decía ella,  que todos los que se dieron cita esa mañana en aquella humilde vivienda junto al camino real a ver el parto, incluyendo la partera, que en lo que tenía de vida haciendo partos nunca había visto semejante cosa, se asustaron cuando los miraste a todos desde tu inocencia, con aquellos ojos tan claros que te vieron el alma palpitando en el pecho.

Ángel fue  creciendo entre el asombro de las personas del pueblo, el amor y el cuidado de sus padres y los afectos de sus hermanos que lo adoraban como algo que no iba a durar para siempre,  por lo extremadamente frágil que parecía, ellos pensaban que de cualquier tropezón que diera con una piedra se iba a quebrar como un cristal.

Así fue creciendo aquel niño  debilucho y endeble, triste y solitario, con pocos amigos para hablar y jugar, mirando todas las cosas  desde la aparente ausencia de sus ojos claros.

Con frecuencia se perdía por el bosque y la gente especulaba que podía hablar con los árboles, los animales,  los pájaros y el viento,  que tenía la simiesca habilidad de trepar con facilidad a los árboles, hasta las copas más altas, donde  casi podía tocar el cielo con las manos, algunos decían  que hasta lo habían visto en las tardes volar y hacer piruetas con las golondrinas.

Lo cierto es que Ángel no se parecía a nadie en el pueblo y menos a sus hermanos, su madre para justiciar aquellas dudas, decía  a las personas que él tenía un parecido con un familiar lejano de su padre, que era descendiente de español, que por eso tenía la piel de una palidez tal,  que en las noches de luna llena parecía fosforecer en la oscuridad, el cabello encrespado y amarillo, los ojos claros como dos pocitos de agua cristalina por donde le asomaba el alma palpitando en el pecho, la nariz puntiaguda y los labios gruesos, con esos detalles sobresalía  entre todos los muchachos del pueblo que tenían la piel y el cabello tan oscuros como la noche  

 

 

Cuando llegó la hora de ir a la escuela opuso mucha resistencia y a mucha insistencia de sus padres, acepto ir, fue aprendiendo con facilidad todo lo que le enseñaban, pero no era feliz yendo a la escuela, prefería los conucos, los potreros, el bosque, a ir todos los días a esas edificaciones llenas de niños bullosos y revoltosos que lo miraban con extrañeza, como si fuera un ser de otro mundo, niños que lo tocaban para ver si era real y luego se alejaban asombrados.

Ángel amaba la lluvia, el relámpago y el trueno, cuando llovía, salía corriendo en pantalones cortos y descalzo en medio de los relámpagos y los truenos, ante la preocupación de sus padres se perdía por el camino mojado saltando entre los charcos que parecían espejos de agua que reflejaban ese mundo imaginario de indígenas que habitaban en las profundidades de los ríos, de duendes, y ciguapas, donde Ángel habitaba en secretos, su madre  temerosa e impaciente, llena de malos presagios lo esperaba en la puerta de la casa, hasta que después que pasaba lluvia él regresaba  por el camino por donde se había marchado, con la piel fosforescente y húmeda de clorofila y ozono.

De su casa, a la casa de su tía Raquel,  había un camino solitario con árboles inmensos, flores silvestres, pájaros fantásticos,  puercos cimarrones y hermosas ciguapas  invisibles, que desde los matorrales lo miraban con una ternura inusitada, Ángel cruzaba con frecuencia ese camino  para ir a preguntarle a su tía su procedencia y ella siempre le contaba la misma historia y él se quedaba con la misma duda, si realmente era un niño especial, diferente a los demás, se preguntaba qué era lo que lo hacía  especial, entonces iba al espejo y se miraba  por largo rato y muchas veces creyó ver dos alas crecer en su espalda y se asustó tanto que duro mucho tiempo sin mirarse al espejo. 

El tiempo se fue diluyendo entre la monotonía pueblerina, la escuela, los conucos, los potreros y el bosque, al regresar de la escuela en la tarde, dejaba los cuadernos en cualquier lugar, daba un beso a su madre que lo adoraba con locura y se perdía por el camino, entre los arboles con los que parecía ir conversando quien sabe de qué, mientras los pájaros se arremolinaban sobre su cabeza y después de trinar alegremente seguían su camino hacia sus nidos.

Para luego regresar ya entrada la noche vestido de oscuridad y los ojos encendidos con el fulgor de todas las estrellas del universo a acurrucarse en los brazos de su madre que lo apretaba con fuerza en su regazo para  luego depositarlo en algún rincón cálido de la casa juntos a sus hermanos que lo abrazaban y lo mimaban con ternura, mientras ella se iba a  preparar la cena, en lo que esperaba que su esposo llegara de los conucos, sudoroso y cansado, entrara a la cocina, le  diera un beso y luego se fuera al patio trasero a darse un baño, para después  acomodarse todos de cualquier manera en la pequeña vivienda a cenar.

Después de cenar se iban a la cocina a escuchar junto el fuego de los fogones,  de boca de su padre historias inventadas de muertos y fantasmas que les erizaban la piel, entonces se acurrucaban uno contra otro,  buscando en el calorcito de la piel el valor necesario para poder irse a la cama a dormir sin temores.

 

La escuela era el punto de encuentro de los niños y los  jóvenes del pueblo y los sectores aledaños,  en la que poco apoco fue haciendo algunos amigos, Victoria y Julián, que eran hermanos y que al igual que él mantenían cierta distancia con los demás niños,  Cesar y Junior con los que hacia equipo para jugar en los recreos, Arelis que lo miraba con los ojos del amor, Pancho, su primo con el que a veces andaba por el bosque en busca de los fantasmas de los abuelos que se murieron prisioneros de sus sueños sin poder volver a ver el mar por donde llegaron a estas tierras en grandes canoas a trabajar como esclavos en las plantaciones y las minas del hombre blanco,  en cuya conciencia todavía hay un rastro de cadáveres flotando en el océano que une a los dos continente en el dolor de la esclavitud y el exterminio de dos razas unidas en el heroísmo de Guarocuya y Sebastián Lemba que defendieron con heroísmo su derecho a vivir en libertad.

Ángel con sus trece años a cuesta no tenía más sueños que el de poder vivir en libertad con sus amigos del bosque  sin ninguna prisa que lo atara a tener que ir a una hora determinada a las escuela,  en donde Arelis todas las tardes lo esperaba en la puerta,  para tomarlo de la mano y llevarlo al pupitre donde ella estaba  sentada para que estuviera a su lado, ella  apenas tenía once años, la edad suficiente para soñar que con él podía alcanzar la luna, de donde muchos suponían que venía Ángel,  por el color fosforescente de su piel, el amarillo encrespado de  sus cabellos y el color  claro de sus ojos, casi transparentes y las preocupaciones de su madre que muchas veces desesperada  lo buscaba,  porque según ella había escuchado su voz que la llamaba desde el cielo y temía que se fuera volando a vivir en la luna.

 

 

 

Ángel seguía perdiéndose  con frecuencia en las habitaciones secretas del bosque a conversar con el viento, los árboles, los animales y los pájaros, a buscar huellas de ciguapas en los senderos que se perdían en la distancia imaginaria de los sueños,  para que ellas les contaran esas viejas historias perdidas en la eternidad,  que decían que él era hijo de una de ellas y que no era como decía su tía Raquel,  que él había nacido con los ojos abiertos cuando en aquella época antigua todos los niños nacían con ellos cerrados, que esa mañana el cielo estaba profundamente azul/claro,  tan azul/claro estaba el cielo, como esas mañanas cálidas de verano en que se podía mirar más allá de lo normal y ver en lo infinito donde habitaba Dios con sus ángeles, sino  que la mujer que lo había criado y que el adoraba como su verdadera madre, lo había encontrado una mañana acurrucado en un lecho de lirios y flores silvestres  en el bosque.

Domingo Acevedo.




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