En la frontera entre Ecuador y Perú, donde la selva se vuelve densa como un sueño que no quiere despertar, viven los shuar. Durante siglos fueron temidos por exploradores y militares. Los llamaban salvajes. Ellos preferían otra palabra: guardianes.
Un joven llamado Wáinki creció escuchando historias sobre los hombres que podían volverse invisibles. No invisibles como en los cuentos, sino invisibles para el peligro. En su lengua, no hablaban de magia, sino de “entrar en el bosque como si no hubiera frontera entre el cuerpo y las hojas”.
Su abuelo decía que el primer paso no era aprender a cazar. Era aprender a no estar.
Una tarde, Wáinki lo acompañó a lo profundo de la selva. No hubo instrucciones claras. El anciano se sentó en silencio y le pidió algo aparentemente absurdo: que no pensara en nada.
Wáinki fracasó en segundos.
La mente no callaba. Recordaba voces, tareas, preocupaciones. El abuelo esperó. Horas. Sin apuro.
Al anochecer, el anciano habló.
“El bosque no teme a quien camina. Teme a quien llega demasiado lleno de sí mismo”.
Durante meses repitieron el mismo ejercicio. Respirar. Vaciarse. Escuchar. Hasta que el corazón dejó de pelear con el silencio. Hasta que Wáinki pudo permanecer quieto sin sentir urgencia. Entonces, el abuelo lo llevó al río.
“Ahora sí”, dijo. “Mira”.
No había nada que ver. O eso creyó. Luego lo notó: los peces se acercaban, los insectos no huían, los pájaros seguían cantando. El bosque no lo registraba como intruso.
“Eso es desaparecer”, murmuró el anciano.
Los shuar habían sobrevivido siglos no por violencia —aunque supieron usarla— sino por precisión. Eran capaces de caminar días sin dejar rastro. Entraban y salían del territorio enemigo como sombras que jamás podían fijarse en un mapa. Los militares lo atribuyeron a terreno hostil. El bosque sabía la verdad: no se enfrentaban al entorno… se convertían en parte de él.
Wáinki aprendió que el movimiento más poderoso no es avanzar, sino saber cuándo detener la intención.
Con el tiempo, los hombres de fuera llegaron con promesas, carreteras, madereras, ruido. Ofrecían empleo, escuelas, progreso. Algunos aceptaron. Otros observaron en silencio.
Un día, una empresa intentó instalar maquinaria en un área que los shuar consideraban viva en más de un sentido. No hicieron marchas ni discursos. Hicieron algo distinto.
Desaparecieron.
Cuando los ingenieros volvieron, no encontraron a nadie. Ni huellas. Ni herramientas. Ni campamentos. Nada.
El bosque estaba intacto.
Semanas después, la maquinaria comenzó a fallar. Lluvias imprevistas. Deslizamientos. Rutas perdidas. Nada dramático. Nada espectacular. Solo una lenta imposibilidad.
Un técnico extranjero le preguntó a Wáinki —ya adulto— si habían hecho algo.
Wáinki sonrió apenas.
“A veces”, dijo, “la resistencia no es enfrentarse. Es no ofrecer superficie”.
No era evasión. Era estrategia ancestral.
Los shuar sabían que el mundo moderno confunde presencia con poder. Ellos habían aprendido otra lección: permanecer intacto no siempre es seguir luchando… a veces es volverse inalcanzable.
Hoy, muchos shuar son maestros, abogados, enfermeros. Otros siguen cazando, cultivando, caminando en silencio. No viven en el pasado. Transitan el filo entre dos mundos sin dejarse tragar por ninguno.
Wáinki enseña a los jóvenes una forma nueva de desaparecer: no de la selva, sino del ruido que promete identidad instantánea. Les muestra cómo respirar, cómo mirar sin invadir, cómo escuchar sin responder de inmediato.
Un estudiante le preguntó si no era una forma de rendirse.
Wáinki negó con calma.
“Rendirse es dejar que otros decidan quién eres”, respondió. “Desaparecer es decidir cuándo no entregarte”.
En una época que exige estar siempre visible, siempre opinando, siempre expuesto, los shuar practican un arte peligroso para el ego y vital para la supervivencia:
