Yo
apenas tenía dos años
cuando
por primera vez llegó a nuestra tierra el
hombres blanco
destruyendo
con su furia nuestras casas y nuestros
conucos
echándonos
de ella
y para
que no regresáramos a al tierra de
nuestros amores
con
los alambres de su ira cercaron los días
atrás
dejábamos toda nuestra alegría dispersa sobre la tierra rota
pájaros
árboles
muertos
nuestra
impotencia
negros
que ríen y lloran
negros
que cantan y aman
negros
que siembran y cosechan
dejen
la tierra que el jefe la quiere
váyanse
con sus ritos a otro lado
negros
que
el jefe quiere la tierra
y nos
dispersamos en el viento
nos
fuimos por rumbos distintos
a
poblar tierras lejanas
habitamos
nosotros cerca del corazón del abuelo Ismael
junto
al farallón construyó mi padre nuestra casa
con
pedazos de cartones y madera techó nuestras esperanzas
con
zinc viejo cobijó nuestros sueños
y después
que establecimos residencia bajo las constelaciones del sur
el
hambre como un cuchillo en la garganta
nos
hería el estomago
y mi
madre angustiada subía conmigo a la Esperilla
a
escarbar en los conucos arrasados
buscando
rabizas de yuca y batata para darnos de comer
de
repente viejo
aquel
buen samaritano que multiplicaba los panes
y
mitigaba con su amor el hambre
sus
hijas que compartían con nosotros la
ternura
y
me acurrucaban en sus pechos tibios
para
que la lluvia de los días interminables de
mayo
no
mordiera con sus dientes de plata mi piel
recién hecha
ellas
sembraron en los surcos de mi memoria la esperanza
para
que no sucumbiéramos a la realidad de la ausencia
por
que ellas sabían que en la distancia
la
soledad habitaba en los resquicios del tiempo
y
el hambre acechaba agazapada entre las ruinas
de
los días ensangrentados de una era marcada por el horror
y
como nos decía la tía Amantina
carajo
parece que en este país no hay un lugar
donde
los pobres puedan vivir en paz
y partimos
nuevamente hacia otras tierras
dejábamos
detrás de nosotros un rastro triste
de
adioses congelados entre los ojos del viento
y habitamos
muy cerca del mar Caribe
junto
a Manresa
allí
se forjaron los primeros años de mi infancia
salpicada
por el hambre y el rumor de las olas
que
inundaban mi alma de caracoles y arena
de
viento y salitre
recuerdo
la primera vez que mi padre me llevó a ver el mar
no
pude resistir la tentación del miedo
ante
la majestuosa densidad azul del mar
recuerdo
como las olas chocaban contra los acantilados de mis ojos
rompiéndose
en pequeños pedazos de cristales líquido
que
contra el sol del amanecer tropical
formaban
pequeños arco iris que se repetían una y otra vez
hasta
que el sol se derretía tras las montañas
o
el mar se volvía dócil en el indetenible carrusel del tiempo
el
recuerdo de esos días junto al mar
es
una hoguera imperecedera que en mi memoria marca
la
senda celular y remota de nuestro origen
sus
huellas invisibles van dejando el rastro amargo
de
nuestros pasos por la historia de este continente
a
donde fuimos traídos sin querer
y
en esta isla Sebastián Lemba con su vida
nos
legó un lugar donde vivir con dignidad
recuerdo
que mi padre salía a lomo de Julia
cuando
el sol
cual
faro en el horizonte empezaba a salpicar de mariposas
el
camino del rocío hacia la ciudad de más allá de la alborada
a
donde él iba a buscar donde echar un día para ganarse unos centavos
y
traernos de comer
en
la casa
con
los estómagos amarrados
boquiabiertos
nosotros
esperábamos con ansiedad su regreso
en
la tarde nos sentábamos en el frente de la casa
con la mirada perdida
en
la verdeazul sinuosidad del camino
esperando
verlo llegar al trotecito apacible de Julia
a
veces llegaba desesperado con las manos vacías
impotente
y
nos abrazaba a todos con ternura
como
queriendo espantar con su amor el fantasma del hambre
que
con el paso de los días se agigantaba más y más
triturando
entre sus fauces nuestros sueños de ser felices
el
recuerdo de esos días de pena lo guardo
en mi alma
como
evidencia del horror
los
fogones apagados bajo el cielo de las noches oceánicas
con
sus lunas y sus estrellas titiritando sobre el mar Caribe
el
amor de mis padres y mis hermanos
la
solidaridad de la tía Juanita
el
hombre que un día despechado
echó
gasolina sobre su cuerpo y se pegó fuego
los
marineros de todas las mañanas impecables y lívidos
en
grandes camiones rutinarios y veloces
y
sobre todo el recuerdo de León y Julia
sus
huellas en mi memoria se van perdiendo entre las brumas y el tiempo
donde
a veces busco mi alegría removiendo los escombros del olvido
y
sólo encuentro lágrimas congeladas
entre
las cenizas de los años calcinados por el fuego de nuestro dolor
Domingo Acevedo.
Fotos tomadas de la red y de Domingo Acevedo.