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viernes, julio 25, 2025
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Julia de Burgos
(Julia Constancia Burgos García; Carolina, Puerto Rico, 1914 - Nueva York, 1953) Poetisa puertorriqueña. Julia de Burgos se graduó de maestra normalista en la Universidad de Puerto Rico en 1933. En 1934 trabajó en la PRERA (Agencia para la Rehabilitación Económica de Puerto Rico, por sus siglas en inglés) en Comerío, como empleada de una estación de leche, lugar en que los niños de familias pobres recibían desayuno gratuito. Contrajo nupcias con Rubén Rodríguez Beauchamp en ese mismo año. En 1935, al cierre de la PRERA, ejerció por breve tiempo como maestra en un barrio de Naranjito.
Julia de Burgos
En esa época escribió su famoso poema Río Grande de Loíza. Durante ese año Julia de Burgos también conoció e hizo amistad con Luis Llorens Torres, Luis Palés Matos y Evaristo Ribera Chevremont, entre otros poetas boricuas, y en 1936 publicó en una hoja suelta su poema Es nuestra la hora, con el que empezó a darse a conocer en el ambiente literario. En octubre de ese año pronunció el discurso La mujer ante el dolor de la Patria en la primera asamblea general del Frente Unido Pro Convención Constituyente, en el Ateneo Puertorriqueño. Escribió los dramas breves Llamita quiere ser mariposa, Paisaje marino, La parranda del sábado y Coplas jíbaras para ser cantadas.
En 1937 coinciden dos hechos significativos en la vida de Julia de Burgos: la ruptura de su matrimonio con Rubén Rodríguez Beauchamp y la edición privada de Poemas exactos a mí misma, que representa una de sus primeras manifestaciones líricas, cuyo paradero actualmente se desconoce. Al año siguiente conoció al médico y sociólogo Juan Isidro Jimenes Grullón, quien habría de convertirse en su más acrisolado amor.
Publicó además, en 1938, su obra Poema en veinte surcos y, en 1939, la Canción de la verdad sencilla, obra premiada por el Instituto de Literatura Puertorriqueña. Un año después viajó a Cuba, en donde conoció a múltiples intelectuales, entre ellos Juan Marinello, Juan Bosch, Raúl Roa y Manuel Luna. A partir de ese momento residió alternativamente en La Habana y Nueva York, dedicándose al periodismo y a la creación literaria.
El 18 de enero de 1940 llegó a la ciudad de Nueva York. A los quince días de su llegada concedió una entrevista al periódico La Prensa, que se publicó bajo el título "Julia de Burgos, poetisa puertorriqueña, en misión cultural en Estados Unidos". El 5 de abril de 1940 la Asociación de Periodistas y escritores Puertorriqueños rindió un homenaje público a Julia de Burgos y a Antonio Coll y Vidal en el Wadleigh High School Auditorium, en Nueva York.
En 1941 regresó a La Habana; en la universidad de la capital cubana se inscribió en cursos sobre variadas materias que despertaban su interés (griego, latín, francés, biología, antropología, sociología, psicología, higiene mental, didáctica). La relación con Juan Isidro Jimenes llegó a su final en 1942. Tras esa decepción amorosa, Julia de Burgos se estableció definitivamente en la ciudad de los rascacielos, en donde deambuló en busca de empleo. Durante algún tiempo trabajó como inspectora de óptica, empleada de un laboratorio químico, vendedora de lámparas, oficinista y costurera.
Julia de Burgos falleció en la ciudad de Nueva York, el 6 de julio de 1953. Todavía hoy su muerte sigue rodeada de misterio: fue encontrada inconsciente y sin identificación alguna entre la Calle 106 y la Quinta Avenida y falleció al ser trasladada al Hospital de Harlem. Ante la falta de identificación, su cuerpo fue enterrado en una tumba anónima; posteriormente sus restos serían trasladados a Puerto Rico y sepultados en el Cementerio de Carolina, el lugar más cercano posible al Río Grande de Loíza, que tanto la apasionó.
Póstumamente se publicaron El mar y tú y otros poemas (1954) y Yo misma fui mi ruta (1986). Bajo el título de Obra poética, el Instituto de Cultura Puertorriqueña recogió su lírica en 1961. Una muestra de sus versos figura en la Antología de la poesía cósmica puertorriqueña, publicada por Manuel de la Puebla en 2002, y en las grandes colecciones de poesía hispanoamericana, en las que suele ocupar una posición tan prominente como Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral y otras grandes poetisas del siglo XX.
La obra de Julia de Burgos se caracteriza por su singular fuerza expresiva; su apasionado romanticismo la llevó a desarrollar de una manera mística y metafísica temas como la naturaleza y el amor. La hondura y calidad de su producción poética, su extraordinaria capacidad para reflejar los problemas de la mujer de su tiempo, así como las excepcionales circunstancias que rodearon su vida y su muerte (envueltas en un halo de dolor, enajenación y desarraigo que la habían llevado a considerarse como una "desterrada de sí misma"), han hecho de ella una de las figuras más fascinantes no sólo de las letras puertorriqueñas de la primera mitad del siglo XX, sino de toda la literatura hispanoamericana contemporánea.
Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «Biografia de Julia de Burgos» [Internet]. Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/burgos_julia.htm [página consultada el 24 de julio de 2025].
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miércoles, julio 23, 2025
La GUERRA que NADIE ganó: ¿Por qué EE.UU no logró VENCER en COREA?"
Que triste y sola está la casa
El poema de Domingo Acevedo, "Que triste y sola está la casa", es una profunda reflexión sobre la pérdida, el paso del tiempo, la memoria y el amor familiar. A través de sus versos, Acevedo nos sumerge en un sentimiento de melancolía y nostalgia, evocando imágenes de un pasado que ya no existe.
Análisis de los temas principales
La pérdida y la ausencia: El tema central es la progresiva desaparición de los miembros de la familia. El "nos fuimos a vivir a otro lugar" y el "se fue lejos" marcan el inicio de la diáspora, mientras que la frase "Se murieron uno tras otro sin que pudiéramos hacer algo por salvarlos" subraya la impotencia ante la muerte. La casa, antes bulliciosa y llena de vida, se convierte en un símbolo de esta ausencia, quedando "triste y sola" con solo Juana María y Mamá.
La inminencia de la muerte: El poeta confronta directamente la inevitabilidad de la muerte: "Yo también moriré un día, todos nos moriremos irremediablemente". Esta reflexión sobre el "cruel destino de todo ser humano" añade una capa de fatalismo al poema, intensificando el sentimiento de melancolía.
La memoria y el olvido: La figura de la madre, "con sus noventa y cuatro años, sentada en su silla de ruedas, ya no se acuerda de mí, hace tiempo perdió la memoria", es particularmente conmovedora. Representa la fragilidad de la memoria y el dolor de ver a un ser querido desvanecerse en el olvido. A pesar de esto, el amor persiste: "pero todavía está viva y la queremos igual, con el mismo amor y la misma ternura de siempre".
El amor filial y la gratitud: A pesar de la tristeza, el poema está impregnado de un profundo amor y gratitud hacia los padres. El verso "Que pena, no tener vida para pagarles a ella y papá todo el amor que me dieron" es una poderosa expresión de este sentimiento. Se recuerdan "sus afanes y desvelos por hacerme feliz, por hacernos a todos felices en medio de la pobreza y el hambre".
La nostalgia de un pasado humilde pero feliz: El poeta evoca una época de "pobreza y el hambre", pero a la vez de "sufrimiento y disfrute". La expresión "lo tristemente felices que fuimos en nuestro escaso mundo de estrechez y miseria" encapsula la paradoja de una felicidad encontrada en la escasez, sustentada por el "maravilloso sentimiento de vivir fraternalmente juntos, bajo un mismo techo". La nostalgia se convierte en una "calidez" que mitiga la soledad del presente.
Estilo y tono
El tono del poema es melancólico, introspectivo y tierno. El lenguaje es sencillo y directo, lo que permite que el lector conecte fácilmente con las emociones expresadas. La repetición de la frase "Que triste y sola está la casa" al inicio y su resonancia a lo largo del texto refuerzan el sentimiento de soledad.
Conclusión
"Que triste y sola está la casa" es una obra que explora la complejidad de las emociones humanas frente a la pérdida y el envejecimiento, al mismo tiempo que celebra el amor incondicional y la fuerza de los lazos familiares. Es un recordatorio de que, incluso en la ausencia y el olvido, los recuerdos y el amor permanecen como un consuelo y un legado.
Que triste y sola está la casa
Que triste y sola está la casa, en ella solo quedan
Juana María y Mamá, ya nosotros nos fuimos a vivir a otro lugar, también
Leónidas se fue lejos con sus hijos y julio, Felipe, Sergio y Papo no
regresaran como de costumbre, en las tardes, después de sus labores al hogar.
Se murieron uno tras otro sin que pudiéramos hacer
algo por salvarlos de la muerte cierta y necesaria.
Yo también moriré un día, todos nos moriremos
irremediablemente, es el cruel destino de todo ser humano, terminar enterrado
bajo la tierra en un ataúd, para ser alimento de los gusanos.
A veces en la tarde llego a la casa con la
pesadumbre de la soledad y la nostalgia y miro a mamá con sus noventa y cuatro
años, sentada en su silla de ruedas, ya no se acuerda de mí, hace tiempo perdió
la memoria y la capacidad de caminar, pero todavía está viva y la queremos
igual, con el mismo amor y la misma ternura de siempre.
En su silla de ruedas me mira y sonríe como si se
acordara de mí, pero solo es la costumbre de verme todas las tardes llegar
hasta donde ella está y darle un abrazo de ternura.
Que pena, no tener vida para pagarles a ella y papá
todo el amor que me dieron.
Recuerdo sus afanes y desvelos por hacerme feliz,
por hacernos a todos felices en medio de la pobreza y el hambre.
Que época aquella en que sufrimos y disfrutamos
nuestra pobreza, lo tristemente felices que fuimos en nuestro escaso mundo de
estrechez y miseria.
Hoy nos queda la calidez de la nostalgia y los
recuerdos, de esa época en que compartíamos el maravilloso sentimiento de vivir
fraternalmente juntos, bajo un mismo techo.
Domingo Acevedo
El último yahi,
Datos Históricos
En agosto de 1911, un hombre apareció caminando lentamente desde el desierto californiano, con las costillas marcadas por el hambre y los ojos cargados de siglos de dolor.
No hablaba inglés. No tenía hogar. Y no pronunció su nombre.
Venía solo. Era el último yahi, una rama de los yana, exterminados por la violencia, la fiebre del oro y las enfermedades que los colonos llevaron a California.
Según la tradición de su pueblo, uno no debía decir su propio nombre. Pero ya no quedaba nadie para nombrarlo. Los antropólogos de la Universidad de California lo llamaron Ishi, que en su lengua significaba simplemente: “hombre”.
Lo llevaron al museo de San Francisco. No como exhibición. Sino como puente con un mundo que ya no existía.
Ishi enseñó a tallar puntas de flecha con obsidiana, a encender fuego sin fósforos, a hablar una lengua que ya nadie entendía. Compartió lo que recordaba. Y sobrevivía en él no solo la historia de un pueblo, sino la dignidad de un hombre que no eligió ser el último.
Los visitantes esperaban encontrar una curiosidad etnográfica. En cambio, encontraron a un ser humano: amable, sabio, lleno de humor y cortesía. Un sobreviviente que jamás perdió su humanidad.
Murió en 1916, de tuberculosis. Solo cinco años después de reencontrarse con el mundo.
No fue “el último indio salvaje”, como lo llamaban los periódicos. Fue el último testigo de una cultura arrasada. Y tuvo el valor de contarla.
A Ishi no lo recordamos por su muerte. Lo recordamos porque, incluso en el silencio, su voz aún resuena.
Tomado de la red.
No hablaba inglés. No tenía hogar. Y no pronunció su nombre.
Venía solo. Era el último yahi, una rama de los yana, exterminados por la violencia, la fiebre del oro y las enfermedades que los colonos llevaron a California.
Según la tradición de su pueblo, uno no debía decir su propio nombre. Pero ya no quedaba nadie para nombrarlo. Los antropólogos de la Universidad de California lo llamaron Ishi, que en su lengua significaba simplemente: “hombre”.
Lo llevaron al museo de San Francisco. No como exhibición. Sino como puente con un mundo que ya no existía.
Ishi enseñó a tallar puntas de flecha con obsidiana, a encender fuego sin fósforos, a hablar una lengua que ya nadie entendía. Compartió lo que recordaba. Y sobrevivía en él no solo la historia de un pueblo, sino la dignidad de un hombre que no eligió ser el último.
Los visitantes esperaban encontrar una curiosidad etnográfica. En cambio, encontraron a un ser humano: amable, sabio, lleno de humor y cortesía. Un sobreviviente que jamás perdió su humanidad.
Murió en 1916, de tuberculosis. Solo cinco años después de reencontrarse con el mundo.
No fue “el último indio salvaje”, como lo llamaban los periódicos. Fue el último testigo de una cultura arrasada. Y tuvo el valor de contarla.
A Ishi no lo recordamos por su muerte. Lo recordamos porque, incluso en el silencio, su voz aún resuena.
Tomado de la red.