Para Ángel, ya la
vida no tiene sentido, la guerra destruyó todas las cosas que amaba, a su
familia, a sus amigos a los animales, al bosque, por eso cuando cesó el
conflicto no encontró el camino de regreso a casa, a los brazos de Arelis, que
a duras penas sobrevivió a las inclemencias de la guerra, para esperarlo
recostada en los recuerdos y la soledad del tiempo perdido.
Ella, cuando
miraba la luna pensaba que él inalcanzable habitaba en ella, por eso se fue
muriendo de pena y olvido sin que nadie,
pudiera hacer nada por salvarla, de la soledad y los recuerdos.
Se murió de
nostalgia, una tarde de otoño en la puerta de la vieja escuela ya abandonada, esperando
el regreso de un fantasma que nunca llegaría a la cita final, porque se quedó
vagando, perdido en la ciudad en la que peleo con heroísmo, por un sueño, que
quedó trunco con la firma del armisticio aquel tres de septiembre del 1965.
A veces, ya viejo
y cansado, lo encuentro en la cafetera de la calle el Conde, lo invito a un
café y me cuenta con los ojos llorosos la misma historia de siempre, de como
aquellos jóvenes, pletóricos de heroísmo enfrentaron en la trinchera del honor
de la ciudad amurallada al grosero invasor.
De cómo logró
sobrevivir a los intensos combates de los días 15 y 16 de junio, cuando los
Gringos en vano, intentaron tomar la ciudad amurallada en los sueños y el
heroísmo de los combatientes de abril.
Luego, sin decir
palabras, se aleja cabizbajo y triste y pienso con pena, que a pesar del tiempo
transcurrido, sigue siendo el mismo niño de siempre, solitario y triste, con el
cabello ensortijado y rubio, los ojos claros, como dos pocitos de agua
cristalina y esa piel, con ese color tan pálido que en las noches bajo la luz
de los faroles de la ciudad colonial fosforece y que ahora atrapado entre la
soledad y los recuerdos, vive perdido en los oscuros laberintos de los sueños
de donde ya nunca más podrá escapar de la soledad y el olvido.
Domingo Acevedo.