Editorial y anexos de La Jornada
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Cambió la historia – Editorial
La elección presidencial de ayer es extraordinaria por donde se le vea y en muchas dimensiones marca un punto de inflexión en la historia de México y de América Latina.
Representa el triunfo de un proyecto transformador en lo político, lo social, lo económico y lo ético que se propuso conquistar el poder presidencial por la vía pacífica y democrática; asimismo, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, de su partido, el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), y de su coalición Juntos Haremos Historia, integrada además por los partidos del Trabajo y Encuentro Social, marca el fin de un ciclo de gobiernos que empezó en 1988 y llevó al país por un camino de desarrollo supeditado a la economía de Estados Unidos, a una dramática concentración de la riqueza, al crecimiento desmedido de la pobreza, al quiebre del estado de derecho en diversas regiones, a una alarmante corrupción y a asimetrías sociales que terminaron por generar una crisis de inseguridad y violencia, exasperación ciudadana y pronunciado deterioro institucional.
Los comicios de ayer no tienen precedente, además, por el resultado que da una mayoría absoluta al triunfador, por el elevado porcentaje de participación popular (cercano a 63 por ciento de la lista nominal), por el número de funcionarios electorales involucrados –cerca de un millón 400 mil– por la normalidad en que transcurrieron y se resolvieron –a pesar de incidentes muy lamentables, pero aislados, y de desaseos marcadamente regionales, como en Puebla y Veracruz–; también porque la elección desembocó en un reconocimiento adelantado al triunfador por parte de sus rivales, José Antonio Meade y Ricardo Anaya. A esos discursos se unieron, tres horas más tarde, el anuncio de las tendencias –irreversibles– del Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) por parte del consejero presidente del Instituto Nacional Electoral y del mensaje en cadena nacional del presidente Enrique Peña Nieto, quien se desempeñó a la altura de un estadista. Esas alocuciones democráticas despejaron cualquier escenario de conflicto y apaciguaron los ánimos sociales y las incertidumbres económicas y financieras que hubieran podido subsistir. Por lo demás, no dejó de resultar sorprendente para muchos que el grupo en el poder haya terminado por reconocer el triunfo electoral de una propuesta de viraje nacional que fue bloqueada en 2006 y 2012.
Después de tres décadas de gobiernos neoliberales, el proyecto de nación que servirá de base al programa de gobierno del dirigente tabasqueño y ex jefe de Gobierno capitalino propone una senda claramente diferente a los lineamientos seguidos por las últimas administraciones –y retomados, en lo fundamental, por los aspirantes presidenciales de los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional con sus respectivas coaliciones, José Antonio Meade y Ricardo Anaya– y a las prioridades del sector público, empezando por la construcción de un estado de bienestar, la redistribución de la riqueza, el rescate del campo y el énfasis en la generación de empleos, la incorporación masiva de los jóvenes a la educación superior, la inclusión de grupos hasta ahora marginados, la austeridad republicana en el servicio público, diversas modalidades de recuperación del dominio de la nación sobre los recursos naturales y la soberanía nacional.
Independientemente de cuánto de ese programa pueda concretarse, el hecho de que haya recibido un apoyo abrumador en las urnas habla del dramático cambio de enfoque en el ánimo nacional. El país consumó ayer, en suma, un cambio de paradigma de gran trascendencia para los años venideros.
Ese proyecto no nació en las recientes campañas ni en los comicios presidenciales pasados o antepasados. El ideario de la coalición Juntos Haremos Historia tiene raíces de muchas décadas en movimientos obreros, campesinos y sociales, así como en luchas partidistas por la democratización del país, y reúne medio siglo (o más) de experiencias de movilización, participación y resistencia de buena parte de las izquierdas nacionales. Es la más reciente expresión de una visión alternativa que hasta hace unos años parecía aplastada por el pensamiento único característico del neoliberalismo, y es justo reconocer que tras el éxito electoral de López Obrador están la tenacidad y la abnegación de miles de activistas, dirigentes, militantes, intelectuales, informadores y simples ciudadanos que consagraron parte o la totalidad de sus vidas a una transformación con sentido social y popular. Debe admitirse, ciertamente, el tesón empeñado por el propio candidato triunfante en la construcción de una dirigencia y de una organización capaz de llevarlo a la Presidencia por la vía electoral.
En suma, el país debe felicitarse por la consecución de una madurez democrática que se traducirá en una renovada legitimidad institucional y en un nuevo estadio en la vida republicana, por el clima propicio a la reconciliación nacional que deja la contienda y por el fin de un tramo político y económico de consecuencias devastadoras que había llegado al pleno agotamiento.
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El día después —John M. Ackerman
No es momento para triunfalismos. La victoria ciudadana en las urnas con Andrés Manuel López Obrador es apenas el primer paso hacia la transformación de la República. La llegada de un hombre honesto y digno a la Presidencia de la República implicará un cambio radical en las altas esferas del poder y un nuevo contexto para el florecimiento de la sociedad civil. Sin embargo, el futuro de México no dependerá de lo que haga o deje de hacer un solo hombre, sino de las acciones de cada uno de nosotros.
¿La oligarquía aceptará su contundente derrota en las urnas? ¿Qué harán los periodistas cómplices con el régimen corrupto ahora que se les acaban los moches desde el poder? ¿Y el gobierno de Enrique Peña Nieto entregará tranquilamente el poder al nuevo presidente electo?
La lucha por la justicia social y un buen gobierno apenas se inicia. La jornada electoral de ayer fue marcada por una serie de graves irregularidades: desorganización en la instalación de las casillas electorales, insuficientes casillas especiales, robo de urnas, violencia callejera, un operativo masivo de compra y coacción del voto, presión sobre beneficiarios de programas sociales y la continuación de las llamadas de intimidación. Frente a estos graves problemas, las instituciones públicas hicieron poco o nada para defender la legalidad del proceso electoral.
Pero a pesar de la indolencia y la complicidad de las autoridades electorales, los ciudadanos acudieron masivamente a las urnas para expresar su voluntad respecto de la conformación del nuevo gobierno de México. El pueblo rebasó a las instituciones y se escuchó su grito de hartazgo, de coraje y de esperanza por todos los rincones de la República.
La tarea ahora no debe ser la construcción de una unidad falsa, cómplice y superficial, sino de generar una coalición entre las diferentes corrientes democráticas, una verdadera alianza desde abajo y a la izquierda que cuente con suficiente fuerza para transformar de fondo al sistema autoritario imperante.
No podemos repetir los errores de Vicente Fox. El pacto de transición debe ser con la ciudadanía, no con la oligarquía o los mismos corruptos de siempre. La única forma para llegar al fondo, de extirpar de raíz los graves problemas de corrupción, pobreza e ilegalidad es a partir de una transformación profunda de las formas de gobernar.
No mentir, no robar y no traicionar, así resume López Obrador su proyecto de Nación. Estas tres expresiones no pueden quedarse como un simple discurso electorero, sino que deben convertirse también en los estandartes de su próximo gobierno. No mentir significa informar, de manera plena y con total transparencia, a la sociedad sobre todos los gastos, las acciones y los planes del gobierno. No robar implica acabar de una vez por todas con la corrupción en absolutamente todos los niveles de la administración pública federal. No traicionar significa cumplir con las altas expectativas del pueblo mexicano con respecto al crecimiento económico, el fin de la pobreza y la construcción de la paz y la justicia.
No podemos dejar solo a López Obrador. Si bien la crítica al poder gubernamental es siempre esencial, también tenemos que tener claro que los gobiernos de izquierda se enfrentan a enormes retos con respecto a su relación con los poderes llamados fácticos que operan fuera de la institucionalidad democrática, como los oligarcas, los narcotraficantes y los grandes medios de comunicación.
La sociedad mexicana ha dado una enorme muestra de valentía, de fuerza y de dignidad el domingo, primero de julio. Celebremos la victoria. Nos la merecemos después de tantas décadas de luchas constantes por la justicia y la democracia, en las cuales han ofrendado sus vidas miles de héroes anónimos.
Pero también hay que ponernos a trabajar. Hoy se abre una enorme oportunidad histórica para un cambio verdadero. No dejemos pasar este precioso momento para poner, cada quien, su granito de arena.
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AMLO y el poder real – Carlos Fazio
Ayer, primero de julio, millones de mexicanos salieron a votar, y si no hubo un fraude de Estado monumental, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) será el próximo presidente de la República. De no ocurrir nada extraordinario en el periodo de transición, el primero de diciembre próximo AMLO deberá asumir el gobierno. Pero en ese lapso, y aún más allá del mediano plazo, el poder seguirá estando en manos de la clase capitalista trasnacional.
Es previsible, también, que a partir de este 2 de julio, el bloque de poder (la plutonomía, Citigroup dixit), incluidos sus medios hegemónicos (Televisa y Tv Azteca, de Azcárraga y Salinas Pliego, ambos megamillonarios de la lista Forbes), y sus operadores en las estructuras gubernamentales (el Congreso, el aparato judicial, etcétera), escalarán la insurgencia plutocrática buscando ampliar sus privilegios y garantizar sus intereses de clase, y para seguir potenciando la correlación de fuerzas en su favor.
Más allá del ruido de las campañas, el proceso electoral transcurrió bajo el signo de la militarización y la paramilitarización de vastos espacios de la geografía nacional, y de una guerra social de exterminio (necropolítica) que elevó los grados de violencia homicida a límites nunca vistos en el México moderno, similares a los de un país en guerra (naturalizándose en vísperas de los comicios el asesinato de candidatos a cargos de elección popular).
Como recordó Gilberto López y Rivas en La Jornada, ese conflicto armado no reconocido es la dimensión represiva de lo que William I. Robinson denomina acumulación militarizada, cuya finalidad es la ocupación y recolonización integral de vastos territorios rurales y urbanos para el saqueo y despojo de los recursos geoestratégicos, mediante una violencia exponencial y de espectro completo que es característica de la actual configuración del capitalismo; el conflicto y la represión como medio de acumulación de la plutonomía.
Para ello la clase dominante hizo aprobar la Ley de Seguridad Interior. Y está latente, para su ratificación en el Senado, la iniciativa de Diputados de quitar el fuero al presidente de la República; la denominada estrategia de lawfare aplicada a Dilma Rousseff y Lula da Silva en Brasil, que implica el uso de la ley como arma para perseguir y destruir a un adversario político por la vía parlamentaria y/o judicial; una variable de los golpes suaves de manufactura estadunidense que podría revertirse contra AMLO.
Al respecto, y más allá de su giro hacia el centro y el rediseño de su programa de transición reformista −capitalista, democrático y nacional, con grandes concesiones al bloque de poder dominante−, la llegada de López Obrador al gobierno pudiera implicar, en principio, una ralentización o respiro (Galeano dixit) a la tendencia del mentado fin de ciclo progresista y restauración de la derecha neoliberal en América Latina.
El impulso de una nueva forma de Estado social, sin ruptura frontal con el Consenso de Washington, significará, no obstante, un cambio en la correlación de fuerzas regionales y tendrá tremendo impacto en los pueblos latinoamericanos. Por ello no es para nada inocente –o simplemente centrada en la profundización de las políticas de cambio de régimen en Venezuela y Nicaragua− la reciente gira neomonroísta del vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, por Brasil, Ecuador y Guatemala.
Cabe recordar el inusualmente crítico editorial del Washington Post del 18 de junio, que asumió como suficientemente creíbles los nexos de colaboradores cercanos de López Obrador con los gobiernos de Cuba y Venezuela, y las declaraciones del senador republicano John McCain, tildando a AMLO como un posible presidente izquierdista antiestadunidense y las del actual jefe de gabinete de la administración Trump, general (retirado) John Kelly, quien afirmó que López Obrador no sería bueno para Estados Unidos ni para México.
Según asesores de política exterior de AMLO, ante Washington, su gobierno antepondrá la defensa a ultranza de la soberanía nacional; revisará el marco de la cooperación policial, militar y de seguridad (DEA, CIA, ICI, Pentágono, etcétera), y bajo la premisa de que la migración no es un crimen, incrementará la protección de los connacionales irregulares, como si fuera una procuraduría ante los tribunales de Estados Unidos. También revisará los contratos petroleros y de obra pública. Lo que sin duda traerá fuertes confrontaciones con la Casa Blanca y la plutocracia internacional.
Como dice Ilán Semo, en México la Presidencia de la República encierra potencialidades simbólicas insospechadas; una suerte de carisma institucional. No importa quién la ocupe, incluso a un inepto (pensemos en Vicente Fox), el cargo le trasmite un aura: es el Presidente. Tras la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana, AMLO quiere trascender a la historia como el hombre de la cuarta transformación. Pero para ello se necesita un cambio de régimen e impulsar grandes saltos en la conciencia política de los sectores populares; sin un pueblo organizado y movilizado tras un proyecto de cambio radical y profundo, no hay carisma que alcance.
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