lunes, diciembre 01, 2025

Bridget “Biddy” Mason.




No llevaba zapatos. Solo voluntad. Caminó casi 2.700 kilómetros con un bebé en brazos y dos niñas detrás, atravesando desiertos que quemaban, montañas que congelaban y días en los que la esperanza era el único alimento.

Se llamaba Bridget “Biddy” Mason. Nació esclavizada en Georgia. Sus primeros treinta años fueron trabajo sin paga, dolor sin protesta, obediencia sin opción. Pertenecía a alguien. Y aun así, dentro de ella, algo permanecía intacto.
En 1847 su dueño decidió mudarse al oeste. La distancia era brutal. Carretas avanzaban. Ella caminaba. Sangre en los pies, el hijo en el pecho, el viento arrancándole el aliento y aun así un paso, y otro, y otro. Porque si ella se detenía, sus hijas también. Y detenerse era perderlo todo.
Cuando llegaron a California en 1851 descubrió una verdad que debía haber sonado como un milagro: era tierra libre. Legalmente ella ya no era esclava. Pero la libertad escrita en papel no significa libertad en la vida. Su captor no la dejó ir. La retuvo cinco años más, silencio y amenaza, intentando arrastrarla de vuelta hacia un lugar donde él pudiera poseerla para siempre.
Entonces Biddy tomó la decisión más valiente de su existencia. No en el camino. En los tribunales. El 19 de enero de 1856 se presentó ante un juez en Los Ángeles. No sabía leer ni escribir, no tenía dinero, poder, ni siquiera apellido. Pero habló. Y el juez la escuchó. Y ese día, con un golpe de madera sobre la mesa, Biddy Mason dejó de ser propiedad y se convirtió en mujer libre. Tenía 38.
Sin embargo, su grandeza empezó después.
Trabajó como partera y enfermera. Guardó monedas en su delantal, una sobre otra, hasta comprar un terreno en el centro de Los Ángeles en 1866. Se convirtió en una de las primeras mujeres negras en poseer propiedad en la ciudad. Y más tarde, en una de las más ricas. Pero esta es la parte que la vuelve extraordinaria: regaló la mayor parte.
Dio cama al que no tenía techo. Dio comida al que no tenía pan. Pagó cuentas ajenas sin pedir nada a cambio. Fundó una guardería donde los niños de madres trabajadoras estuvieran seguros. Ayudó a levantar una iglesia que aún resiste. Y cuando le preguntaron por qué, respondió con una llave que aún abre puertas: “Si mantienes la mano cerrada, nada bueno podrá entrar”.
Biddy Mason caminó siendo esclava… y murió siendo raíz. No acumuló riqueza para sí, sino para quienes venían detrás. No solo cruzó un continente: cruzó el límite entre lo que se espera de alguien y lo que alguien puede llegar a ser. Su historia recuerda que el poder más grande no es poseer, sino liberar. No es conservar, sino dar. No es sobrevivir… sino transformar.
Y Biddy transformó.

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