Más allá de la miserable realidad de nuestra existencia, nuestra alegría permanece intacta bajo los escombros púrpuras de los amaneceres efímeros del invierno tropical.
Nuestra rebeldía nos llevó a ser felices en medio de tanto horror, nada nos detuvo, ni el peso de las cadenas, ni la pobreza, ni el hambre, ni la lluvia eternizándose en el camino.
En las noches alrededor de la luna, en una danza olvidábamos nuestras penas. El ritmo de las tamboras y el calor de las hogueras nos emborrachaban de felicidad y nuestros cantos hacían florecer el maíz y multiplicaba los panes en las manos del hambre.
Bajo el gran árbol de la noche, florecido de constelaciones y estrellas, con fuego escribíamos nuestra historia en los pergaminos del tiempo, lo tristemente felices que éramos en esa estación donde aún fluye la sangre en el inminente trayecto de la aurora, por donde todos los días, los fantasmas de Miche, Amantina y la abuela Mama tita se aleja hacia la ciudad dejando sobre el rocío, retazos del alma evaporándose con el sol de este amanecer que tejieron entre mis ojos las manos analfabetas y tiernas de la tatarabuela, que se murió de ausencia en las habitaciones del verano, esperando ver como en noviembre en la luna llena las planicies del sur se llenan de unicornios.
Domingo Acevedo.