miércoles, mayo 28, 2014

Libertad para Oscar Lopez Rivera.


martes, mayo 27, 2014

René del Risco Bermúdez.

Pedro Conde Sturla MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO

La noche del 20 de diciembre de 1972, René del Risco Bermúdez  acudió a una cita con el destino en la avenida George Washington –el malecón de la ciudad capital. Era una cita al parecer ineludible, a juzgar por las veces que había sido presentida: una cita con la muerte prematura, muerte a destiempo junto al mar que el poeta amaba.
El hecho trágico que enlutó a su familia, también ensombreció y traumatizó al mundo de las letras, y entre los escritores jóvenes y menos jóvenes se extendió un sentimiento de vacío y orfandad. No era, ciertamente, para menos. A los “treinta y siete años de edad y en perfecta salud”, Whitman había comenzado publicar sus Hojas de hierba. Casi a la misma altura de la vida, en pleno goce de sus facultades intelectuales, René del Risco Bermúdez se retiró bruscamente del escenario en que había obtenido el más amplio reconocimiento, llegando a ocupar un espacio privilegiado, único entre los miembros de las nuevas promociones. De hecho, y a pesar de su partida a destiempo, se reveló como el más sobresaliente talento literario de su generación, quizás de varias generaciones.
Del Risco nació en 1936 en Macorís del mar, tierra de peloteros y poetas, y en la práctica soñó con ser ambas cosas. La pelota, como deporte, se respiraba en el aire: la poesía la llevaba en la sangre, siendo  nieto de Federico Bermúdez, el notable cantor de Los humildes. Hoy se sabe que descolló como animador, publicista, narrador y poeta, aunque no como pelotero. Eso sí, fue fanático irreductible de los Tigres del Licey.
Como tanto jóvenes de la época, Del Risco participó –ya se he dicho- en la lucha política antitrujillista dentro del Movimiento Revolucionario 14 de Junio y conoció temprano la cárcel –“fruta negra”,  la llamaba Roque Dalton. Allí sufrió vejaciones y torturas que no doblegaron su espíritu, pero dejaron huellas en su cuerpo, un cuerpo que mostraba las clásicas quemaduras de de cigarrillos en las espaldas y señales inequívocas de martirio en las uñas.
Antes y después de su breve estación en el infierno, desempeñó variados oficios y al parecer alguna vez quiso ser abogado, según demuestra el hecho de haberse inscrito en la Facultad de Derecho de la universidad estatal, única a la sazón en el país. Por lo demás, no hay que acudir a su biografía para obtener información pormenorizada de primera mano. Muchas de sus empresas en la lucha por la vida –incluyendo su “fracaso como pelotero”- están documentadas en unos versos de iniciación que hoy resultan casi sorprendentes por su carácter festivo, excepcional y extrañamente festivo:
...................................
yo caí, me recogieron,
me acostaron en el jón,
y en aquella situación
¡momento grave y severo!
dejé de ser pelotero
y cambié de profesión.
He tenido profusión
de profesiones y empleos;
he dado mil zigzagueos
en una y otra cuestión.
He vendido desde ron
hasta espacios de parqueos,
........................................
“Qué es usted? Si me preguntan
en un barrio: “¡Locutor!”
en un salón?: “¡Escritor!”
en un patio?: “¡Tamborero!”
en la iglesia soy santero
y en la calle...Yo, que soy?
Por el mismo estilo, Del Risco amaba definirse como “poeta y cumbanchero”, y al decir de alguno de sus íntimos quería que le pusieran este mote en su epitafio. Afortunadamente se destacó más como baladista que como cumbanchero: Del Risco escribió, en efecto, letra de canciones de inspiración honda y genuina, entre las cuales se recuerdan “Si nadie amara”, “Magia”, “La ciudad en mi corazón”,  “Mira que mundo”, “Matices”, “Así, tan sencillamente” y “Una primavera para el mundo”. Algunas de éstas alcanzaron éxito en las voces de notables intérpretes de la talla de Horacio Pichardo, Francis Santana, Fernando Casado, Niní Cáfaro, Luchy Vicioso, Felipe Pirela y Marco Antonio Muñiz.
Por añadidura, el hombre fue un brillante publicista. Publicista, quizás, a regañadientes, a contrapelo de su vocación literaria, quizás a contraconciencia, quizás como simple manifestación de su desbordante energía intelectual. No se sabe. En todo intento de aproximación a una vida y una obra cabe un margen razonable de duda. De lo que nunca podrá dudarse es de su humanidad  y talento.
Su producción literaria incluye cuentos, sonetos y poemas en versos libres que fueron recopilados, en su mayoría, después de su muerte. También anunció el poeta  una novela, Del júbilo a la sangre, de la cual se desconocen detalles más o menos precisos.
La primera edición de los cuentos se publicó bajó el título de una de una de sus narraciones: En el barrio no hay banderas (1974), mientras que los Cuentos y poemas completos aparecieron en una edición incompleta que data de 1981.
Casi toda la obra conocida de René del Risco cubre un arco de tiempo comprendido entre 1961 y 1972. En vida sólo publicó un libro: El viento frío (1966), pero sería un libro memorable, un libro de época, generacional, destinado a convertirse en parte esencial de la realidad que lo inspiró, un libro vivo, palpitante de historia y de hondas vibraciones sociales.
Algunos de los aspectos más notables de la poesía de René del Risco –la parte sumergida del iceberg- se encuentran en los sonetos mencionados, sonetos escritos, por cierto, a la sombra de José Ángel Buesa. Este dato es, desde luego, anecdótico y paradójico: el poeta y revolucionario que junto a Miguel Alfonseca iba a inaugurar en su tierra una nueva era y un nuevo sentir literarios, se inició espiritualmente en la capilla de un romántico rezagado, exiliado cubano por más señas. La madeja de las contradicciones no se despeja por el hecho de que el novicio recibiera en edad temprana tales influencias, ni en virtud de que las obras de Buesa rivalizaran en su época con el volumen de popularidad y venta de las  obras de los grandes maestros latinoamericanos, incluyendo a Neruda. En rigor, René del Risco Bermúdez se mantuvo siempre fiel al espíritu romántico de Buesa, logrando producir –eso sí- una síntesis o por lo menos una simbiosis entre el caudal erótico, personalista, y el aliento social en olor de multitudes.
Desde los más tempranos sonetos de René se anunciaba lo que sería el gran tema de su obra: el tema de la muerte. Esa muerte, la misma muerte que en la poesía de Alfonseca constituye un motivo esencial, lo arropa todo en la poesía de Del Risco. La diferencia estriba en que en uno la muerte es sentimiento y en el otro, a la vez, presentimiento. Prácticamente no hay en la obra de René un resquicio poético –uno sólo- por donde no se lea o se avizore a la muerte, la muerte fiel, la muerte convidada. Eso podría explicar su admiración por cierta zona de la poesía de Buesa. Por ejemplo, en “Pequeña muerte”, Del Risco traduce casi la misma idea necrófila  del Buesa deOasis, aquel que dice: “Después de haber vivido la mitad de la muerte/ hay que seguir muriendo lo que aún queda de vida.” Véase si no:
Dime por qué tu insistes y te empeñas
en negar esta muerte que no escribes,
si es esto de soñar lo que no vives
un modo de morirte en lo que sueñas.
...........................................................
Comprende que estás vivo, que moriste
en toda aquella vida que viviste,
que no podrá el pasado retenerte.
En “La casa”, que es una pieza excelente, una de las mejores, el poeta expresa un sentimiento parecido:
Todo ha ido muriendo lentamente en tu pecho
y seguirá muriendo, hasta que tú te mueras.
“Soneto ante la rosa” es una variación, una de sus tantas variaciones sobre el tema:
Hay un silencio en ti, hay una cosa,
una callada muerte que reposa,
una lejana muerte suspendida...
nada comienza en ti, nada clausuras,
en ti sólo es presencia lo que duras
abriéndote y cerrándote en la vida...!
El conjunto de sonetos consta de unos veintidós en total, si se aceptan ciertas licencias, pues hay varios con colas y modalidades que escapan al rigor de la preceptiva. Dentro de este conjunto, pocos se apartan de la idea de la muerte, o de un cierto tipo de muerte, exceptuando algunos ardientes y gozosos como “Este soy”:
Este soy yo, tu llama, tu alimento,
tu herradura, tu pan, tu todavía,
tu tibia alternativa, tu alegría,
tu ceniza final, tu aturdimiento.
Por lo general, el poeta no se disimula, no se llama a engaños, se muestra como se siente: abatido, pesimista, incurablemente depresivo y paranoico, aparte de fatalista. Casi siempre está prevenido, receloso, a la defensiva. Casi siempre se muestra suspicaz, desconfía de lo que se le ofrece al disfrute puro y simple de los sentidos. Nadie como René sabe encontrar amargura en los más dulces néctares: nadie como él sabe trocar la miel en hiel. He aquí una muestra, una de muchas:
Toco tu mano, y ya soy diferente,
dispuesto a la ternura, me dominas
y siento que en silencio me caminas
venciendo mi amargura combatiente.
.........................................................
Yo sé que esto no es cierto, sin embargo,
que el mundo sigue siendo tan amargo
como ante de que en sueño lo conviertas...!
De cualquier manera, hay que admirar sin reservas la superior lucidez del artista, la forma en que asume su sentimiento trágico de la vida, tal y como se pone de manifiesto en otras facetas de su obra. Así, en “Tiempo de espera”, aparecen ya claramente definidos los elementos claves de su poética y de su personalidad poética:
Casi muriendo ya, sólo en la espera
del  prometido día sin quebranto,
sobre la dura piedra de mi canto
establecí mi Patria verdadera.
Aparté mi lucero, mi bandera
de amarga soledad alzada en tanto
nutrí de dura luz mi desencanto
de paloma angustiada y prisionera.
Aquí mora mi voz, aquí en la esquiva
soledad donde espero la misiva
de alegre fuego o muerte mensajera;
aquí se nutre el arpa, aquí detengo
el poderoso arco que sostengo
para que el entusiasmo no se muera.
Los poemas en versos libres de René del Risco Bermúdez conforman la zona menos intimista de su obra, sin duda la más aguerrida y a la vez el tono menor de su poesía, con excepción de algunas piezas claves. Aquí desde luego no está ausente -ni podía estar ausente- el tema o ritornelo de la muerte. No ya la muerte propia, la muerte presentida que lo embarga desde sus raíces, sino la muerte ajena, la muerte de los otros. René llevó un registro poético, bastante minucioso por cierto, de sus compañeros de ideales caídos entre 1963 y 1971. Varias de sus composiciones, entre las que se cuentan “Por la muerte de muchos” y “Aquí o en otras tierras”, exaltan la memoria de Jacques Viau Renaud. En “Palabras al oído de un héroe” rinde tributo a Manolo Tavárez Justo, y en “No está bien, sin embargo”, recuerda  Maximiliano Gómez (El Moreno). Esta es, sin duda –por su ritmo, frescura y sentimiento- la composición más sobresaliente del grupo, un verdadero logro de equilibrio poético-emocional:
Está bien si la fruta picoteada
se desprende del tallo y viene a tierra
y enloda su dulzura;
siempre queda
el mundo en grave paz,
no ocurre nada.
            .........................
Está bien la paloma en la cornisa
el beso en la mejilla, la mirada
espejo de la risa
y la imprecisa
frontera entre la noche y la alborada.
Bien la mujer que siempre me acompaña,
bien la mesa del pobre, el agua fresca,
el pan elemental, la simple araña,
bien que llueva, que escampe,
y que anochezca.
Hay que aceptar el mundo en su inviolable
redondez planetaria o de moneda,
justa es la soledad, es aceptable,
la vida y el cansancio que nos queda.
Lo que no puede ser, lo que no entiendo
es que tú como un pájaro cansado
de mucha libertad, de haber cantado
en el árbol más alto y más abierto,
mueras así, de un modo tan sencillo,
tan en paz, tan sin plomo, ni cuchillo,
que a mí se me haga extraño
que estés muerto...!
La lista de estos poemas conmemorativos se completa con una media docena de títulos que incluyen: “Unas palabras con Che Guevara muerto”, “Por todos nuestros muertos, “Oda erguida en la muerte de Julián Grimaud”, “Canto para un muchacho de mi pueblo”, “Oda a César Bautista” y “Oda  sobre la tumba de mi amigo Jesús”. En general, se trata de textos mediocres, intrascendentes, que no salen del montón, y en ningún caso se elevan a la altura de “No está bien, sin embargo”, pero que en cualquier caso dan muestras del genuino interés del poeta en la preservación de sus vínculos originales: preservación de sus ideales.
Otra zona, igualmente dispareja, de su poesía en versos libres recoge una especie de crónica de aquella época convulsa en la que a Del Risco le tocó participar. Si unas veces derramó la miel de su poesía sobre sus seres queridos, otras veces arrojó veneno –merecido veneno- contra invasores y traidores. “¡Caramba, General!”, por ejemplo, es una sátira contra un conocido militar destituido graciosamente de su cargo por un designio de la Presidencia.
Algunas de las más representativas composiciones de este grupo forman parte de un auténtico rosario de lamentaciones por el destino de la patria invadida. Entre las más dolientes se cuentan “Oye, patria”, “Palabras para invasores”, “Ofrenda lamentable a un general invasor”, así como la gallarda “Oda gris por el soldado invasor”.  Esta última, muy celebrada en su tiempo, no carece de cierto valor histórico y poético:
Venido de la noche,
quizás de lo más negro de la noche,
un hombre con pupilas de piedra calcinada
anda por las orillas de la noche...
De oscuro plomo el pie y hasta los besos
viene del vientre lóbrego de un águila
que parirá gusanos y esqueletos
para llenar su mar, su territorio...
Y aquí está saltando por las sombras,
por detrás de alambradas y del miedo,
recorriendo caminos enlodados
con palabras de sangre para todos...
Dentro de su producción en versos libres, René del Risco reservó, por supuesto, lugar para el amor. Ese amor, igual que en la poesía de Alfonseca, suele encontrarse en el reverso de la medalla, en la otra cara de la guerra y la muerte, pero fundido igualmente con la guerra y la muerte, y a menudo con un paisaje marino bailando al fondo. Véanse, por ejemplo, “Carmen sugerida junto al mar” y “La amiga de la guerra”, y sobre todo “Palabras por Eurídice perdida” y “Palabras para Eurídice”, que son las mejores de este conjunto de marinas. En ellas, las criaturas del paraíso se trenzan junto al mar, amándose dichosas las unas sobre las otras:
Palabras de leñador yo te decía
cuando caía sobre ti
sobre tus ágiles piernas
y la espuma jugaba entre tus dedos frágiles...
¡El mar, Eurídice!
Pero la dicha, como de costumbre, dura poco, muy poco en casa del pobre. Fatalmente, una “dolorosa certidumbre”, un “cruel presentimiento” hacen nido en el “corazón oscuro y caluroso del poeta. No podía ser de otra manera.  Aquel amor, aquella etapa dichosa no sobrevivirían al cambio brusco de las circunstancias.
Nadie hubiera podido robarnos aquel mar
aquella ardiente edad entre los árboles,           
si el cuerno de la guerra
no aturde nuestra frente
con su sombrío aliento de cenizas...
Es importante notar, en este punto, cómo el sentido del amor en la poesía de Del Risco se corresponde plenamente con su sentido de la vida –con su sentido trágico de la vida-, y estos a su vez con su sentimiento religioso. En casi todos los casos sale a relucir su humanidad doliente y fecunda, así como su concepción epicúrea de la existencia. Cierto es que el tema religioso lo toca pocas veces, pero cuando lo toca lo hace con altura, como corresponde. Así se manifiesta plenamente en uno de sus poemas más tempranos, “Palabras a Dios”, que data de 1961:
No serán perseguidos de tus ejércitos de Ángeles, Señor
estos que ahora no hacen más que celebrarte
en su propio deleite;
porque vivir sin ti es esperarte
con el pecho manchado por la inocente culpa;
por esa culpa, Dios, que no podemos eludir
los que de ti descendemos por milagro.
Aparentemente lo seduce al poeta la creencia en un dios verdaderamente bondadoso, ajeno a la idea del infierno, un auténtico dios de redención espiritual y social:
He aquí Señor que estoy en ti,
que está en la tierra tu hijo
como tu lo has querido;
sin sucias lágrimas que me impidan verte
en la hora preciosa del dolor
y esperando con fe la buena miel y la abundante leche
que ha de manar un día
bajo los pies salvados de los hombres,
de esta tierra que tú nos regalaste.
En la obra poética de René del Risco Bermúdez, El viento frío sobresale por su dimensión poética y humana. En esta fase de su producción, el código ético-estético reposa en un ideal menos epicúreo que político. Conceptualmente, su poesía aspira ahora a realizarse en lo social y aparece más definido el compromiso: un compromiso de solidaridad con sus semejantes. Nótese de inmediato que El viento frío es un libro de atmósfera. Atmósfera más bien enrarecida a pesar de la brillantez del paisaje. Atmósfera de un agobio –frustrante, traumática, depresiva. Atmósfera de una derrota que no dejó de ser gloriosa. Atmósfera donde el amor y el desamor se conjugan permanentemente con el hastío, la soledad, la tristeza y la muerte. Muerte y memoria en el escenario de la ciudad innombrada, crónica de un mundo enfermo de egoísmo, epopeya íntima de un poeta que muere de muerte ajena.  
En términos sociales, El viento frío expresa el punto de vista del combatiente intelectual pequeño burgués que se reintegra al orden, un orden restablecido mediante el habitual expediente de brutalidad por tropas yanquis, necesariamente yanquis.
Lloviendo sobre mojado, puede afirmarse que El viento frío  es el símbolo de la frustración de la pequeña burguesía comprometida con los cambios sociales. Ninguno de los autores que vivieron las jornadas heroicas y esperanzadoras de abril, ha dejado de sentir el soplo del viento frío. Esto es, la resaca de la guerra, la aceptación obligada de las limitaciones del ambiente, el reingreso en un presente sacudido pero intacto, medianamente soportable por la confianza en un futuro. Un futuro incierto, sin embargo, castigado, postergado por el monstruo de la represión que se tragó cuatro mil vidas en doce años de continuismo balaguerista.
En las hermosas y certeras palabras de Juan José Ayuso, El viento frío “es viento de derrota y desilusión, es viento de enterrar sueños, es aire frío que sopla de noche en la tumba sin luz donde reposan las derrotas de los hombres...”.
El escenario se reduce a la ciudad, y la ciudad se reduce al ángulo sitiado por los invasores entre el mar y el río: la zona colonial y sus alrededores. No se la nombra porque es una ciudad simbólica, ciudad cementerio, ciudad de lutos recientes, ciudad falsa poblada por especies de fantasmas que viven una vida de mascarada. Junto a ellos se encuentra una minoría selecta. Ilusos que se niegan a vegetar, rebeldes que no dan por terminada la revolución y actúan con hechos o palabras. Contra todos –fantasmas, ilusos y rebeldes- el poder afila sus instrumentos. A fuerza de conformismo y a fuerza de represión, la sociedad restablecida sana, se limpia el rostro de la ciudad innombrada. El gobierno invierte en obras públicas de relumbrón, política de vitrina. Los aparatos de presión del estado dominico-americano  seleccionan sus víctimas. Uno por uno –cuando no en grupos- irán cayendo los dirigentes de la revolución. Dirigentes, activistas, comandantes: artesanos del sueño que se hundía. También cayeron otros –cientos de otros- que sólo tenían la culpa de ser inocentes, inocentes atrapados por la lógica del poder en situaciones de terror. Esto es, infundir miedo en los que están, incluso en los que no están.
Ambiente y circunstancias determinan, como se ha visto, actitudes extremas, influyen sobre todo en el punto de vista del observador. He aquí un dato interesante: la puesta en escena de El viento frío  está condicionada por una estrecha faja de espacio libre dentro de la ciudad zombi. Desde esta perspectiva, hay que notar que la mayoría de los textos parecen haber sido escritos o pensados desde un balcón (igual que algunos de los poemas de Alfonseca), casi como buscando aire para escapar de la asfixia de posguerra. En efecto, el balcón es el sitio de observación privilegiado para fines de orientación. Desde el balcón se domina el espacio físico que ocupa la estructura poética, una estructura ausente, como diría Humberto Eco, calculada al milímetro, incluso visible, pero ausente físicamente: espejismo que engaña a los sentidos sin dejar de ser realidad para los ojos.
En menor medida, cafetería y cinematógrafo cumplen funciones similares a las del balcón, pero con una sutil diferencia: la cafetería, como el cinematógrafo, representan el punto de vista del observador integrado, no del espectador apocalíptico que era René, el René que miraba desde el balcón el caos que se organizaba sobre la ruina de los ideales de abril. Presumiblemente se trata del balcón de la casa que habitaba el poeta en la Avenida España. Balcón mirador, balcón observatorio, balcón indiscreto, balcón telescopio de Galileo, balcón desde el cual puede verse, siempre verse,  a la muchacha que se peina, se cambia se perfuma, se maquilla, lo mismo que al hombre que pasa por debajo con su carga de ilusiones cotidianas. Balcón, en fin, para ver la vida en sus aspectos más engañosamente inmediatos, balcón ventana de la vida. En el fondo se trata de eso: el poeta vive la vida como mirando a través de una ventana, sin tomar parte en ella, a la distancia que le imponen su “yo” y sus “circunstancias”.
El punto de vista del autor frente a su obra también concierne al tono y al estilo, no sólo a la ubicación. René eligió –como Alfonseca en La guerra y los cantos- un tono coloquial y un estilo realista y simbólico que no traiciona su porfiada vocación romántica. La obra es descriptiva, prosística por elección. Es narrativa. Todo el libro es un gran conversatorio donde el narrador está junto al poeta o sobre el poeta. De hecho, los poemas tienen ritmo pero no tienen música, no tienen melodía, no se prestan a grandes declamatorias. Como Picasso en Guernica, René del Risco renunció a los colores, a las notas altas, estridentes. El viento frío es obra asonante, a veces disonante, o más bien monocorde, sin más adorno que su sencillez ni más belleza que su verdad profunda.
El primer poema, el que da título al libro, empieza naturalmente con altura, desde el balcón de marras, y con una nota que es casi de optimismo, escrita como al final de una larga convalecencia:
Debo saludar la tarde desde lo alto
poner mis palabras del lado de la vida
y confundirme con los hombres
por calles en donde empieza a caer la noche.
Es la nota de alguien que –por lo menos en propósito- decide aceptar, asumir la vida y el mundo como son, no como quisiera que fuesen:
porque todo ha cambiado de repente
y se ha extinguido la pequeña llama
que un instante nos azotó...
La conciencia de ese cambio se traduce, momentáneamente, en resignación forzosa, forzada por las circunstancias de las que ya se dijo:
Ahora estamos frente a otro tiempo
del que no podemos salir hacia atrás...
Se trata de una resignación rebelde, quizás de una rebeldía resignada. Todo parece entonces reducirse a un simple juego de palabras que, como todos los juegos del homo luden, encierra un sentido segundo. Rebeldía resignada o resignación rebelde implican de muchas maneras la existencia de un mecanismo de rechazo mediante el cual el poema, todos los poemas de El viento frío, se niegan a ellos mismos: niegan lo que ofrecen. Para usar términos de la publicidad comercial (en los cuales Del Risco fue un maestro), el soporte de promesa niega la promesa o se convierte en su contrario. Así, la diversión es hastío, la palabra “alegría” es víctima de una doble adjetivación que la hace gris o lúgubre, de manera que todo lo que es alegre es triste, “amargamente alegre”, dice el poeta. La compañía trae aparejada un sentimiento de soledad, el amor se torna en desamor, la vida es muerte, la ciudad es infierno, escenario de una derrota. Lo que empieza siendo hermoso es el inicio de la invasión del viento frío:
Es hermoso ahora besar la espalda de la esposa,
la muchacha vistiéndose en un edificio cercano,
el viento frío que acerca su hocico suave
a las paredes,
que toca la nariz, que entra en nosotros
y sigue lentamente por la calle,
por toda la ciudad...
Lo anterior se explica en función de un viejo y permanente drama existencial, que es el que se reproduce en El viento frío: el drama del hombre dominado por el sentimiento de vacío frente al sinsentido de una vida, el paradójico vacío existencial de un hombre lleno de poesía. El mismo sentimiento conduce al rechazo de la existencia como ficción, a la ficción de vivir por vivir, a la falta de autenticidad de las relaciones humanas instaraudas por los vencedores. El poeta narrador se queja de la indiferencia, se duele porque “ya no son tan importantes los demás”. Se dirige a Belicia, nombre ficticio de una entrañable  persona cuya identidad no viene a cuento:
Belicia, mi amiga,
tal vez debamos ya cambiar estas palabras.
Atrás quedaron humaredas y zapatos vacíos,
y  cabellos flotando tristemente...
ya no son tan importantes los demás...
El ingreso al orden reconstituido implica el trauma de un segundo nacimiento o de una segunda muerte a través del proceso de adaptación al clima de posguerra, posiblemente la renuncia a sus ideales. He aquí el conflicto. El mundo que se le ofrece es el mundo de la indiferencia, ajeno por completo al heroísmo, a la solidaridad, a la esperanza:
Porque hemos regresado, Belicia.
Ahora paseamos junto a los jardines
y discutimos de otras cosas,
y yo no admito tu dureza,
y tu descubres mi egoísmo
y en fin Belicia, amiga mía,
ya los demás no son tan importantes
y tú y yo debemos comprender
que estamos en el mundo nuevamente...
En ese ambiente, y para un artista de tan fina sensibilidad, la alegría individual carece de sentido o tiene un sentido egoísta. Quien aspira a la felicidad colectiva no se conforma con menos. Insumiso, rebelde, se diría que al poeta le resulta imposible ser feliz por sí solo, no puede ser alegre sin los otros. El origen de su mal, de su tristeza, es histórico: su ego enfermo es proyección del malestar social. Lo que es alegre individualmente, es triste de rebote, socialmente triste. Por carambola, alegría y tristeza van juntos cuando sopla el viento frío. Polos de una misma dialéctica:
Porque entonces, estás tú.
Y ya no puede haber ciudad
donde los hombres andan
con un presentimiento grave en la mirada,
donde los diarios traigan
esos descorazonadores titulares
de las primera planas,
 y un niño sienta
el mismo odio que nosotros
mientras nos lustra los zapatos.
Porque, entonces, estás tú;
tan dulcemente junto a mí,
que hasta puedo engañarme con tu risa
y llegar a creer
que este es un día alegre...
La misma lógica, dentro de las mismas circunstancias, justifica el sentimiento de soledad que sufre el poeta en la vida y en el poema que la traduce. El poeta de El viento frío siempre está sólo, aun si se encuentra en compañía de los demás. La paradoja es aparente. En condiciones de viento frío el poeta es un extranjero en su tierra, un “inadaptado”, un soñador aferrado a un código ético-estético que no se corresponde con los valores del momento. Vale decir, un exiliado en su interior. Defiende ideas y principios por los que ha visto morir a muchos de sus compañeros, y a pesar de que la vida le sonríe en términos de realizaciones personales, el poeta no se siente realizado. Al parecer no se sentirá realizado ni en la época de sus mejores éxitos literarios y económicos. Siempre da la impresión de ser alguien que hace el esfuerzo por adaptarse al medio sin traicionar lo mejor de sí. Repugna de los clichés y deja constancia, aborrece los lugares comunes y las falsas nomenclaturas, y también deja constancia. No es alguien que disfruta de los favores que le dispensa el medio. Más bien se trata de una persona que se siente agobiada por las exigencias de “la simulación en la lucha por la vida”. La inocente taza de café se le antoja una trampa:
Puedo pensar que esa taza de café
delante de ti,
junto a tus manos,
es un oscuro pozo donde empiezas a hundirte
desde las ocho menos cuarto,
víctima de toda una vida nómada, desolada, tonta...
La soledad del exilio interior, que se expresa en términos sociales, también concierne a sus relaciones íntimas con las “mujeres” y “muchachas” que pueblan el pequeño universo de El viento frío. La compañera de ocasión no falta, en efecto, casi nunca, a veces en número plural. De hecho es omnipresente. Aun así, en la mejor compañía posible, el poeta no reprime y no disimula un sentimiento de soledad, soledad en buena compañía, como ya se dijo. Parecería que la compañera de ocasión, muchacha o mujer, presencia inexorable en cuanto fantasma y símbolo, siempre está un paso atrás de su sensibilidad y su inteligencia: no lo representa al poeta, no lo llena. Hay un vacío  entre ambos, una distancia. Y el sentimiento de soledad reaflora, otra vez, en términos sociales:
Tu quizás no lo adviertas,
pero ahora hablas con palabras corrientes,
te preocupan las cosas que a todas las mujeres
molestan alguna vez,
las cosas que nunca mencionaste en otro tiempo...
Yo, junto a ti, pienso y sufro,
siento este momento que se va,
la mecedora de metal,
cartas que debo escribir,
todo lo sufro,
lo comprendo...
yo sé que el tiempo es todo esto irremediable,
la infancia con su luz,
toda la mentira,
las equivocaciones,
tú,
tú, Belicia, también eres el tiempo...
Ahora la niña retoza entre tus piernas
y yo podré mirar las casas con jardines
pero mañana no será esto otra vez,
además, estarás tan disgustada...!
Si yo te dijera en voz alta estas palabras que escribo
entonces te sería fácil
comprenderlo todo,
el desencuentro,
lo que dejamos de ser
como quitarnos un anillo...
Pero, en verdad, quizás no está del todo bien,
tal vez yo quiera mostrarte
un lado demasiado feo del mundo.
La taza de café que recela una trampa representa el final de ese tránsito desde la enfermedad del amor hacia el hastío, el desamor y el hastío. Nueva vez queda en evidencia la imposibilidad de ser felices juntos, nuevamente es víctima de la ficción de vivir, el vacío, la distancia, la incomprensión:
Porque para todos hay un tiempo, nada más.
Después nos descabeza el hastío.
Nos arruinamos en gestos
y feroces intentos.
Nos vamos quedando en una amarga soledad,
en una inexorable soledad
de café, de implacables ojeras de ceniza...
A propósito de la taza y del café, hay que anotar otro dato significativo. Entre los elementos gráficos que el autor eligió para ilustrar sus textos, ninguno es más elocuente, importante y recurrente que la taza de café. De un total de nueve fotografías, incluyendo portada y contraportada, cuatro corresponden a la taza de café, dos a la calle, una a la cafetería, otra a la misteriosa Lucy Ann Astwood –junto a una ventana- y la última a la propia efigie del poeta. (El poeta pensante y fumante, el vaso lleno de un líquido precioso, en un ambiente sugestivamente brumoso).
Las fotos comentan los textos, naturalmente, y a su vez son comentadas por los textos. La importancia de unas y otros, en cuanto a su valor representativo, se confirma plenamente al analizar los motivos explícitos de la  poética de El viento frío, que es la poética de la obra completa de René del Risco. Todo ello habla del orden y el método con que se planificó el libro, un libro obsesivo, página por página, concebido, no cabe duda, por un obseso. Nada hay aquí tan obsesivo, sin embargo, como la obsesión por la ciudad y la muerte, la muerte en la ciudad y la ciudad en la muerte. Ciudad y muerte son palabras que se alternan y se repiten de tal manera que  aun en su ausencia están presentes. Hasta en el epígrafe aparece la palabra muerte. La dedicatoria tiene ciudad y muerte aparejadas, apareadas, matrimoniadas, indisolublemente juntas:
te llamas Vicky, Luisa, Aura, Rosa
y no importa...
A ti,
porque en esta ciudad mueres conmigo,
me acompañas,
y no haces más que repetirte, en mis palabras!
En un poema hermético como “Esta dulce mujer...” –tan hermético que casi parece un muro de contención, impenetrable- sólo es posible recuperar para el entendimiento una especie de aura simbólica, evocación de una atmósfera de muerte y desolación en la ciudad sugerida, apenas insinuada. La ciudad, la ciudad obsesiva de René del Risco, la ciudad que se desdobla en mil facetas, la ciudad que él pinta y dice, una ciudad que todavía lleva el estigma de la invasión, la ciudad que es el escenario natural de la derrota y la muerte, circo romano para el disfrute de fieras amaestradas que observan sin ser observadas. Nadie ha tenido un sentimiento tan arraigado y profundo de la ciudad como el “provinciano” René. En la ciudad que él dice y redice no matan sólo las balas. Matan las convenciones, el egoísmo, el conformismo, el consumismo moldeador de conciencias tranquilas:
Si nos atrevemos a salir,
nos matarán los otros.
Nos obligarán a pisar un pedal,
a tragar rápidamente letreros, paredes, alguna voz,
a huir toda la noche
como buscando a nadie.
Nos matarán los otros...!
Sobre este tema hay otras variaciones que remiten a una misma inquietud. El peligro de muerte dentro de la ciudad acecha permanentemente, pero no siempre se trata de un peligro de muerte física. A menudo se trata de un peligro existencial, peligro de muerte en vida. A la trampa de la taza de café se le agrega una nueva amenaza. La ciudad escenario de la muerte se convierte en ciudad victimaria:
esta misma forma de morir
que tiene una muchacha
llamada Vicky, Luisa, Aura, Rosa,
ante una taza de café,
víctima de toda una ciudad,
de toda una vida nómada, terrible, tonta...
Aparentemente no hay escapatoria. Dentro de la ciudad, la muerte aprieta, teje su lazo, no hay alternativa, no hay salida:
Esta ciudad
en  la que te fatigas y recuerdas
y huyes de ti con mucho miedo,
con el temor de entristecerte demasiado.
Esta ciudad
no te olvidará ni un solo instante,
como todos, estás para esta muerte...!
La ciudad implacable, escenario de la muerte, ciudad a veces victimaria, también es ciudad que hace escarnio de sus habitantes, objetos de burla:
Porque ya sólo nos quedan ojos
para estrujarlos dolorosamente en las vidrieras,
para ver la lluvia sordamente caer
entre arrugados papeles y zapatos,
para mirar este otoño
con extrañas mujeres
en cuyos rostros la ciudad
se burla de nosotros.
El momento poético más terrible tiene lugar allí donde el amor se conjuga con la ciudad y la muerte:
Hasta que llegue este momento
en que nos damos cuenta
que toda la ciudad
la devoramos juntos
con palabras y whisky en esta sala...!
Tú, que hablas tan cerca de estas cosas,
me convences como nadie
de que el amor entre nosotros,
es un serio trabajo de la muerte...
Todo ello es posible en la ciudad perdida, dantesca antesala del infierno, ciudad generadora de discordia, egoísmo, indiferencia. Es la ciudad que sustituyó a la ciudad generadora de esperanzas, ciudadela de las ilusiones combatientes. La ciudad irrecuperable:
Aquella ciudad no la hallarás ahora
por más que en este día
dejes caer la frente contra el puño
y trates de sentir...
No, no era esta ciudad.
Te lo repito...
Por lo que puede apreciarse, hay pocas notas alegres en la obra de René del Risco y Bermúdez, incluyendo sus cuentos, sus magníficos sonetos y versos libres. Todo en esa obra conspira, por el contrario, a favor de la sombra. Todo en ella habla, parece hablar de un poeta densamente poblado por la muerte. René vivió agobiado quizás por un presentimiento o vocación de muerte prematura. En más de un sentido, su arte poética es anticipación y presagio de la muerte, de muchas formas posibles de la muerte, entre ellas la muerte física y la muerte por inmersión social, la muerte por asfixia que conduce al conformismo. En más de un texto, en serio y en broma, se describe suicida. La descripción es acertada porque casi todo en él va de la mano de la muerte, la muerte que percibe próxima, posible, la muerte convidada.
Ansiedad de muerte y ansiedad de vida se corresponden con su personalidad ciertamente compleja. Es neurótico, por supuesto, hipersensible, depresivo, tal vez más autodestructivo que suicida, aunque nadie está más cerca del suicidio que un depresivo. Con frecuencia recurre a somníferos, recurre a la bebida y lo justifica porque “hay necesidad de ti, salobre vino hermano”. Por ser mal bebedor, hace mala bebida y hace crisis. El hecho en que perdió la vida permanece ambiguo: un accidente suicidio, uno de los pocos hechos ambiguos de su biografía. Pero su muerte era anticipable.
Por otro lado, mucho ha contribuido la maledicencia a difundir la tesis del suicidio, alimentando el mito de un René asqueado de sí mismo en cuanto revolucionario enganchado a publicista. Posiblemente René sufrió sus contradicciones como han testimoniado sus más cercanos amigos, y sobre todo sus más cercanos enemigos. Dejó constancia de ello en más de un poema memorable, y más específicamente en “Entonces, ¿para qué”, el último del libro:
Para qué entonces, si sabemos
que esta hoja de parra del amor mentiroso
se cae a cada instante y nos desnuda
y nos muestra tal como somos
hipócritas, cobardes, ingenuos a propósito,
verdugos,
lamedores a sueldo del látigo y el palo...
A pesar de todo, René no traicionó sus ideales. Vendió “su fuerza de trabajo”, no su conciencia. Probó el buen vino y el éxito económico, más no perdió la moral. Alejado de la política militante, vio caer a sus compañeros y los incluyó en su registro poético, dejando constancia de su adhesión a la lucha. Inútil es buscar motivos que no existen. La muerte de René del Risco y Bermúdez –el más dotado narrador y poeta de su generación- estaba escrita en su obra.

Ahora que vuelvo, Ton.

Ahora que vuelvo, Ton.

Eras realmente pintoresco, Ton; con aquella gorra de los Tigres del Licey, que ya no era azul sino berrenda, y el pantalón de kaky que te ponías planchadito los sábados por la tarde para irte a juntarte con nosotros en la glorieta del Parque Salvador a ver las paradas de los Boys Scouts en la avenida y a corretear y bromear hasta que de repente la noche oscurecía el recinto y nuestros gritos se apagaban por las calles del barrio. Te recuerdo, porque hoy he aprendido a querer a los muchachos como tú y entonces me empeño en recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella insistente cojera que te hacía brincar a cada paso y que sin embargo no te impedía correr de home a primera, cuando Juan se te acercaba y te decía al oído "vamos a sorprenderlos, Ton; toca por tercera y corre mucho". Como jugabas con los muchachos del "Aurora", compartiste con nosotros muchas veces la alegría de formar aquella rueda en el box "¡rosi, rosi, sin bom-ba - Aurora - Aurora - ra- ra- ra!" y eso que tú no podías jugar todas las entradas de un partido porque había que esperar a que nos fuéramos por encima del "Miramar" o "la Barca" para darle "un chance a Ton que vino tempranito" y "no te apures, Ton que ahorita entras de emergente ".

¿Cómo llegaste al barrio? ¿Cuándo? ¿Quién te invitó a la pandilla? ¿Qué cuento de Pedro Animal hizo Toñín esa noche, Ton? ¿Serías capaz de recordar que en el radio en casa de Candelario todas las noches "Mejoral, el calmante sin rival, presenta "Cárcel de mujeres", y entonces alguien daba palmadas desde la puerta de una casa y ya era hora de irse a dormir, "se rompió la taza..."

Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando el sol te molestaba, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa apretada entre los dientes me presta una apariencia demasiado extraña a ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te acompañó a ver los trainning de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en los tiempos en que "Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedo" y Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, "¡Arriba, arriba, así es, la izquierda, el jab ahora, eso es" y tú después, apoyándote en tu pie siempre empinado, "¡can-can-can-can!" golpeando el aire con tus puños, bajábamos por la calle Sánchez, "¡can-can-can! "jugabas la soga contra la pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que "no jodas Ton" pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelin, aquella cabeza del "Ton, Melitón, cojo y cabezón!" con que el Flaco Pérez acompañaba el redoble de los tambores de los Boys Scouts para hacerte rabiar hasta el extremo de mentarle "¡Tumadrehijodelagranputa", y así llegábamos corriendo, uno detrás del otro, hasta la puerta de mi casa, donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo "¡a mí no me hables!".

Para esos tiempos el barrio no estaba tan triste Ton, no caía esa luz desteñida y polvorienta sobre las casas ni este deprimente olor a toallas viejas se le pegaba a uno en la piel como un tierno y resignado vaho de miseria, a través de las calles por donde minutos atrás yo he venido inútilmente echando de menos los ojos juntos y cejudos del "búho Pujols", las latas de carbón a la puerta de la casa amarilla, el perro blanco y negro de los Pascual, la algarabía en las fiestas de cumpleaños de Pin Báez, en las que su padre tomaba cervezas con sus amigos sentado contra la pared de ladrillos, en un rincón sombrío del patio, y nosotros, yo con mi traje blanco almidonado; ahora recuerdo el bordoneo puntual y melancólico de la guitarra de Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo corríamos y gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente careado de Asia salía y se escondía alternativamente en cada grito.

Era para morirse de risa, Ton, para enlodarse los zapatos; para empinarse junto al brocal y verse en el espejo negro del pozo, cara de círculos concéntricos, cabellos de helechos, salivazo en el ojo, y después "mira como te has puesto, cualquiera te revienta, perdiste dos botones, tigre, eso eres, un tigre, a este muchacho, Arturo, hay que quemarlo a golpes"; pero entonces éramos tan iguales, tan lo mismo, tan "fraile y convento, convento sin fraile, que vaya y que venga", Ton, que la vida era lo mismo, "un gustazo: un trancazo", para todos.

Claro que ahora no es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a pasar desde aquel día en que miré las aguas verdosas de la zanja, cuando papá cerró el candado y mamá se quedó mirando la casa por el vidrio trasero del carro y yo los saludé a ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñín, que estaban en la esquina, y me quedé recordando esa cara que pusieron todos, un poco de tristeza y de rencor, cuando aquella mañana, (ocho y quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente del barrio y del pueblo.

Ustedes quedarían para siempre contra la pared grisácea de la pulpería de Ulises. La puya del trompo haciendo un hoyo en el pavimento, la gangorra lanzada al aire con violenta soltura, machacando a puyazos y cabezazos la moneda ya negra de rodar por la calle; no tendrían en lo adelante otro lugar que junto a ese muro que se iría oscureciendo con los años "a Milita se la tiró Alberto en el callejoncito del tullío" escrito con carbón allí, y los días pasando con una sorda modorra que acabaría en recuerdo, en remota y desvaída imagen de un tiempo inexplicablemente perdido para siempre.

Una mañana me dio por contarles a mis amigos de San Carlos cómo eran ustedes; les dije de Fremio, que descubrió que en el piso de los vagones, en el muelle, siempre quedaba azúcar parda cuando los barcos estaban cargando, y que se podía recoger a puñados y hasta llenar una funda y sentarnos a comerla en las escalinatas del viejo edificio de aduanas; les conté también de las zambullidas en el río y llegar hasta la goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados, y que una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la chimenea, las carretas que subían del puerto cargadas de mercancías, pasábamos el tiempo orinan-do, charlando, correteando de la popa al bauprés, hasta que en el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez, braceando, ganamos la orilla en un escandaloso chapoteo que ahora me parece estar oyendo, aunque no lo creas, Ton.

Los muchachos quedaron fascinados con nuestro mundo de manglares, de locomotoras, de cigüas, de cuevas de cangrejos, y desde entonces me hicieron relatar historias que en el curso de los días yo fui alterando poco a poco hasta llegar a atribuir a ustedes y a mí verdaderas epopeyas que yo mismo fui creyendo y repitiendo, no sé qué día en que quizás comprendí que sería completamente inútil ese afán por mostrarnos de una imagen que, como las viejas fotos, se amarilleaba y desteñía ineludiblemente. La vida fue cambiando, Ton; entonces yo me fui inclinando un poco a los libros y me interné en un extraño mundo mezcla de la Ciencia Natural de Fesquet, versos de Bécquer, y láminas de Billiken; me gustaba el camino al colegio cada mañana bajo los árboles de la avenida Independencia, el rostro de Rita Hayworth, en la pequeña y amarilla pantalla del "Capitolio", me hizo olvidar a Flash Gordon y a los Tres Chiflados. Ya para entonces papá ganaba buen dinero en su puesto de la Secretaría de Educación, y nos mudamos a una casa desde donde yo podía ver el mar y a Ivette, con sus shorts a rayas y sus trenzas doradas que marcaban el vivo ritmo de sus ojos y su cabeza; con ella me acostumbré a Nat King Cole, a Fernando Fernández, los viejos discos de los Modernaires, y aprendía a llevar el compás de sus golpes junto a la mesa de Ping-Pong; no le hablé nunca de ustedes, esa es la verdad, quizás porque nunca hubo la oportunidad para ello o tal vez porque los días de Ivette pasaron tan rápidos, tan llenos de "ven-mira-esta es Gretchen el Pontiac de papi dice Albertico - me voy a Canadá" que nunca tuve la necesidad ni el tiempo para recordarlos.

¿Tú sabes qué fue del Andrea Doria, Ton? Probablemente no lo sepas; yo lo recuerdo por unas fotos del "Miami Herald" y porque los muchachos latinos de la Universidad nos íbamos a un café de Coral Gables a cantar junto a jarrones de cerveza "Arrivederci Roma", balanceándonos en las sillas como si fuésemos en un bote salvavidas; yo estudiaba el inglés y me gustaba pronunciar el "good bay..." de la canción, con ese extraño gesto de la barbilla muy peculiar en las muchachas y muchachos de aquel país. ¿Y sabes, Ton, que una vez pensé en ustedes? Fue una mañana en que íbamos a lo largo de un muelle mirando los yates y vi un grupo de muchachos despeinados y sucios que sacaban sardinas de un jarro oxidado y las clavaban a la punta de sus anzuelos, yo me quedé mirando un instante aquella pandilla y vi un vivo retrato nuestro en el muelle de Macorís, sólo que nosotros no éramos rubios, ni llevábamos zapatos tennis, ni teníamos caña de pescar, ahí se deshizo mi sueño y seguí mirando los yates en compañía de mi amigo nicaragüense, muy aficionado a los deportes marinos.

Y los años van cayendo con todo su peso sobre los recuerdos, sobre la vida vivida, y el pasado comienza a enterrarse en algún desconocido lugar, en una región del corazón y de los sueños en donde permanecerán, intactos tal vez, pero cubiertos por la mugre de los días sepultados bajo los libros leídos, la impresión de otros países, los apretones de manos, las tardes de fútbol, las borracheras, los malentendidos, el amor, las indigestiones, los trabajos. Por eso, Ton, cuando años más tarde me gradué de Médico, la fiesta no fue con ustedes sino que se celebró en varios lugares, corriendo alocadamente en aquel Triumph sin muffler que tronaba sobre el pavimento, bailando hasta el cansancio en el Country Club, descorchando botellas en la terraza, mientras mamá traía platos de bocadillos y papá me llamaba "doctor" entre las risas de los muchachos; ustedes no estuvieron allí ni yo estuve en ánimo, de reconstruir viejas y melancólicas imágenes de paredes derruidas, calles polvorientas, pitos de locomotoras y pies descalzos metidos en el agua lodosa del río, ahora los nombres eran Héctor, Fred, Américo, y hablaríamos del Mal de Parkinson, de las alergias, de los test de Jung y de Adler y también de ciertas obras de Thomas Mann y François Mauriac.

Todo esto deberá serte tan extraño, Ton; te será tan "había una vez y dos son tres, el que no tiene azúcar no toma café " que me parece verte sentado a horcajadas sobre el muro sucio de la Avenida, perdidos los ojos vagos entre las ramas rojas de los almendros, escuchando a Juan contar las fabulosas historias de su tío marinero que había naufragado en el canal de la Mona y que en tiempos de la guerra estuvo prisionero de un submarino alemán, cerca de Curazao. Siempre asumieron tus ojos esa vaguedad triste e ingenua cuando algo te hacía ver que el mundo tenía otras dimensiones que tú, durmiendo entre sacos de carbón y naranjas podridas, no alcanzarías a conocer más que en las palabras de Juan, o en las películas de la guagüita Bayer o en las láminas deportivas de "Carteles".

Yo no sé cuáles serían entonces tus sueños, Ton, o si no los tenías; yo no sé si las gentes como tú tienen sueños o si la cruda conciencia de sus realidades no se lo permiten, pero de todos modos yo no te dejaría soñar, te desvelaría contándote todo esto para de alguna forma volver a ser uno de ustedes, aunque sea por esta tarde solamente. Ahora te diría cómo, años después, mientras hacía estudios de Psiquiatría en España, conocí a Rosina, recién llegada de Italia con un grupo de excursionistas entre los que se hallaban sus dos hermanos, Piero y Francesco, que llevaban camisetas a rayas y el cabello caído sobre la frente. Nos encontramos accidentalmente, Ton, como suelen encontrarse las gentes en ciertas novelas de Françoise Sagan; tomábamos "Valdepeñas" en un mesón, después de una corrida de toros, y Rosina, que acostumbra a hablar haciendo grandes movimientos, levantaba los brazos y enseñaba el ombligo una pulgada más arriba de su pantalón blanco. Después sólo recuerdo que alguien volcó una botella de vino sobre mi chaqueta y que Piero cambiaba sonrisitas con el pianista en un oscuro lugar que nunca volví a encontrar. Meses más tarde, Rosina volvió a Madrid y nos alojamos en un pequeño piso al final de la Avenida Generalísimo; fuimos al fútbol, a los museos, al cine-club, a las ferias, al teatro, leímos, veraneamos, tocamos guitarra, escribimos versos, y una vez terminada mi especialidad, metimos los libros, los discos, la cámara fotográfica, la guitarra y la ropa en grandes maletas, y nos hicimos al mar.

"¿Cómo es Santo Domingo?", me preguntaba Rosina una semana antes, cuando decidimos casarnos, y yo me limitaba a contestarle, "algo más que las palmas y tamboras que has visto en los afiches del Consulado".

Eso pasó hace tiempo, Ton; todavía vivía papá cuando volvimos. ¿Sabes que murió papá? Debes saberlo. Lo enterra-mos aquí porque él siempre dijo que en este pueblo descansaría entre camaradas. Si vieras cómo se puso el viejo, tú que chanceabas con su rápido andar y sus ademanes vigorosos de "muñequito de cuerda", no lo hubieras reconocido; ralo el cabello grisáceo, desencajado el rostro, ronca la voz y la respiración, se fue gastando angustiosamente hasta morir una tarde en la penumbra de su habitación entre el fuerte olor de los medicamentos. Ahí mismo iba a morir mamá un año más tarde apenas; la vieja murió en sus cabales, con los ojos duros y brillantes, con la misma enérgica expresión que tanto nos asustaba Ton.

Por mi parte, con Rosina no me fue tan bien como yo esperaba; nos hicimos de un bonito apartamiento en la avenida Bolívar y yo comencé a trabajar con relativo éxito en mi consultorio. Los meses pasaron a un ritmo normal para quienes llegan del extranjero y empiezan a montar el mecanismo de sus relaciones: invitaciones a la playa los domingos, cenas, a bailar los fines de semanas, paseos por las montañas, tertulias con artistas y colegas, invitaciones a las galerías, llamadas telefónicas de amigos, en fin ese relajamiento a que tiene uno que someterse cuando llega graduado del exterior y casado con una extranjera. Rosina asimilaba con naturalidad el ambiente y, salvo pequeñas resistencias, se mostraba feliz e interesada por todo lo que iba formando el ovillo de nuestra vida. Pero pronto las cosas comenzaron a cambiar, entré a dar cátedras a la Universidad y a la vez mi clientela crecía, con lo que mis ocupaciones y responsabilidades fueron cada vez mayores, en tanto había nacido Francesco José, y todo eso unido, dio un giro absoluto a nuestras relaciones. Rosina empezó a lamentarse de su gordura y entre el "Metrecal" y la balanza del baño dejaba a cada instante un rosario de palabras amargadas e hirientes, la vida era demasiado cara en el país, en Italia los taxis no son así, aquí no hace más que llover y cuando no el polvo se traga a la gente, el niño va a tener el pelo demasiado duro, el servicio es detestable, un matrimonio joven no debe ser un par de aburridos, Europa hace demasiada falta, uno no puede estar pegando botones a cada rato, el maldito frasco de "Sucaril" se rompió esta mañana, y así se fue amargando todo, amigo Ton, hasta que un día no fue posible oponer más sensatez ni más mesura y Rosina voló a Roma en "Alitalia" y yo no sé de mi hijo Francesco más que por dos cartas mensuales y unas cuantas fotos a colores que voy guardando aquí, en mi cartera, para sentir que crece junto a mí. Esa es la historia.

Lo demás no será extraño, Ton. Mañana es Día de Finados y yo he venido a estar algún momento junto a la tumba de mis padres; quise venir desde hoy porque desde hace mucho tiempo me golpeaba en la mente la ilusión de este regreso. Pensé en volver a atravesar las calles del barrio, entrar en los callejones, respirar el olor de los cerezos, de los limoncillos, de la yerba de los solares, ir a aquella ventana por donde se podía ver el río y sus lanchones; encontrarlos a ustedes junto al muro gris de la pulpería de Ulises, tirar de los cabellos al "Búho Pujols", retozar con Fremio, chancear con Toñín y con Pericles, irnos a la glorieta del parque Salvador y buscar en el viento de la tarde el sonido uniforme de los redoblantes de los Boys Scouts. Pero quizás deba admitir que ya es un poco tarde, que no podré volver sobre mis pasos para buscar tal vez una parte más pura de la vida.

Por eso hace un instante he dejado el barrio, Ton, y he venido aquí, a esta mesa y me he puesto a pedir casi sin querer, botellas de cerveza que estoy tomando sin darme cuenta, porque, cuando te vi entrar con esa misma cojera que no me engaña y esa velada ingenuidad en la mirada, y esa cabeza inconfundible de "Ton Melitón cojo y cabezón" mirándome como a un extraño, sólo he tenido tiempo para comprender que tú sí que has permanecido inalterable, Ton; que tu pureza es siempre igual la misma de aquellos días, porque sólo los muchachos como tú pueden verdaderamente permanecer incorruptibles aún por debajo de ese olvido, de esa pobreza, de esa amargura que siempre te hizo mirar las rojas ramas del almendro cuando pensabas ciertas cosas. Por eso yo soy quien ha cambiado, Ton, creo que me iré esta noche y por eso también no sé si decirte ahora quién soy y contarte todo esto, o simplemente dejar que termines de lustrarme los zapatos y marcharme para siempre.

Noviembre 3, 1968, Santo Domingo, R. D.
Rene del Risco Bermudez.

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