Escribir es un oficio triste y
solitario en el que a veces muchos dejamos un poco de nosotros en lo que
escribimos, no sé si a otros les pasa lo mismo, pero hay poemas en lo que
sangro por dentro, poemas que los sufro, me duelen, me hieren, me hacen sentir
esa sensación de la tristeza muy cercana al llanto.
Yo escribo desde el dolor y el
desarraigo, escribo por la necesidad de expresar lo que sentimos cuando nos
quitaron la tierra y con ella una parte importante de nuestras vidas, nos
quitaron la alegría de vivir unidos por el amor fraterno a la tierra, al
bosque, a los pájaros, al viento, las tardes, el cielo, el sol, la luna, las
estrellas, en fin mutilaron nuestras vidas condenándonos a vivir marginados en
cualquier barrio de la ciudad, lo que le costó la vida a muchos de nuestros
ancianos que prefirieron morir a vivir arrinconados contra la modernidad, que
les quito la alegría de vivir libres y felices entre los conucos y los potreros,
sembrando esperanzas en el viento para que la primavera se eternizara mas allá
de los días del hambre enterrados en el olvido.
Escribo desde esa realidad y
quizás no debí ser poeta ya que ni siquiera me gustaba ir a la escuela,
prefería los conucos, los potreros y el bosque a ir a la escuela y aquí estoy
contando historias, tratando de rescatar del olvido mi herencia afro taina, de
yambi y maquey, de guayiga y chola, de yuca y casabe, sancochos y tamboras, de casas de barro y
bohíos de tabla de palma y yagua, de cachimbos de barro y tinajas, de ciguapas
dormidas en el viento y negros libres en el quilombo.
Pero cargo sobre mis hombros todo
el dolor de mi pueblo, de mi gente que se fueron muriendo poco a poco
sin poder volver a sus tierras.
Domingo Acevedo.