SAUDADE
Vine a visitarte a esta casa llena de arcos y paredes rústicas donde está tu nueva oficina. Vi tu carro estacionado en la marquesina, tu carro nuevo que no conocía y un joven, a quien tampoco conocía, le limpiaba insistentemente los cristales como para que estuvieran tan transparentes y brillantes que pudieras ver el mar sin problemas. Ese mismo mar que fue testigo de tu muerte.
Voy subiendo las estrechas escaleras adornadas con mosaicos de verdes arabescos. Oigo puertas que se cierran y se abren, el eco de una voz que sale desde un pasillo oscuro, una sombra que se mueve y se refleja en el techo, una música y muchas risas que crecen y que estorban. Me estorban.
Tengo miedo de verte en ese lugar desconocido, tengo miedo de encontrarte en un mundo distinto al de mis paredes de piedras, al de los libros, al de los poemas, al mundo de la pequeña mesa con tres platos donde te esperábamos diariamente para que nos contaras del Conde, del café, de la ciudad que estabas descubriendo.
Me temblaron las manos al abrir la puerta de tu oficina. Te encontré de espaldas sacando un papel del carrete. Recuerdo tu alegría y tu sonrisa al verme. Recuerdo tu tristeza cuando me dijiste que estabas escribiendo mi regalo de cumpleaños, mi cuento, tu historia. Esa historia que he leído tantas veces, esa historia que permanece en mí como un sueño recurrente o como una verdad repartida entre el temor y la angustia que dejaron tus palabras. Palabras a las que crecieron alas y que vuelan, que han llegado hasta aquí, hasta esta hora en que un silencio ingenuo se proyecta en mi rostro.
Sacaste un cigarrillo. Te lo pusiste en los labios mientras buscabas un encendedor en tu bolsillo, en las gavetas, detrás de la pequeña lámpara que te alumbraba las palabras. No lo encontraste. Te quitaste el cigarrillo de los labios y me pediste ir al carro a encenderlo.
La niña de tu cuento tenía once años. Era la misma niña que te preguntó ese día quién te había tomado las fotos de la playa, quién te acompañó en ese viaje, y si el sol de Puerto Plata era el mismo que el de Gascue.
Bajé las escaleras corriendo con el cigarrillo entre mis labios. Yo era grande, me sentía grande, tenía un cigarrillo entre mis labios, un cigarrillo que no quedó tirado esa noche en el asfalto, que se escapó al sonido chirriante, se escapó al miedo y al grito y a las miradas curiosas. Su olor se quedó acompañando los ácaros de los papeles que guardo.
Regresé empinando los pies, coqueta y grande con un cigarrillo entre mis dedos. Te lo entregué mientras le explicabas a alguien por teléfono la excelente campaña publicitaria de una marca de ron que no recuerdo. Frente a ti había unos papeles con dibujos, monólogos y diálogos que yo no comprendía. No eran los sonetos al amor olvidado ni las odas al soldado ni los cantos al general que siempre dejabas sobre las mesas, sobre la cama, entre los libros; los que yo rayaba con lápices de colores tratando de escribir como tú escribías.
Mientras seguías hablando del comercial, de la muchacha de pelo largo, del “ven pa’ca, ven pa’ca” que identificaba esa campaña; mientras explicabas la mirada sugestiva que debía tener ella cuando estuviera soleándose en la piscina de un hotel conocido; mientras hablabas y fumabas, también trazabas marcas y círculos en la historia que contaba el comercial y veías si la imagen recién revelada y con un fuerte olor a formol, tenía la nitidez que querías. Y mientras todo eso sucedía, yo jugaba con las cenizas de los cigarrillos apagados y miraba aquel póster inmenso que fue posiblemente tu última foto y la que mandaste a ampliar casi al tamaño de tu estatura. Era una retrato blanco y negro donde se plasmaban tu rostro pensativo, tu perfil perfecto y tus manos unidas con un cigarrillo entre los dedos. ¿Qué estarías pensando cuando Moisés le dio click a su Pentax? ¿Dónde estabas? ¿A qué lugar del mundo te llevó el silencio?
Cogí una colilla de uno de los ceniceros, me senté frente a tu máquina de escribir, queriendo imitar tu tecleo, el ceño fruncido y la mirada lejana.
Tengo miedo de no verte más en mi casa de piedra donde llegaba el aroma del mar y la sirena de los barcos. Tengo miedo de quedarme con este olor a ceniza y a cigarrillos apagados. Tengo miedo de que alguien desconocido para mí abra la puerta y yo comience a descubrir que este es otro mundo.
Quería mirarte fijamente y preguntarte a qué hora nos íbamos a Macorís y ver de nuevo el parque, la casa de los “bulletes” que quería decir juguetes en ese lenguaje extraño con que hablan los niños; quería ver el río, la catedral donde me bautizaron, la calle La Aurora donde pasaste tu infancia, el estadio donde jugabas softball con los muchachos, como le decías a tus amigos del barrio, incluyendo a tu querido “Ton, Melitón, cojo y cabezón”.
Yo solo estaba esperando que soltaras el teléfono, que dejaras de hablar de pelo largo y de piscinas para comenzar la aventura que me habías prometido.
Era Navidad y hacía frío, las voces y la música ahora se sentían del otro lado de la puerta, y todo eso seguía estorbándome. No quería que a alguien se le ocurriera abrir la puerta intempestivamente para que no descubriera mi cara triste, para no tener que descruzar las piernas, para no tener que preguntarte si ya no iríamos a pasear en coche.
Finalmente, levantaste los ojos y me viste sentada con tu misma mirada distante y pensativa. Te estabas viendo a ti frente a la máquina de escribir. Viste tu propia tristeza en mis ojos y yo vi la mía en los tuyos.
Con una excusa que ahora no recuerdo, interrumpiste la conversación, cerraste el teléfono, te acercaste a mí y me besaste. No sé por qué, quizás es parte de la fragilidad que siempre advertiste en mí, pero cada vez que me abrazabas y me besabas yo lloraba de la misma forma en que estoy llorando ahora, y es que nunca me has dejado de abrazar y de besar, es que nunca te has ido, es que estás aquí, conmigo, mirándonos.
Me tomaste la mano con el orgullo de un padre cuando ve que su hija está creciendo, que va a cumplir once años y que se está poniendo hermosa. Bajamos las escaleras estrechas, saludaste alegremente a alguien que te buscaba y a quien no estabas esperando. No te llamó por tu nombre sino por tu apellido. Ya en ese momento no eras Chichi como te llamaban en San Pedro, tampoco El Afilao, como te decían en la cárcel de la 40, ni eras René como te llamaban tus amigos íntimos; en ese último año ya eras Del Risco, como yo, como me decían en el colegio. Teníamos eso en común y yo acababa de descubrirlo.
El señor que te buscaba te informó que esa tarde estaba pautada la grabación del audio para la fiesta aguinaldo de fin de año. Las cosas en publicidad son así, de repente, inaplazables e impostergables. Se necesitaba urgentemente tu voz, la que sería tu última voz guardada en un reel con cinta magnética y hoy reproducida en canales virtuales que nunca imaginaste podrían existir.
Vine a visitarte a esta casa llena de arcos y paredes rústicas donde está tu nueva oficina. Vi tu carro estacionado en la marquesina, tu carro nuevo que no conocía y un joven, a quien tampoco conocía, le limpiaba insistentemente los cristales como para que estuvieran tan transparentes y brillantes que pudieras ver el mar sin problemas. Ese mismo mar que fue testigo de tu muerte.
Voy subiendo las estrechas escaleras adornadas con mosaicos de verdes arabescos. Oigo puertas que se cierran y se abren, el eco de una voz que sale desde un pasillo oscuro, una sombra que se mueve y se refleja en el techo, una música y muchas risas que crecen y que estorban. Me estorban.
Tengo miedo de verte en ese lugar desconocido, tengo miedo de encontrarte en un mundo distinto al de mis paredes de piedras, al de los libros, al de los poemas, al mundo de la pequeña mesa con tres platos donde te esperábamos diariamente para que nos contaras del Conde, del café, de la ciudad que estabas descubriendo.
Me temblaron las manos al abrir la puerta de tu oficina. Te encontré de espaldas sacando un papel del carrete. Recuerdo tu alegría y tu sonrisa al verme. Recuerdo tu tristeza cuando me dijiste que estabas escribiendo mi regalo de cumpleaños, mi cuento, tu historia. Esa historia que he leído tantas veces, esa historia que permanece en mí como un sueño recurrente o como una verdad repartida entre el temor y la angustia que dejaron tus palabras. Palabras a las que crecieron alas y que vuelan, que han llegado hasta aquí, hasta esta hora en que un silencio ingenuo se proyecta en mi rostro.
Sacaste un cigarrillo. Te lo pusiste en los labios mientras buscabas un encendedor en tu bolsillo, en las gavetas, detrás de la pequeña lámpara que te alumbraba las palabras. No lo encontraste. Te quitaste el cigarrillo de los labios y me pediste ir al carro a encenderlo.
La niña de tu cuento tenía once años. Era la misma niña que te preguntó ese día quién te había tomado las fotos de la playa, quién te acompañó en ese viaje, y si el sol de Puerto Plata era el mismo que el de Gascue.
Bajé las escaleras corriendo con el cigarrillo entre mis labios. Yo era grande, me sentía grande, tenía un cigarrillo entre mis labios, un cigarrillo que no quedó tirado esa noche en el asfalto, que se escapó al sonido chirriante, se escapó al miedo y al grito y a las miradas curiosas. Su olor se quedó acompañando los ácaros de los papeles que guardo.
Regresé empinando los pies, coqueta y grande con un cigarrillo entre mis dedos. Te lo entregué mientras le explicabas a alguien por teléfono la excelente campaña publicitaria de una marca de ron que no recuerdo. Frente a ti había unos papeles con dibujos, monólogos y diálogos que yo no comprendía. No eran los sonetos al amor olvidado ni las odas al soldado ni los cantos al general que siempre dejabas sobre las mesas, sobre la cama, entre los libros; los que yo rayaba con lápices de colores tratando de escribir como tú escribías.
Mientras seguías hablando del comercial, de la muchacha de pelo largo, del “ven pa’ca, ven pa’ca” que identificaba esa campaña; mientras explicabas la mirada sugestiva que debía tener ella cuando estuviera soleándose en la piscina de un hotel conocido; mientras hablabas y fumabas, también trazabas marcas y círculos en la historia que contaba el comercial y veías si la imagen recién revelada y con un fuerte olor a formol, tenía la nitidez que querías. Y mientras todo eso sucedía, yo jugaba con las cenizas de los cigarrillos apagados y miraba aquel póster inmenso que fue posiblemente tu última foto y la que mandaste a ampliar casi al tamaño de tu estatura. Era una retrato blanco y negro donde se plasmaban tu rostro pensativo, tu perfil perfecto y tus manos unidas con un cigarrillo entre los dedos. ¿Qué estarías pensando cuando Moisés le dio click a su Pentax? ¿Dónde estabas? ¿A qué lugar del mundo te llevó el silencio?
Cogí una colilla de uno de los ceniceros, me senté frente a tu máquina de escribir, queriendo imitar tu tecleo, el ceño fruncido y la mirada lejana.
Tengo miedo de no verte más en mi casa de piedra donde llegaba el aroma del mar y la sirena de los barcos. Tengo miedo de quedarme con este olor a ceniza y a cigarrillos apagados. Tengo miedo de que alguien desconocido para mí abra la puerta y yo comience a descubrir que este es otro mundo.
Quería mirarte fijamente y preguntarte a qué hora nos íbamos a Macorís y ver de nuevo el parque, la casa de los “bulletes” que quería decir juguetes en ese lenguaje extraño con que hablan los niños; quería ver el río, la catedral donde me bautizaron, la calle La Aurora donde pasaste tu infancia, el estadio donde jugabas softball con los muchachos, como le decías a tus amigos del barrio, incluyendo a tu querido “Ton, Melitón, cojo y cabezón”.
Yo solo estaba esperando que soltaras el teléfono, que dejaras de hablar de pelo largo y de piscinas para comenzar la aventura que me habías prometido.
Era Navidad y hacía frío, las voces y la música ahora se sentían del otro lado de la puerta, y todo eso seguía estorbándome. No quería que a alguien se le ocurriera abrir la puerta intempestivamente para que no descubriera mi cara triste, para no tener que descruzar las piernas, para no tener que preguntarte si ya no iríamos a pasear en coche.
Finalmente, levantaste los ojos y me viste sentada con tu misma mirada distante y pensativa. Te estabas viendo a ti frente a la máquina de escribir. Viste tu propia tristeza en mis ojos y yo vi la mía en los tuyos.
Con una excusa que ahora no recuerdo, interrumpiste la conversación, cerraste el teléfono, te acercaste a mí y me besaste. No sé por qué, quizás es parte de la fragilidad que siempre advertiste en mí, pero cada vez que me abrazabas y me besabas yo lloraba de la misma forma en que estoy llorando ahora, y es que nunca me has dejado de abrazar y de besar, es que nunca te has ido, es que estás aquí, conmigo, mirándonos.
Me tomaste la mano con el orgullo de un padre cuando ve que su hija está creciendo, que va a cumplir once años y que se está poniendo hermosa. Bajamos las escaleras estrechas, saludaste alegremente a alguien que te buscaba y a quien no estabas esperando. No te llamó por tu nombre sino por tu apellido. Ya en ese momento no eras Chichi como te llamaban en San Pedro, tampoco El Afilao, como te decían en la cárcel de la 40, ni eras René como te llamaban tus amigos íntimos; en ese último año ya eras Del Risco, como yo, como me decían en el colegio. Teníamos eso en común y yo acababa de descubrirlo.
El señor que te buscaba te informó que esa tarde estaba pautada la grabación del audio para la fiesta aguinaldo de fin de año. Las cosas en publicidad son así, de repente, inaplazables e impostergables. Se necesitaba urgentemente tu voz, la que sería tu última voz guardada en un reel con cinta magnética y hoy reproducida en canales virtuales que nunca imaginaste podrían existir.
No recuerdo la hora exacta, pero aún no era el mediodía. Ya sabíamos que nuestra aventura se había pospuesto por lo que nos montamos en el carro con una ruta distinta. Tú conducías y yo iba a tu lado. “A la cieguita” decías, “voy a cruzar a la cieguita”. En ese momento lo entendía porque era un juego más, pero ahora pienso que realmente hubieras querido que todo en la vida pasara “a la cieguita”, que todo fuera un suspenso, que las cosas fueran lo que decidiera la vida y que no tuviéramos otra opción que cruzar esa y otras esquinas “a la cieguita”. No importaban las consecuencias.
Llegamos al malecón a la cieguita y te paraste en el lugar acostumbrado, frente a los helados Capri. Después de comprar la barquilla de mantecado y chocolate nos sentamos de frente al mar, donde podíamos oír el sonido de las olas romper, donde podíamos oír el sonido de los buques y ver a Macorís desde lejos; hasta me hiciste creer que “aquel destello” venía del ingenio, hasta me hiciste sentir el olor de la caña y oír los sonidos del pueblo. Eso era fácil para ti. Hacer ver las cosas imposibles posibles, hacer una ficción de la vida y hasta de tu irremediable muerte.
Lo que no pudiste fue llevarme a pasear en coche y recorrer La Aurora, el parque, el puerto, el Club 2 de julio, el loto y su flor. Nada de eso lo vi. No lo he visto más, solo lo imagino.
Ese 20 de diciembre cambió tu historia y cambió mi vida.
No sé quién puede tener más deudas. No sé si en esos quince minutos de la agonía entre tu vida y tu muerte pensaste en mí, si pensaste en el parque, en el mar, en la casa de la José Reyes, no sé si pensaste en el paseo que teníamos planeado para ese día.
Tampoco estoy segura de si la deuda la tengo yo al no haber insistido en que me llevaras a ver el ingenio porque no solo quería imaginarme el olor a caña; o al no decirte que quería ver de nuevo la casa montada en pilotes donde solía pasar mi niñez con mis abuelos. Sé que me hubieras complacido.
Tampoco estoy segura de si la deuda la tengo yo al no haber insistido en que me llevaras a ver el ingenio porque no solo quería imaginarme el olor a caña; o al no decirte que quería ver de nuevo la casa montada en pilotes donde solía pasar mi niñez con mis abuelos. Sé que me hubieras complacido.
No sé si es que siento una deuda tan grande por no haberte dicho que nos fuéramos a la cieguita a vivir de verdad todo lo que me habías contado esa mañana frente al mar. Tal vez no hubieras muerto.
No sé si es mejor, como le dijiste a Ton, dejar las cosas ahí y esperar…
Esperar a que la vida me lustre los zapatos.
No sé si es mejor, como le dijiste a Ton, dejar las cosas ahí y esperar…
Esperar a que la vida me lustre los zapatos.
Fotos tomadas de la red.