miércoles, diciembre 18, 2013

LA INSIGNIFICANTE GRANDEZA



Escribo mucho de mí, de mis ancestros, de la tierra donde nací. Quiero dejar testimonio de la insignificante grandeza de nuestras vidas.

Decir que sobre la primavera que con sus manos fecundas hicieron florecer en nuestra memoria  los  abuelos, construyeron una gran ciudad.

De esa tierra que en mi corazón es un canto no queda nada, sólo recuerdos, recuerdos edificados sobre las cenizas de nuestra nostalgia, recuerdos tan enraizados en mis palabras que en mi voz anidan los pájaros fabulosos de mis sueños que más allá de la polvorienta geografía de mi cuerpo  iluminan los cubículos del olvido, en donde la civilización enterró toda nuestra alegría.

 En  nuestra forma simple de ver la vida no  advertimos que el mundo de más allá de la alborada ambicionaba nuestras tierras, que la modernidad avanzaba inexorable hacia nosotros triturando entre sus fauces todo lo que encontraba a su paso, que por el camino real a menos de una hora de distancia a pie, la ciudad resplandecía  en todo su esplendor, sus avenidas románticas con sus ventanales que todas las tardes daban al mar,  las luces que herían el corazón de las sombras con sus cuchillos color del oro viejo,  sus pomposos edificios preñados de sueños, sus mujeres de algodón que vestían sus corazones con las luces primeras del alba para no morir de pena atrapadas por la soledad,  sus escuálidos  hombres vestidos con los colores más estridendentes del arco iris,  sus ruidosos automóviles ebrios de distancia y sobre todo sus noches bulliciosas, con sus casinos, donde el azar y la ambición  atrapaban a los hombres en sus tentáculos imposibles, sus cines de melancolía de la Duarte y la Mella, donde la quimera llevaba a los espectadores en un viaje sin retorno por los túneles infinitos  de la fantasía, el mar Caribe  con sus barcos fantasmas esfumándose en el horizonte, las vidrieras de las tiendas que atrapaban nuestros sueños en el bucólico encanto de querer tener y no poder y mirábamos hacia dentro de nosotros mismos y terminábamos parados frente al espejo de la vida harapientos y descalzos en un mundo ajeno y extraño, como extraño éramos nosotros en ese mundo  y de nuevo volvíamos a nuestras tierras en donde la vida transcurría sin más  prisa que ir  a los conucos, andar por los montes maroteando alguna fruta de lástima,  arrear vacas hacia las distantes regiones del rocío , cazar pajaritos endebles para mitigar el hambre de toda la vida y en las noches alrededor de la hoguera los abuelos en una danza nos hablaban de sus hazañas remotas,  de su largo viaje sin retorno hasta llegar  aquí,  de la crueldad del látigo en sus espaldas, de cuando lucharon contra el hombre blanco por su libertad,  de sus anhelos por volver al África y  de sus raíces enterradas en estas tierras  que abonaron con  sudor y sangre , tierra, en que a pesar de todo, siempre serán extraños.

Al final de la jornada sin más luces que la de la luna y las estrellas nos alejábamos  por los caminos que  los grillos iluminaban con su canto,  gritando a viva  voz la  alegría de compartir en una danza la vida,  al llegar al hogar con la piel pegajosa de oscuridad dar un beso a mis padres, pedir su bendición, salir al patio y bajo las estrellas darme un baño de inmensidad y rocío y luego acostarme en mi hamaca,  hasta que el sol de un nuevo siglo nos traiga la esperanza que perdimos en el duro batallar contra la modernidad.


Domingo Acevedo.


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