Cuando
empezaba a caer la tarde la tía Aurora
solía
sentarse junto a la puerta de su casa que daba la camino real
su
mirada anochecida se llenaba del rumor de los pájaros fugaces
y el
vuelo de las mariposas que salpicaban el broque de colores
que
parecían navegar en un océano espectral de girasoles
espigados
contra la bruma del ocaso
su
mirada se perdía más allá de los límites transitorios de las tardes
prisionera
del tiempo nunca la ví sonreír
su
tristeza insular había marcado su vida con la angustia residual
de la
impotencia de ver morir irremediablemente la primavera
sin
que sus manos pudieran hacer nada por salvar las flores
de la
furia de los tractores que a su paso por nuestras tierras
lo
arruinaban todo
allí
en un rincón de la tarde ella permanecía largo tiempo
con
su cachimbo de barro antiguo entre sus labios
fumando
mirando
hacia atrás
hacia
el olvido
tratando de encontrar una salida en el tiempo
a lo
que ella sabía inevitable
pero
caramba
esta
vida de pobre siempre ha sido una falsa
decía
y su
tristeza se fue haciendo grande
y con
sus manos fabricaba adioses de nostalgia
que
guardaba en un rincón de su corazón
de su
corazón que a ratos se cansaba y por
momento dejaba de latir
y
ella sentía sofocada el alma de una ansiedad de muerte
que
ya no le asustaba tanto porque más allá de la vida
otra
primavera llenaría sus ojos de una paz
de lunas y flores
perfumadas
sin prisa en las noches tibias de las añoranzas
ella
ya no temía a la muerte todo lo contrario hacía tiempo
que
se había detenido a esperar la llegada de la hora suprema
de
dejar siempre este mundo del carajo
sin
embargo se entristecía cuando miraba el camino
que
llevaba sin prisa al cementerio
a
aquel lugar de misterios y sombras
donde
algunas flores exhaustas por el tiempo
crecen
descuidadas y tristes junto al mármol y las cruces
que
marcan severas la ultima morada de os seres humanos
la
tía Aurora nació y envejeció con el siglo
y
danzó con él la danza amarga del hambre en noches calientes
bajo
el asombro suspicaz del arcturus
el
siglo la marcó con su trauma de sangre y miseria
incrementando
en ella la tristeza celular de los de su raza
y sus
huellas de agua se alejan lentamente
hacia
donde la tarde no es más que un espejismo horizontal
de
luces y colores donde a pesar del tiempo
ella
permanece intacta como un efigie faraónica esculpida en oro viejo
eterna
y sencilla como una flor silvestre inadvertida en medio del monte
Domingo Acevedo.