Tenía catorce años.
La cara de una niña, el pelo cuidadosamente trenzado, y en sus ojos - ese tipo de miedo que nunca debería pertenecer a nadie, y menos a una niña.
Nació en Polonia en 1928.
En diciembre de 1942, junto con su madre, fue deportada a Auschwitz.
Un niño en un mundo que había dejado de ser humano.
Unos meses después, el 18 de febrero de 1943, su corazón fue detenido por una inyección de fenol.
Solo tenía catorce años.
La fotografía que la inmortalizó fue tomada por Wilhelm Brasse, otro prisionero -
un hombre obligado a fotografiar los rostros del sufrimiento.
Años después, recordó que justo antes de que la foto fuera tomada, un guardia golpeó a Czes ława en la cara.
Él le partió el labio.
Y ella, incapaz de entender el lenguaje de su abusador, se quedó quieta.
Solo.
Solo en un lugar donde hasta la luz tenía miedo de entrar.
Y sin embargo, en esa mirada capturada para siempre, todavía hay algo vivo.
Una chispa.
Una voz silenciosa que cruza las décadas y susurra: “Mírame. No me olvides. ”
Muchos años después, la artista Marina Amaral colorizó esa fotografía -
restaurando el calor de su piel, el débil rojo de sus labios, el verde pálido de sus ojos.
Y en ese acto, ella la trajo de vuelta al mundo de los vivos,
aunque sólo sea por un momento.
Czes ława ya no es sólo un niño reducido a un número.
Ella es el rostro de 250.000 niños que nunca tuvieron la oportunidad de crecer.
Ella es el recuerdo que sostiene nuestra mirada - el recordatorio de que el horror puede nacer del silencio.
Hoy, cada vez que miramos su imagen, ya no vemos sólo miedo.
Vemos el coraje de alguien que, incluso en los lugares más oscuros,
nos dejó un rastro de humanidad.
Porque recordarla no es solo un acto de compasión.
Es un deber para el futuro.
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