En 1912, Japón envió por primera vez a un atleta a unos Juegos Olímpicos. Su nombre era Shizo Kanakuri, un joven prodigio del maratón que había roto el récord mundial de 40 km en 2 horas, 32 minutos y 45 segundos. La Universidad de Tokio costeó su viaje a Estocolmo, y partió con la sonrisa de quien sabe que lleva las esperanzas de un país entero.
El 14 de julio, día de la carrera, Suecia sorprendió con un calor sofocante: 32 grados y sin apenas viento. Kanakuri, decidido a no perder líquidos, cometió un error fatal: no bebería en el recorrido. Salió disparado, solo seguido de cerca por el sudafricano McArthur. Pero el sol no tuvo piedad. En el kilómetro 30, sediento y exhausto, vio un jardín donde una familia celebraba una fiesta y bebía zumo de frutas. Se detuvo.
Bebió un vaso… luego otro. El anfitrión le ofreció descansar en un sofá. Cerró los ojos “solo un momento” y se quedó dormido. La carrera terminó sin él. La policía lo buscó, pero Shizo, avergonzado, tomó un tren y regresó a Japón en silencio. Para Suecia, había desaparecido.
Con el tiempo, volvió a competir en 1920 y 1924, pero su abandono en Estocolmo quedó como una anécdota pendiente. Hasta que, en 1962, un periodista sueco lo localizó: tenía más de setenta años, seis hijos y diez nietos.
Cinco años después, en 1967, Kanakuri fue invitado a regresar al lugar donde se había detenido. Caminó hasta el mismo jardín, conversó con el hijo de aquel anfitrión y, con paso tranquilo, cruzó la meta que había dejado atrás 55 años antes.
—“He tardado 54 años, 8 meses, 6 días, 5 horas, 32 minutos y 20 segundos”, bromeó.
Así terminó la maratón más larga de la historia.