No fue general de escritorio ni político de peluquería. Facundo Quiroga nació entre el polvo y la lanza, y jamás se sacó el barro de las botas. No leía latín ni francés, pero conocía cada palmo del interior con los ojos cerrados. Su ley era sencilla: proteger al pobre, castigar al traidor y morir de pie si era necesario.
Lo apodaron El Tigre de los Llanos, y no fue por poesía. Tenía una furia que asustaba hasta a sus aliados, una vozarrón que retumbaba como trueno y un caballo moro al que hablaba como si fuera un oráculo. Participó en más de veinte combates, recibió heridas, enterró amigos, y nunca pidió permiso. Gobernaba con justicia rústica y Biblia en mano. Era bárbaro, sí, pero de los que sabían que la civilización sin alma no vale un carajo.
Desconfiaba de los doctores de levita, de los porteños de escritorio que querían mandar sin haber pisado una zanja. Creía en una Argentina desde el interior, con los pies en la tierra y el cielo en los ojos. Y por eso lo odiaron tanto. Porque representaba algo más profundo: un país que no se dejaba domesticar.
Y cuando lo mataron, no lo vencieron. Lo volvieron leyenda. Lo velaron, lo trasladaron, lo ocultaron… pero no lograron borrarlo. Dicen que lo enterraron de pie. Y uno quiere creerlo. Porque hay hombres que no saben morir de otra forma.
Del muro de Roberto Arnaiz
