EL ABRIGO COMPARTIDO
Una mañana, un viajero llegó al pueblo. Iba temblando, con ropas rotas y los pies desnudos en la nieve. Apenas podía hablar. Los aldeanos lo miraban desde sus casas, inseguros. Algunos temían que trajera enfermedades, otros pensaban que sería una carga más en tiempos de escasez.
En medio del silencio, una anciana llamada Miyako salió de su choza. Llevaba puesto un abrigo de lana gruesa, el único que tenía. Se lo quitó sin dudar y lo colocó sobre los hombros del forastero.
—Aquí, caliéntate —dijo—. La vida pesa menos si se comparte.
Los demás se quedaron atónitos.
—¡Miyako! —gritó un vecino—. ¿Cómo podrás sobrevivir sin tu abrigo?
Ella respondió con calma:
—El frío mata más rápido al que no tiene nada. Yo aún tengo un techo y una manta.
El viajero lloró en silencio, murmurando apenas un “gracias”.
Esa misma noche, los aldeanos se reunieron en la sala comunal. Al ver el gesto de la anciana, comenzaron a reflexionar. Uno llevó un poco de arroz, otro leña, otro un par de sandalias viejas para el desconocido. Sin darse cuenta, el pueblo entero se movilizó.
El maestro zen Hoshin, que vivía cerca, fue testigo de la escena y dijo:
—Hoy han aprendido que la compasión es contagiosa. Un solo acto rompe el hielo del egoísmo y hace que todo un pueblo despierte.
El viajero se quedó varios días, recuperándose. Ayudaba en lo que podía: reparaba herramientas, contaba historias de los lugares que había recorrido. Su presencia, lejos de ser una carga, se volvió un regalo.
Un niño del pueblo preguntó a Hoshin:
—Maestro, ¿por qué todos se movieron solo después de que Miyako diera su abrigo?
El anciano respondió:
—Porque la compasión es como una antorcha. Una sola llama puede encender cientos de velas, pero alguien tiene que atreverse a encender la primera.
Con el tiempo, cuando el viajero partió, dejó una nota en la sala comunal:
“No recordaré el frío que pasé, sino el calor que me dieron.”
Los aldeanos empezaron entonces una tradición: cada invierno, dejaban un abrigo extra, un saco de arroz o una manta en la entrada del templo para quien lo necesitara. No preguntaban nombres, no pedían explicaciones. Solo dejaban lo que podían.
Y cada vez que alguien dudaba en dar, los ancianos repetían la frase de Miyako:
—La vida pesa menos si se comparte.