Viuda joven, madre sola, heredera de 200 cuadros sin valor y un legado que parecía condenado al silencio. Pero donde muchos solo vieron locura y fracaso, ella reconoció un alma luminosa. Y lo hizo eterno.
Johanna Gezina van Gogh-Bonger nació en 1862, en Ámsterdam. Educada, viajera, políglota, se casó con Theo Van Gogh —el inseparable hermano de Vincent— en 1889. Un año después, nacería su hijo. Ese mismo año, el mundo perdería a Vincent… y poco después, a Theo. Johanna tenía 28 años cuando el peso de un legado invisible cayó sobre sus hombros.
Con una mezcla de amor, determinación y visión, recopiló las cartas entre los hermanos, las tradujo y editó. Montó exposiciones, defendió los lienzos ignorados, abrió puertas, tejió redes. Gracias a su empeño, el mundo no solo conoció los cuadros de Vincent, sino también la profundidad de su pensamiento, su ternura, su tormento, su búsqueda de serenidad.
En 1914, ordenó que los restos de Theo descansaran junto a los de su hermano en Auvers-sur-Oise, bajo una hiedra que aún hoy los abraza. Porque ella entendió que la historia de los Van Gogh no podía separarse.
Murió en 1925, aún traduciendo las palabras de Vincent, como si su misión no pudiera terminar.
Hoy, cuando miramos un cuadro de Van Gogh, también miramos el eco de Johanna. Sin ella, quizás nunca habríamos conocido al hombre detrás de los girasoles.
Créditos: El Ilustrador