La tarde recrea  ante mis ojos la nostalgia de mi origen
perdido en África. 
La  
tristeza de estos largos años de exilio en que hemos perdido nuestra
identidad, hace florecer entre mis ojos lirios 
de agua. 
La pena acumulada durante estos siglos de huir
a ningún lado golpea mi  memoria como un
látigo de sal que abre viejas heridas que vuelven a sangrar bajo el sol púrpura
de nuestro ocaso. Tantos años de olvido han 
dejando en mi boca el  agrio sabor
de la ausencia 
África es en mi corazón una hoguera que se
enciende entre mis ojos cuando miro hacia atrás,  se  que
ya no volveré al acrisolado mundo de mis sueños;  me he resignado a morir en esta tierra tan
ajena y tan mía, pero mi vida sigue allá, 
en la aldea de donde una noche  mi
ADN sin querer, empezó a viajar en un cuerpo desconocido hacia una isla perdida
en el mar Caribe.
Quinientos años 
después, la mirada triste de la abuela Mamá Tita, me despierta en medio
del estruendo de los arcabuces y  los
gritos de los  hombres  que defendían 
a los suyos, hasta terminar atados a la codicia de unos hombres  que contra el reflejo de la aldea incendiada
los conducían  por un sendero de horror
hasta una embarcación anclada en un océano de cadáveres, emprendiendo un viaje
sin retorno hacia el dolor.
Yo apenas era menos que un sentimiento perdido
en la memoria de alguien que aún no había nacido, pero  ya llevaba sobre mis hombros el peso de una
historia de látigo y sudor, donde la vida nunca dejó de ser un canto que en las
noches, se multiplicaba en la voz alegre de las tamboras.