miércoles, noviembre 12, 2025

Perdóname, Iosif... No tengo brazos ni piernas. No quiero ser una carga para ti. Olvídame. Adiós. Tu Zina.”

 


Aquella carta, dictada con dolor y valentía, marcó el inicio de una historia que no nació del heroísmo, sino del amor más puro.
Zinaida Tusnolobova era una joven enfermera soviética que, durante la Segunda Guerra Mundial, se ofreció como voluntaria para acompañar a su prometido, Iosif Marchenko, al frente. En las batallas de Vorónezh salvó más de 120 soldados, arrastrándolos entre el fuego enemigo, y su nombre comenzó a circular como ejemplo de entrega.
Pero en febrero de 1943, mientras intentaba rescatar a un comandante herido, una explosión la arrojó al barro helado. Pasó días atrapada, congelada y sola, hasta que un grupo de exploradores soviéticos oyó sus gemidos y la rescató. Cuando despertó en el hospital, ya no tenía brazos ni piernas. La gangrena se los había arrebatado.
Durante meses soportó cirugías, dolor y noches sin sueño. Hasta que un día, agotada, pidió a una enfermera que escribiera aquella carta de despedida. No podía imaginar que su respuesta cambiaría su destino.
Iosif le respondió desde el frente:
“Ninguna desgracia podrá separarnos. En la alegría y en la tristeza, siempre seré tuyo.”
Aquellas palabras fueron más poderosas que cualquier medicina. Zina volvió a aprenderlo todo: a escribir sujetando el lápiz con el muñón, a peinarse, a cocinar, a vivir.
Pidió que la llevaran a la fábrica Uralmash para hablar con los obreros:
“Ya no tengo brazos ni piernas, pero os ruego que fabriquéis al menos un remache más para un tanque en mi nombre.”
Poco después, cinco tanques salieron al frente con una inscripción blanca en el casco: “Por Zina Tusnolobova.”
Al terminar la guerra, Zina e Iosif se reencontraron. Ella, apoyada en prótesis, él, con el uniforme gastado. Se casaron, plantaron un huerto de manzanos y tuvieron dos hijos. Zina trabajó como locutora, conferencista y escritora, inspirando a miles. Nunca se consideró vencida.
Vivió y amó con la misma fuerza con que había resistido la guerra.
Y hasta el último día, cuando el dolor volvía en las noches frías, repetía una sola idea:
“No hay límites cuando el corazón decide seguir luchando.”

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