Cada tarde, cuando el sol aflojaba y los motores de los camiones empezaban a enfriarse, un niño pequeño se deslizaba bajo el chasis de uno de ellos, en una estación de servicio a las afueras de Tucumán.
Se llamaba Benjamín. Tenía 10 años, una camiseta dos tallas más grande y una mochila con más polvo que útiles escolares.
No iba a la escuela todos los días. Su madre trabajaba limpiando baños públicos y él la esperaba ahí, en la estación, mientras terminaba su turno. Los camioneros lo conocían. Le daban galletas, naranjas, agua fresca.
Pero él no pedía comida.
Pedía libros.
—¿Tenés algo que leer? —preguntaba, con una mezcla de timidez y osadía.
La mayoría se reía.
—¿Vos? ¿Un libro? ¿Pa’ qué?
—Para que la cabeza me lleve más lejos que los pies —respondía, bajando la mirada.
Una tarde, un chofer de Córdoba, alto y con barba blanca, le regaló un libro de tapas amarillas: “El Principito”. Estaba roto, sin portada, pero tenía todas las páginas.
—Lo encontré en una estación en Brasil. Capaz te sirve —le dijo.
Benjamín lo recibió como quien recibe una brújula.
A partir de ese día, se metía debajo del camión más grande, apoyaba la mochila como almohada y leía a la luz de un farolito que él mismo había armado con una linterna rota y cinta aislante.
Los ruidos del mundo quedaban afuera. Solo quedaban él y las palabras.
Una noche, un camionero nuevo lo descubrió.
—¡Ey, pibe! ¿Qué hacés ahí? ¿Jugás a los mecánicos?
—No, leo.
—¿Y no te da miedo estar ahí abajo?
—No. Ahí nadie me molesta. Y además, los camiones tienen algo… hacen sombra, pero no oscuridad.
El hombre se quedó en silencio. Le dejó una historieta vieja antes de irse.
Con el tiempo, la estación se volvió una biblioteca improvisada. Los camioneros comenzaron a dejarle libros en una caja al lado de la máquina de café.
Alguien escribió con marcador:
“Para Benja. Que su motor sea la lectura.”
Pasaron meses.
Un día, su madre lo encontró dormido con el libro abierto sobre el pecho, y lágrimas secas en las mejillas.
—¿Qué pasó, hijo?
—No quiero dejar de leer, mamá. Pero me duelen los ojos. Me cuesta ver.
Lo llevaron al hospital. Diagnóstico: miopía avanzada.
Le recetaron gafas, pero no podían pagarlas.
A los pocos días, llegó un camionero desde Salta. Tenía una caja envuelta en papel de diario. Era un par de lentes nuevos.
—Entre todos los choferes juntamos plata. Queremos que sigas leyendo, pibe. Sos nuestra historia favorita.
Benjamín no dijo nada. Solo se los puso… y sonrió.
Esa tarde, volvió a meterse debajo de un camión. Pero esta vez, con una nueva linterna, su libro amarillo… y el corazón más liviano.
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Hoy, Benjamín tiene 25 años. Es bibliotecario itinerante. Viaja por pueblos del norte argentino con una camioneta vieja, pintada a mano con frases de sus libros favoritos.
Y en la parte trasera lleva una caja de metal oxidado.
Arriba, en letras firmes:
“Donde no llegue el asfalto, llegará un cuento.”
Porque si un niño puede leer bajo un camión, entonces el mundo aún tiene esperanza.
Tomado de la red.