Jeanne Louise Calment nació en Arlés, Francia, en 1875. Vivió 122 años y 164 días, un récord nunca igualado, pero su legado no está solo en la cifra: está en el modo en que habitó cada uno de esos días.
De niña, vendió lápices en la tienda de su padre a un cliente extraño y desaliñado llamado Vincent van Gogh. «Estaba sucio, mal vestido y muy desagradable», recordaría después, con esa franqueza encantadora que la acompañó toda la vida.
El tiempo la convirtió en un testigo viviente de la historia. Fue contemporánea del nacimiento del automóvil, atravesó dos guerras mundiales, escuchó las primeras llamadas telefónicas, vio al hombre pisar la Luna y la llegada de internet. Ella era un puente entre el siglo XIX y el XXI.
A los 110 años aún vivía sola, concediendo entrevistas en las que mostraba un humor chispeante. Decía que su secreto era simple: aceite de oliva, chocolate, vino tinto… y reírse de la vida. Cuando le preguntaron por qué había llegado tan lejos, encogió los hombros y dijo: «Nunca he estado enferma. Nunca. Nunca».
Falleció en 1997, en el mismo lugar donde había nacido. Su historia no es la de una mujer que acumuló años, sino la de alguien que supo habitarlos con luz.
Porque Jeanne Calment no fue solo la más anciana del mundo: fue la prueba viviente de que envejecer no es contar días, sino elegir cómo vivirlos.