sábado, octubre 04, 2025

Mary McLeod Bethune no vivió para ver muchas de las victorias que sembró

 



El viento arrastraba polvo sobre los campos de algodón de Mayesville, Carolina del Sur, en el verano de 1885. Mary McLeod, con apenas diez años, volvía a casa con las manos callosas del trabajo diario. En su mente, llevaba algo distinto a las semillas caídas: un libro que había robado un minuto de su día.

Su madre, Patsy, la esperaba junto a la cabaña de tablas.
—Mary, hija —dijo con voz cansada pero firme—, ¿te enseñaron algo nuevo hoy?
Mary asintió, sin mirar a sus pies.
—Aprendí una palabra que no conocía: dignidad.
La madre la abrazó fuerte.
—Esa palabra te va a servir. No la olvides.
Años después, ya como maestra, Mary caminaba kilómetros para llegar a las aulas del sur segregado. Dejó un zapato en la mano para que no se desgastara. Enseñaba en mesas improvisadas, con tizas rotas y cuadernos prestados.
Una de sus estudiantes, Sarah, levantó la mano tras una clase:
—Maestra, ¿usted cree que alguien como yo puede llegar a la universidad?
Mary sonrió pausadamente.
—No lo creo. Lo sé. Porque tú eres luz, y la luz viaja donde debe ir.
En 1904, con apenas 28 años y escasos recursos, Mary alquiló una pequeña casa en Daytona, Florida. Con $1,50 y cinco estudiantes, fundó la Escuela Educativa e Industrial para Niñas Negras. No tenía pupitres, ni libros suficientes, pero tenía fe.
Un alba del primer día de clases, un vecino la vio trabajando sobre cajones convertidos en escritorios.
—Señora —le dijo con curiosidad—, ¿su escuela no parece escuela?
Mary le respondió sin vacilar:
—Niños que aprenden con fe son más escuela que todos los ladrillos del mundo.
Poco a poco, con donaciones, voluntades y trabajo incansable, su escuela creció. Se convirtió en Bethune-Cookman College. Miles de jóvenes pasaron por sus aulas, se graduaron, lideraron comunidades.
Su nombre cruzó puertas que antes tenían cerrojos. En 1935 fundó el National Council of Negro Women. Fue una de las pocas mujeres afroamericanas en participar en la fundación de las Naciones Unidas. También se convirtió en asesora de Roosevelt, liderando la División de Asuntos Negros de la National Youth Administration. Fue la primera mujer negra en dirigir una agencia federal. 
Un día de invierno, escuchó que la comunidad negra luchaba por la igualdad de votación. Mary reunió mujeres y jóvenes.
—No esperes permiso —les dijo—. Sal, registra tu nombre. Si alguien te dice que no puedes, le contestas que aprenderás a leer antes que obedecer.
En 1945, Maryland la envió como delegada para la fundación de la ONU. Fue la única mujer negra presente en ese acto histórico. 
Cuando Mary enfermó en 1955, sus alumnos, colegas y amigos enfilaban hacia Daytona para despedirla. En su lecho, escuchó susurros:
—“Doctor, ¿cómo está ella?”
—“En paz. Su fuerza sigue aquí.”
Murió el 18 de mayo de 1955, pero su luz no se apagó. En su testamento moral dejó:
“Les dejo la sed de educación, la fe, el orgullo racial… les dejo mis palabras para que construyan un mundo mejor.”
Hoy, surgen estatuas, memoriales, escuelas que llevan su nombre. En el Capitolio de EE. UU., una estatua suya reemplazó a la de un general confederado: la primera mujer afroamericana en estar representada allí. 
Pero su verdadero legado no está en monumentos. Está en cada niña que leyó su primer párrafo porque alguien creyó que podía. En cada mujer que alzó la voz porque alguien le enseñó a pensar. En cada líder que pasó por sus aulas.
Mary McLeod Bethune no vivió para ver muchas de las victorias que sembró. Pero plantó semillas tan profundas que hoy florecen como justicia, esperanza y memoria.

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