jueves, octubre 30, 2025

Boris III de Bulgaria: el rey que desobedeció al mal



En medio del caos de la Segunda Guerra Mundial, Bulgaria se mostraba aliada del régimen nazi. Las banderas con la esvástica ondeaban en los balcones y los tratados firmados con Berlín parecían sellar su lealtad. Pero detrás de esa fachada de obediencia, un rey callado escondía algo más poderoso que cualquier arma: una conciencia viva.
Su nombre era Boris III, un monarca poco común. No buscaba gloria ni expansión; prefería los bosques, el aire de montaña y las conversaciones sinceras con campesinos. Gobernaba un país pequeño en medio de un continente devorado por gigantes.
En 1943, una orden llegó desde Berlín: deportar a los judíos búlgaros hacia los campos de concentración. Los trenes ya esperaban, las listas estaban escritas, y los alemanes exigían cumplimiento inmediato. Pero algo inesperado ocurrió: el pueblo búlgaro se negó. Obispos, maestros, parlamentarios y ciudadanos comunes levantaron su voz en defensa de sus vecinos.
El rey escuchó ese clamor y decidió enfrentarse a Hitler. Convocó a los diplomáticos alemanes y pronunció una frase que marcaría la diferencia entre la barbarie y la humanidad:
> “Bulgaria no tiene judíos que deportar.
Tiene ciudadanos búlgaros.”
Aquellas palabras detuvieron los trenes. Cuarenta y ocho mil vidas se salvaron gracias a una desobediencia moral que pudo costarle la suya.
Poco después, el 28 de agosto de 1943, Boris fue convocado a Berlín. Regresó enfermo y murió diez días más tarde. La versión oficial habló de un infarto; muchos sospecharon envenenamiento.
El rey que no buscó poder ni fama eligió algo más difícil: no obedecer al mal.
Su gesto silencioso quedó como uno de los actos de humanidad más valientes de la guerra.
Porque, a veces, la verdadera grandeza no está en conquistar imperios,
sino en salvar vidas.

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