miércoles, diciembre 24, 2025

Que en estas navidades logremos alcanzar nuestros sueños de construir un mundo más justo y solidario.


 

Los Culíes y el Juramento de Sangre en la Guerra del Pacífico.



En las vastas y polvorientas haciendas costeras del Perú, bajo el sol implacable de 1880, miles de hombres arrastraban una existencia miserable. Eran los culíes, inmigrantes chinos traídos bajo engaños y sometidos a un régimen de semiesclavitud brutal en los campos de caña de azúcar y las islas guaneras. Despreciados y marcados por el látigo, para ellos la libertad era una fantasía lejana e imposible. Sin embargo, el avance arrollador de la Guerra del Pacífico trajo un giro del destino inesperado: las tropas del Ejército de Chile, bajo el mando del temido Patricio Lynch, no fueron vistas por ellos como invasores enemigos, sino como "hermanos" libertadores enviados para romper sus grilletes.
El punto de quiebre fue masivo y dramático. Liderados por el carismático e inteligente Quintín Quintana, miles de estos trabajadores se sublevaron contra sus amos y juraron lealtad inquebrantable a la bandera chilena. En un acto cargado de profundo simbolismo cultural
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, cortaron sus largas trenzas tradicionales, rompiendo así el lazo sagrado con la dinastía Qing y su pasado de sumisión, para unirse activamente a las filas expedicionarias. Conocidos por su destreza técnica y frialdad, formaron unidades de apoyo vitales, desactivando minas y transportando heridos, pero también empuñaron machetes y fusiles en las sangrientas batallas de Chorrillos y Miraflores, peleando con una furia nacida de años de opresión y tortura acumulada
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Aquellos que sobrevivieron al infierno del combate no volvieron a las cadenas. El gobierno chileno honró su colaboración permitiendo su traslado hacia el sur, donde muchos se establecieron en los barrios de Iquique y Santiago, fundando comercios y familias, integrándose silenciosamente en el tejido social del país vencedor. Esta crónica revela una alianza insólita forjada en la desesperación, donde hombres esclavizados se transformaron en soldados temibles para recuperar, a sangre y fuego, su dignidad humana arrebatada por la historia.

El ataque de Salt Creek de 1867.




En la primavera de 1867, las patrullas de caballería estadounidenses empujaron profundamente en el territorio de Kiowa y Comanche a lo largo de las llanuras de Salt Creek en el norte de Texas. La tensión había estado aumentando durante meses debido a los tratados rotos, los fuertes no autorizados y la constante exploración militar a través de las llanuras del sur.

Una mañana, antes de que el sol saliera completamente, los soldados lanzaron un ataque repentino contra un pequeño campamento de Kiowa cerca de Salt Creek.
Las familias todavía estaban despiertas.
Los fuegos eran solo brasas.
Los niños estaban comiendo su primera comida del día.
El sonido de los disparos lo hizo todo.
En la confusión, un niño kiowa de no más de ocho años siguió la orden que había escuchado a los ancianos repetir muchas veces: "Si viene el peligro y no puedes huir, escóndete debajo de la tierra. ”
Detrás de la cabaña de su familia había un pozo de almacenamiento donde se guardaban alimentos secos, herramientas y suministros de invierno.
Corrió hacia él mientras el ataque se acercaba.
Dentro del hoyo, podía oír todo.
Los caballos gritando.
Las mujeres pidiendo a sus hijos.
Los soldados disparando contra las logias.
El crujido de las paredes de cuero ardiendo.
Polvo y suciedad llovieron mientras los disparos sacudieron el suelo sobre él.
Se puso una bata de búfalo sobre su cabeza y la cubrió de tierra, dejando sólo un pequeño espacio para respirar. Pasos golpeados sobre la cubierta de madera. Escuchó voces gritando en inglés, botas raspando, el golpe de rifles golpeando los postes de la logia.
No se movió.
Él no lloró.
Se mantuvo en silencio mucho después de que el ruido se desvaneciera.
Cuando los soldados finalmente se fueron, el niño salió del hoyo y se convirtió en un mundo que había cambiado en una sola mañana. Su casa se quemó. Muchos en el campamento estaban muertos o desaparecidos. Los supervivientes buscaron a sus seres queridos mientras el humo va a la deriva por las llanuras.
Pero el chico sobrevivió.
Fue encontrado por parientes más tarde ese día, todavía temblando, cubierto de polvo, agarrando un paquete de comida seca que había agarrado de miedo. Los ancianos dijeron más tarde que sobrevivió porque a los niños kiowa se les enseñó desde pequeños dónde esconderse, dónde correr y cómo sobrevivir a los momentos destinados a borrarlos.
El ataque de Salt Creek de 1867 se convirtió en uno de los muchos enfrentamientos fronterizos registrados durante el empuje militar de los Estados Unidos hacia las llanuras del sur.
En el informe se enumeran víctimas.
En la lista de armas.
En la lista de caballos tomados y propiedades destruidas.
No aparece ni un solo niño que sobrevivió a ello.
Pero la historia oral de Kiowa lo recordó.
El chico que sobrevivió yendo bajo tierra,
y llevó el recuerdo de esa mañana al resto de su vida.

Los Sandovales.



Hace ya muchos años, cuando regresé del exilio, golpeó la puerta de mi casa en el Paso un pibe que enseguida se me convirtió en una especie de ayudante de jardinería. Apenas me veía llegar, batía palmas del otro lado de la verja y me preguntaba si no tenía algún trabajito. Yo le encargaba pequeñas tareas en mi modesto jardín: desraizar yuyos, colocar un tutor, remover la tierra de los canteros. Se llamaba Hernán y digamos que su apellido era Sandoval. Siempre descalzo y de ropas raídas, tenía una expresión tristísima en la cara y la mirada huidiza y desconfiada de los chicos que sólo han conocido el lado malo de la vida. Era un pibe listo y silencioso que necesitaba ganarse unas monedas haciendo esas que aquí llamamos changuitas. Siempre me preguntaba si yo quería que volviese. Mi respuesta era afirmativa, a condición de que nunca dejara de ir a la escuela. Ese era todo nuestro diálogo.
Aquel primer fin de año, para Navidad, le ofrecí unas botellas de sidra, un pan dulce y no sé qué más. Tomó la bolsa de supermercado y salió corriendo sin decir gracias. Después continuó viniendo todo el año y a la siguiente Navidad repetimos el ritual. Un día le tocó cumplir con el servicio militar, cuando todavía era obligatorio para los muchachos de dieciocho años. Me sorprendí cuando lo supe, porque yo pensaba que era mucho menor. Conjeturé entonces que habría sufrido alguna forma de desnutrición. Le regalé unos australes (la moneda de la época) y le dije que lo esperaba el año próximo. Pero él jamás volvió al Paso y alguna vez alguien dijo que era policía, o gendarme, en la Patagonia.
Meses después, una tarde se acercó una muchachita y me preguntó si no tenía algún trabajito. Le dije que cortara unos yuyos y desde entonces empezó a venir casi todos los días. Se llamaba Noelia y tenía me dijo once años. Descalza y con el vestidito rotoso, era la imagen misma de la desolación. Pequeñita y magra, el resentimiento le cruzaba la cara como una sombra, como una cicatriz virtual.
Enseguida establecimos un rito vespertino: ella llegaba después de la siesta, batía palmas, me pedía algún trabajito, yo le daba una cucharita y le encargaba arrancar yuyos. Todo duraba una media hora, al cabo de la cual ella tomaba una gaseosa o un mate cocido, recibía unas monedas y salía corriendo, sus patitas levantando polvo bajo las tardes incendiarias del eterno verano correntino. Siempre respondió elusivamente a mis preguntas sobre la escuela. Y al cabo de dos o tres años, dejó de venir. Alguien comentó, en el pueblo, que se había ido de sirvienta a Buenos Aires.
Entonces apareció Elio, que fue el que más tiempo estuvo conmigo. Los mismos pies descalzos, las rodillas nudosas, la expresión desconfiada y adulta tallada como a hachazos en los rostros niños. Le calculé unos ocho años, pero él me dijo que tenía trece. Por supuesto, para entonces yo sabía que eran todos hermanos. Hoy sé que los Sandovales son once, aunque alguno en el pueblo afirma que no, que son catorce. Todos con las expresiones duras de los personajes de Rulfo, tristes como pibes pintados por Berni.
Elio fue el más trabajador y servicial: le gustaba lavar mi coche, se metía en el jardín sin esperar que le encargara tareas, a veces me ayudaba con la pala o en algún trabajo de la casa. Le encantaba mi caja de herramientas y un día le enseñé a manejar el taladro. Por supuesto yo le preguntaba por la escuela y él me decía que le iba muy bien, que era buen alumno. Nunca le creí del todo, pero al menos era un diálogo.
Hace dos años, cuando las cosas se pusieron tan difíciles en la Argentina, de pronto Elio empezó a venir todos los días. Se quedaba en el jardín, debajo del timbó que plantamos juntos hace años y enseguida me di cuenta de que andaba mal, nervioso, pero cuando intentaba hacerlo hablar él me rehuía. Y de pronto dejó de venir.
Una de esas noches, poco después, escuché palmas del otro lado de la verja y el que estaba ahí era Sandoval padre. Un hombre acabado, destruido, aunque quién sabe si alguna vez alguien había construido en ese cuerpo una persona. Podía tener cuarenta años o setenta y una mirada feroz que metía miedo. Hedía a vino barato y me pidió, de mal modo, que hiciera algo para sacar a Elio de la cárcel. Lo habían detenido en Corrientes, acusado de unos robos que, dijo Sandoval, no había cometido. Le prometí ocuparme, pero me negué a darle el dinero que me exigió.
Al día siguiente hablé con una vecina que es jueza en Corrientes y le pedí información sobre el muchacho. Hice lo mismo en la comisaría del pueblo. Ambas fuentes coincidieron en la peligrosidad de Elio y de todos los Sandovales: puros prontuarios, detenciones, condenas.
Cuando Elio reapareció, justo el 24 de diciembre del año pasado, le pregunté si todo eso era cierto y él respondió simplemente mirándose los pies descalzos. Le ofrecí hablar, le pregunté cómo ayudarlo. Pero el silencio entre nosotros era impresionante y vasto como la noche, era un abismo de clase el que nos separaba. Su resentimiento y mi ridícula culpa no podían dialogar.
Le entregué, como todos los años, la bolsa del súper con las sidras, el pan dulce y unas latas de conservas. Los dos sabíamos que no iba a volver nunca más.
Cuando a la semana siguiente, justo al empezar el nuevo año, robaron en mi casa y entre los objetos desaparecidos estuvo mi caja de herramientas con el taladro, me ganó la duda. Cuando hice la denuncia en la comisaría y me preguntaron si tenía sospechas de quién podía haber sido, vacilé un segundo, es cierto, pero preferí no mencionar a Elio.
Anduve deprimido varios días, porque sabía que otros Sandovales iban a aparecer. Y así fue, pero ahora vienen de a dos. La mayorcita no parece ni de seis años aunque yo sé que ha de tener diez o más. La otra es una gurrumina que aparenta cuatro, pero debe tener ocho. Las mismas caras, el exacto y simétrico resentimiento. Durante todo este año, tarde a tarde, han batido palmas y pedido algún trabajito. Tarde a tarde, durante todo el año, les he dicho que no. Pero en algo me traicioné yo mismo. Esta Navidad van a estar del otro lado de la verja. Y se llevarán, nomás, la sidra y el pan dulce de todos los años mientras nosotros nos preguntemos, desolados, por qué esto, por qué.

A Lucy Burns, le esposaron las manos a los barrotes por encima de la cabeza y la dejaron así toda la noche.

 



Le esposaron las manos a los barrotes por encima de la cabeza y la dejaron así toda la noche… por devolverle al Presidente sus propias palabras.

Washington, D.C., 22 de junio de 1917. Lucy Burns estaba frente a la White House sosteniendo una pancarta. No pedía nada “radical”. No amenazaba a nadie. Simplemente citaba al propio presidente Woodrow Wilson:
«Lucharemos por las cosas que siempre hemos llevado más cerca del corazón: por la democracia, por el derecho de quienes se someten a la autoridad a tener voz en sus propios gobiernos.»
La policía la arrestó por eso.
¿El cargo? Obstrucción del tráfico.
Lucy Burns no estaba “obstruyendo el tráfico”. Estaba exigiendo que las mujeres estadounidenses tuvieran los mismos derechos que Wilson decía que Estados Unidos defendía en Europa durante la Primera Guerra Mundial. Quería que las mujeres tuvieran voz en su propio gobierno: exactamente el principio que Wilson afirmaba que valía la pena defender.
Al parecer, ese principio solo aplicaba a los hombres.
Lucy y su compañera sufragista Alice Paul habían fundado el National Woman's Party y organizaron a las “Silent Sentinels”: mujeres que se plantaban frente a la White House en protesta silenciosa, seis días a la semana, lloviera o hiciera sol, con pancartas exigiendo el derecho al voto.
Durante más de dos años, estuvieron allí. En silencio. Pacíficas. Implacables.
Y Estados Unidos las castigó por ello.
Lucy fue arrestada en varias ocasiones y pasó largos periodos en la cárcel. Pero fue uno de esos arrestos, en noviembre de 1917, el que mostró hasta dónde estaba dispuesto a llegar el gobierno para quebrar a estas mujeres.
El juez quiso dar un escarmiento con Lucy y Alice Paul. Les impuso una de las condenas más duras posibles y las envió al Occoquan Workhouse, en Virginia.
Lo que ocurrió después se conoció como la “Night of Terror”.
14 de noviembre de 1917. Lucy llegó a Occoquan con otras prisioneras del movimiento sufragista. El superintendente, W. H. Whittaker, las esperaba con decenas de guardias.
Ordenó que las maltrataran.
Las golpearon. Las empujaron contra paredes. Les torcieron los brazos. Las arrojaron a las celdas con tal violencia que algunas quedaron sin sentido.
Se les negó atención médica.
Lucy Burns, como una de las líderes del grupo, fue señalada de manera especial.
La golpearon. Y luego le esposaron las muñecas a los barrotes de la celda por encima de su cabeza… y la dejaron así. Toda la noche. Con los brazos estirados, sin poder sentarse, sin poder descansar, con un dolor que se le clavaba en los hombros.
En la celda de enfrente, las otras mujeres la miraban con horror.
Y entonces, una por una, se pusieron de pie. Levantaron sus propias manos por encima de la cabeza y las mantuvieron allí: permanecieron en solidaridad con Lucy durante la noche.
Imagina esa escena. Decenas de mujeres en la oscuridad, con los brazos en alto, soportando un sufrimiento que no estaban obligadas a soportar… porque si Lucy tenía que padecer, ellas también lo harían.
Eso es la solidaridad.
Pero la violencia no terminó ahí.
En protesta por los abusos y las condiciones, Lucy y las demás iniciaron una huelga de hambre. La respuesta de la prisión fue la alimentación forzada: un método brutal diseñado para quebrar su voluntad.
Se han documentado relatos sobre lo que le hicieron a Lucy Burns: varias personas la sujetaban. Cuando se negaba a abrir la boca, le introducían una sonda por la nariz.
¿Entiendes lo que significa? Un tubo forzado por la cavidad nasal, bajando por la garganta, hasta el estómago… mientras estás consciente, mientras te resistes, mientras te ahogas. Es doloroso, peligroso, humillante.
Es tortura.
Y se lo hicieron a Lucy Burns y a otras sufragistas, una y otra vez, porque se atrevieron a exigir el derecho al voto.
Pero hay algo con lo que el gobierno no contó: la prensa.
La noticia de la “Night of Terror” se difundió. Periódicos de todo el país publicaron lo que había ocurrido en Occoquan. La gente se indignó. ¿Cómo podía Estados Unidos decir que luchaba por la democracia en el extranjero mientras maltrataba a mujeres que exigían democracia en casa?
La hipocresía se volvió imposible de ignorar.
En enero de 1918 —apenas unos meses después de la Night of Terror— el presidente Wilson declaró que el sufragio femenino era urgentemente necesario como una “medida de guerra” y pidió al Congreso que lo aprobara.
El mismo Presidente cuyas palabras Lucy había puesto en aquella pancarta. El mismo gobierno que la había arrestado y golpeado por exigir que esas palabras también aplicaran a las mujeres.
Dos años después, en agosto de 1920, se ratificó la 19th Amendment.
Las mujeres por fin pudieron votar.
Habían pasado 72 años desde la primera convención por los derechos de las mujeres en Seneca Falls, Nueva York, en 1848. Setenta y dos años de discursos, protestas, arrestos y sacrificios de miles de mujeres cuyos nombres la mayoría nunca aprendió.
Pero Lucy Burns se aseguró de que el empuje final no pudiera ignorarse. Soportó arrestos, meses de encierro, golpes, maltratos y alimentación forzada… y no se detuvo.
Después de que se aprobara la 19th Amendment, Lucy se retiró discretamente de la vida pública. No buscó reconocimiento. Enseñó. Vivió con su familia. Murió en 1966, a los 87 años, viendo cómo nuevas generaciones de mujeres construían sobre la base que ella ayudó a crear.
La mayoría de los estadounidenses nunca ha oído su nombre.
Conocen a Susan B. Anthony, quizá. Puede que reconozcan a Elizabeth Cady Stanton. Pero Lucy Burns —la mujer que soportó una de las etapas más duras de encarcelamiento, que fue dejada esposada a unos barrotes toda la noche, que aguantó abusos en lugar de rendirse— sigue siendo, en gran medida, una olvidada.
Así son los verdaderos héroes. No lo hacen por reconocimiento. Lo hacen porque alguien tiene que hacerlo.
Lucy Burns se plantó frente a la White House con una pancarta que repetía las palabras del Presidente porque esas palabras importaban. La democracia importa. El derecho a tener voz en tu propio gobierno importa.
Y cuando la arrestaron por eso, cuando la golpearon por eso, cuando intentaron quebrarla por eso… ella siguió luchando.
Porque hay cosas por las que vale la pena soportar.
El derecho a votar. El derecho a ser escuchada. El derecho a existir como ciudadana plena en tu propio país.
Lucy Burns creía que las mujeres merecían esos derechos. Y estuvo dispuesta a pasar una noche entera esposada a los barrotes de una prisión para demostrarlo.
La próxima vez que votes —o decidas no votar— recuerda a Lucy Burns. Recuerda que a muchas mujeres las maltrataron para que tú pudieras tener esa elección.
Recuerda que decenas de mujeres se quedaron con los brazos en alto toda la noche, en solidaridad con su sufrimiento.
Recuerda que la democracia no se regala. Se pelea. Se paga. Se resiste.
Y recuerda que, a veces, quienes luchan más duro son a quienes la historia olvida.
Lucy Burns fue esposada a unos barrotes por citar las palabras del Presidente sobre la democracia.
Y aun así, ganó.

El lenguaje universal de las artes marciales.



‌El lenguaje universal del karate y de las artes marciales en sentido general, está fundamentado es su filosofía espiritual y su disciplina marcial, basadas en principios éticos y morales, donde el honor, la lealtad, el amor y el respeto al prójimo están intrínsecamente ligados a su práctica.
Son todos esos principios resumidos en su filosofía, lo que ha logrado romper las barreras del tiempo, la distancia y los idiomas para convertirse en un arte milenario que se práctica en todos los rincones del planeta
‌Dic/2025.

martes, diciembre 23, 2025

Desde la Rep. Dominicana, mandamos un mensaje de amor y solidaridad para los pueblos que como el Palestino luchan y resisten por su derecho a existir

En estas navidades desde la Rep. Dominicana, mandamos un mensaje de amor y solidaridad para los pueblos que como el Palestino luchan y resisten por su derecho a existir como nación libre y soberana, y que esté 2026 que se aproxima la humanidad pueda unirse para derrotar a los saqueadores Occidentales y sus aliados que siembran el terror y la muerte por todo el planeta. 

Domingo Acevedo.

Rep.  Dominicana
























Fotos tomadas de la red.

.sde la Rep. Dominicana, mandamos un mensaje de amor y solidaridad para los pueblos que como el Palestino luchan y resDesde la Rep. Dominicana, mandamos un mensaje de amor y solidaridad para los

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