Cuando Vincent van Gogh murió en 1890, con solo 37 años, dejó atrás una vida de fracasos, una habitación vacía y lienzos que nadie quería comprar.
Seis meses después murió también su hermano Theo, el único que siempre había creído en él.
Todo parecía terminado.
Solo quedaban un niño, cientos de cartas y una montaña de cuadros sin vender.
La encargada de recoger esa herencia fue Jo van Gogh-Bonger, la joven viuda de Theo.
Tenía 28 años, un luto reciente y un hijo pequeño que criar.
Nadie le pidió que se ocupara de esas pinturas. Nadie pensaba que valieran algo.
Pero ella entendió que, detrás de esas pinceladas desesperadas, había un genio que el mundo aún no había querido escuchar.
Jo comenzó desde el principio: las cartas entre los dos hermanos.
Lo tradujo, lo ordenó, lo hizo publicar.
Dentro esas páginas estaba el alma de Vincent: su visión, su sufrimiento, su poesía.
Aquellas cartas lo cambiaron todo: Hicieron entender que detrás del "pintor loco" había un hombre que amaba, pensaba, buscaba.
Luego vinieron los cuadros.
Jo organizó exposiciones, escribió a críticos, a galeristas, a museos.
Se negó a malvender las obras, incluso cuando las necesitaba.
Eligió cuidadosamente qué vender y a quién, qué guardar y dónde exhibirlo.
Cuadro tras cuadro, reseña tras reseña, construyó la reputación de Van Gogh tal como la conocemos hoy.
No fue un trabajo romántico. Fue una estrategia: constancia, visión, paciencia.
Cada vez que alguien la acusaba de exagerar el valor de su cuñado, ella respondía con hechos, no con palabras.
Cuando murió en 1925, Van Gogh ya era reconocido como uno de los más grandes artistas del siglo.
El Museo Van Gogh de Ámsterdam, nacido gracias a la colección familiar, le debe su existencia sobre todo a ella.
Jo van Gogh-Bonger no pintó nada.
Pero lo inventó Vincent, en el sentido más profundo del término: transformó a un hombre olvidado en un símbolo universal de arte y humanidad.
Sin ella, tal vez Van Gogh habría permanecido como un nombre de mercadillo.
Con ella, se volvió inmortal.
