Iqbal Masih nunca conoció la infancia como debería vivirse.
A los 4 años trabajaba en un horno de ladrillos. A los 5 fue vendido a un fabricante de alfombras por el precio de una deuda: apenas 12 dólares. Desde entonces, vivió encadenado al telar, con las manos heridas y el cuerpo castigado por jornadas de más de 12 horas.
En 1992 logró escapar y, gracias al Bonded Labor Liberation Front, descubrió palabras que hasta entonces le eran desconocidas: libertad, derechos, dignidad. Tenía apenas 10 años, pero su voz resonó como la de un gigante. Denunció ante el mundo la explotación infantil, habló en conferencias internacionales y recibió el Premio Reebok de Derechos Humanos en 1994.
Su lucha salvó a miles de niños: fábricas cerraron, cadenas se rompieron, esperanzas renacieron. Pero también despertó la furia de quienes veían amenazado su negocio de miseria.
El 16 de abril de 1995, mientras celebraba la Pascua en su pueblo, Iqbal fue asesinado. Tenía 12 años. Nunca se supo con certeza quién apretó el gatillo, pero su muerte convirtió a ese pequeño en un símbolo eterno contra la esclavitud infantil.
Iqbal no jugó en las calles, no conoció el parque ni el escondite. Pero nos dejó algo mucho más grande: la certeza de que incluso la voz más pequeña puede estremecer al mundo.
