Tenía solo doce años. Aún era una niña. Aún era esclava.
Y un día le ordenaron hacer lo impensable: atar a un hombre que había intentado escapar.
Harriet Tubman se negó.
El hombre lo intentó de nuevo. Y Harriet se interpuso, no para detenerlo… sino para ayudarlo. Un guardia le lanzó una pesa de hierro de más de dos kilos. Falló su objetivo. Pero golpeó de lleno la cabeza de Harriet.
Cayó al suelo. Inconsciente. Sangrando.
Desde aquel día, sufrió ataques epilépticos, visiones, migrañas intensas. Y una especie de somnolencia que podía dejarla dormida de pie, en medio de una frase. Por el resto de su vida.
Pero ni siquiera eso la detuvo.
A los veinte años, cuando supo que iba a ser vendida, huyó. De noche. Con sus hermanos. Pero ellos regresaron. Ella no. Caminó 145 kilómetros sola, en la oscuridad del bosque, siguiendo las estrellas y la esperanza.
Y cuando al fin cruzó la frontera y fue libre, dijo:
> “Me miré las manos para ver si seguía siendo la misma persona, ahora que era libre. Había tanta luz sobre todo… Me sentí en el cielo.”
Muchos se habrían detenido allí. Harriet no.
Regresó.
Una y otra vez. Primero por su familia. Luego por extraños. En total, lideró 13 misiones de rescate a través del Ferrocarril Subterráneo. Salvó a más de 70 personas. Ninguna fue capturada.
> “Nunca he descarrilado mi tren. Y nunca he perdido a un pasajero.”
Medía apenas metro y medio. Tenía una herida en la cabeza. Y una voluntad indomable.
No solo escapó de la esclavitud. Se convirtió en el faro de muchos. En plena oscuridad, fue luz.
Una mujer libre. Una leyenda. Un símbolo de resistencia.