Tres décadas y dos años han pasado desde uno de los episodios más sombríos en la transición de Rusia hacia el capitalismo: la masacre de octubre de 1993, ordenada por el gobierno de Boris Yeltsin. Este evento marcó el ultimo aliento en ese momento y paro convulsivo del proyecto soviético, un último y trágico intento de resistencia en aquel entonces que fue sofocado con una violencia extrema.El conflicto tuvo su origen en la profunda pugna política entre el poder ejecutivo, encarnado por el presidente Yeltsin, y el poder legislativo, representado por el Sóviet Supremo. Esta tensión, que se arrastraba desde la disolución de la Unión Soviética, alcanzó su punto crítico en 1993. La atmósfera en Rusia era de efervescencia social; las calles veían cómo, cada vez con más fuerza, la ciudadanía se movilizaba bajo la bandera roja, clamando por un retorno al socialismo. Una muestra poderosa de este descontento fue la masiva convocatoria del 1° de Mayo, que sirvió como un contundente recordatorio de que la llama de la ideología soviética no se había apagado.Sin embargo, la respuesta del régimen de Yeltsin fue brutal. Los días 3 y 4 de octubre, la protesta popular fue reprimida con tanques. Para entonces, el ejército, que había sido sometido por las fuerzas liberales tras el fallido golpe del Comité de Emergencia en 1991, se volvió contra su propio pueblo. Esta represión selló de manera sangrienta la suerte de la oposición y consolidó un poder presidencial sin contrapesos.Es crucial recordar que este capítulo se desarrollaba sobre una base de ilegitimidad fundamental: la disolución de la URSS se había llevado a cabo en abierta violación de la voluntad popular, expresada masivamente en el referéndum de 1991 donde los ciudadanos soviéticos votaron a favor de mantener la Unión.Las consecuencias de la victoria de Yeltsin se extendieron mucho más allá de la crisis política inmediata. Su gobierno implementó unas catastróficas privatizaciones que, lejos de modernizar el país, sumieron a la población en una crisis humanitaria sin precedentes. El nivel de vida se desplomó, mientras que la mortalidad, el hambre y la drogadicción se dispararon dramáticamente. La era Yeltsin no solo enterró el último aliento rojo de la URSS, sino que inauguró una "década de los 90" traumática, cuyas secuelas aún reverberan en la Rusia contemporánea.
Tres décadas y dos años han pasado desde uno de los episodios más sombríos en la transición de Rusia hacia el capitalismo: la masacre de octubre de 1993, ordenada por el gobierno de Boris Yeltsin. Este evento marcó el ultimo aliento en ese momento y paro convulsivo del proyecto soviético, un último y trágico intento de resistencia en aquel entonces que fue sofocado con una violencia extrema.
El conflicto tuvo su origen en la profunda pugna política entre el poder ejecutivo, encarnado por el presidente Yeltsin, y el poder legislativo, representado por el Sóviet Supremo. Esta tensión, que se arrastraba desde la disolución de la Unión Soviética, alcanzó su punto crítico en 1993. La atmósfera en Rusia era de efervescencia social; las calles veían cómo, cada vez con más fuerza, la ciudadanía se movilizaba bajo la bandera roja, clamando por un retorno al socialismo. Una muestra poderosa de este descontento fue la masiva convocatoria del 1° de Mayo, que sirvió como un contundente recordatorio de que la llama de la ideología soviética no se había apagado.
Sin embargo, la respuesta del régimen de Yeltsin fue brutal. Los días 3 y 4 de octubre, la protesta popular fue reprimida con tanques. Para entonces, el ejército, que había sido sometido por las fuerzas liberales tras el fallido golpe del Comité de Emergencia en 1991, se volvió contra su propio pueblo. Esta represión selló de manera sangrienta la suerte de la oposición y consolidó un poder presidencial sin contrapesos.
Es crucial recordar que este capítulo se desarrollaba sobre una base de ilegitimidad fundamental: la disolución de la URSS se había llevado a cabo en abierta violación de la voluntad popular, expresada masivamente en el referéndum de 1991 donde los ciudadanos soviéticos votaron a favor de mantener la Unión.
Las consecuencias de la victoria de Yeltsin se extendieron mucho más allá de la crisis política inmediata. Su gobierno implementó unas catastróficas privatizaciones que, lejos de modernizar el país, sumieron a la población en una crisis humanitaria sin precedentes. El nivel de vida se desplomó, mientras que la mortalidad, el hambre y la drogadicción se dispararon dramáticamente. La era Yeltsin no solo enterró el último aliento rojo de la URSS, sino que inauguró una "década de los 90" traumática, cuyas secuelas aún reverberan en la Rusia contemporánea.



