jueves, agosto 28, 2025

Vivió un hombre cuya historia parecía sacada de una leyenda. Su nombre era John Stink

 



En las vastas colinas de Oklahoma, donde el viento susurraba entre los árboles y los ríos hablaban en su eterno murmullo, vivió un hombre cuya historia parecía sacada de una leyenda. Su nombre era John Stink, aunque para su pueblo, los Osage, siempre fue Ho-Tah-Moie, el Trueno Rodante.


Nació en Kansas, en una época en la que su gente aún resistía los embates de un mundo que cambiaba demasiado rápido. En 1872, fue trasladado con su comunidad a la reserva de Osage, un pedazo de tierra que, sin que nadie lo imaginara en aquel entonces, se convertiría en una de las regiones más ricas en petróleo.

Sin embargo, John no se dejó seducir por la fiebre del oro negro. Mientras muchos de su pueblo se sumergían en la modernidad impuesta, él eligió la soledad de las colinas. Vivía lejos de la sociedad, acompañado solo por sus perros y por el silencio de la naturaleza. A pesar de que las regalías petroleras le otorgaban una inmensa fortuna, no mostraba signos de riqueza. No vestía ropas elegantes ni construía mansiones; para él, el dinero no significaba nada.

En 1906, el gobierno le asignó una casa en la reserva, pero al verla, su rechazo fue inmediato. “La casa de los blancos me da asco”, dijo, y nunca cruzó su umbral. Prefería su refugio al aire libre, donde las estrellas eran su techo y la tierra su hogar.

Era un hombre extraño, sí, pero también generoso. Donó grandes sumas de dinero a iglesias locales y a la American Legion Post 97, sin esperar reconocimiento. Compró un automóvil, pero nunca lo condujo. Solo deseaba una cosa: una valla que le permitiera mantener su privacidad.

Lo que convirtió su historia en una leyenda fue su insólita relación con la muerte. Una fría noche de invierno, lo encontraron casi congelado. Lo llevaron a un convento, donde las monjas, con paciencia y cuidado, lograron traerlo de vuelta a la vida. Pero no sería la última vez que engañaría a la muerte.

En otra ocasión, fue encontrado inerte y, creyéndolo muerto, lo enterraron en Bacon Rind Hill. Pero John no había terminado su camino. Poco después, fue visto caminando por el pueblo con sus fieles perros, como si nunca hubiera estado bajo tierra. Desde entonces, muchos comenzaron a llamarlo fantasma, un hombre que la muerte se negaba a reclamar.

El destino, sin embargo, fue cruel con él. En un incidente con la policía, dos de sus perros fueron abatidos. Herido en lo más profundo de su alma, John se retiró aún más del mundo, perdiéndose entre las colinas que tanto amaba.

En 1938, a los 75 años, su historia llegó a su fin… esta vez, de manera definitiva. Fue enterrado en el mausoleo de Pawhuska, dejando tras de sí un legado de misterio y resistencia.

John Stink fue testigo de un tiempo convulso: vio el auge del petróleo en la tierra de los Osage, la llegada de los automóviles, aviones y teléfonos, la Primera Guerra Mundial y el fin de las guerras indias. Sobrevivió a un mundo que intentó cambiarlo, pero nunca pudo domarlo.

Hoy, su nombre aún resuena en las colinas de Oklahoma, donde el viento sigue contando su historia, la del hombre que vivió a su manera… y que incluso la muerte no pudo detener.

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