lunes, agosto 25, 2025

En 1884, Elsie Macklin dejó atrás Kansas con una ilusión sencilla: casarse con un trampero llamado John

 




En 1884, Elsie Macklin dejó atrás Kansas con una ilusión sencilla: casarse con un trampero llamado John y comenzar una vida en el oeste salvaje. El destino la llevó a las montañas Beartooth de Montana, un lugar de belleza brutal, donde el invierno podía quebrar incluso al más fuerte.

Durante dos años trabajaron juntos, enfrentando fríos implacables y caminos marcados por la nieve. Pero en octubre de 1886, John salió a cazar castores y jamás regresó. Elsie encontró su mochila desgarrada, con marcas de garras de tres metros y manchas de sangre. No había cuerpo. Solo el silencio de la montaña.
Ese invierno, entre noviembre y abril, Elsie estuvo sola. Sobrevivió colocando trampas, hirviendo agujas de pino para obtener vitamina C, y disparando contra un oso que intentó irrumpir en su cabaña. Perdió un dedo del pie por la congelación, que se vendó ella misma, y enterró con sus manos al perro que la había acompañado, Tuck, cuando sucumbió al frío. Para no enloquecer, hablaba con el viento.
Cuando la primavera finalmente llegó, dos comerciantes se acercaron a su cabaña esperando encontrar un cadáver. En su lugar, hallaron a una mujer demacrada, con veinticinco kilos menos, sentada con un rifle cargado sobre las rodillas. En la estufa ardían pieles de castor. Y en la puerta, una calavera de oso llevaba grabadas dos palabras: “Me quedé”.
Ese verano, Elsie regresó a Kansas. Nunca volvió a casarse. Abrió una tienda de abarrotes y enseñó a las niñas a colocar trampas y a despellejar animales. Con el tiempo, todos la conocieron como “La Viuda del Alce”. Murió en 1919. Su ataúd estaba forrado con las pieles que ella misma había cazado, como último testimonio de la mujer que había desafiado a las montañas y sobrevivido.
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