AUTOR: MIGUEL ÁNGEL MONCLUS.
PUBLICADO EN EL AÑO 1952.
PRIMERA PARTE
Capítulo I de XII
Yo fui al país vecino sin ningún prejuicio y el viaje allí me sorprendió en fin, como cosa inesperada. En materia de prejuicios, inmediatamente me asalta un recuerdo; es el caso que mi mujer, aun tratándose de nuestra servidumbre doméstica, no escucho nunca sin dar muestras de penoso reproche, que yo llamara haitianos a los naturales de aquel país. En ella obra el criterio de que haitiano es un término deprimente, ofensivo, que suele aplicarse a las personas en calidad de insulto. Ese prejuicio no era de ella únicamente, ha sido casi común en nuestro país, por obra de circunstancias desgraciadas al principio, y por una constante tradición después. Pues bien, en mi caso, se trató de que desempeñara el Consulado de la Republica en
Juana Méndez, la población haitiana fronteriza, allende el
Masacre. Llegue allí, llevando en la memoria las frases de despedida de mi hermana, que filosóficamente me dijo al partir; “Sabe Dios si lo peor resulta lo mejor”.
Salvo mis conocimientos escolares, poco bien fundamentados por cierto y los datos proporcionados por mis lecturas relativas al caso, yo no sabía que cosa era aquello en donde iba a desempeñar una función, y a ejercitar unas actividades que eran nuevas para mí, y que encaraba con el mejor deseo de llenarlas en honor de mi país, a satisfacción de mi Gobierno y en paz con mi conciencia, como creo que sucedió.
Ya en tierra fronteriza, pase mi primera noche muy cerca de la línea divisoria entre nosotros y nuestros vecinos, que por allí es el rio Masacre o
Dajabón, y aquella noche, no lo olvido, me la pase desvelado, oyendo una extraña música de tamboriles agudos y unos ecos lastimeros, como de voces desfallecientes y lejanas, que venían de allá, del otro lado… ya en la madrugada, con el cese de los ruidos y de las músicas, al frescor de una brisita oliente a selva que se filtraba por las rendijas de la habitación, me quede dormido y soñé que asistía a mi propio entierro.
Siempre he sabido que no tengo vocación para diplomático por causa de mi temperamento asaz franco; porque me disgustan las formalidades cursis y los expedientes superficiales e insinceros. Nací con esos instintos y repulsas y así he de morir. Cada uno es como es, si es que es en realidad. Debido a esas circunstancias y tomando las cosas en serio, sentía un secreto temor por el buen suceso de mis gestiones. Sin embargo, como los presentimientos siempre se me dan en sentido contrario, en el fondo, me consolaba la idea de que todo iba a resultar bien. Además, como yo no tomaba el rábano por las hojas y sabía que a mi oficio de Cónsul le concernía exclusivamente, velar por los intereses del país y de sus nacionales y ser también llegado el caso, un activo agente comercial, no tenía por consecuencia que entrometerme en complicaciones diplomáticas, que eran asuntos de otros; pensando así, ya entrada la mañana de aquel día, a pie, yendo desde Dajabón, cruce la frontera que en mi camino, era el puente internacional sobre el Masacre. Al pisar tierra haitiana, lo hice con el pie derecho en forma firme, a manera de un recio pisotón y seguí adelante.
Aquella cinta de agua –el Masacre- deslizándose por entre arenales siempre candentes y blanquísimos, al dividir a los dos países, marca también unos notables contrastes físicos. Las tierras dominicanas aledañas a las de Haití por ese lado, son por el marcado aspecto de esterilidad, semejantes a las de nuestros llanos occidentales, en donde apenas puede crecer medrando, un raquítico pajón amarillento. Situado al extremo de la llanura que se inicia en las estribaciones de los cerros de Jácuba, que en el remoto pasado fueron magníficos prados para la crianza de ganado, ahora, las tierras de Dajabón, se vuelven de color de barro bermejo, frente al lujurioso verdor de las tierras haitianas de la ribera opuesta, que continúan en formas y aspectos ininterrumpidos y envidiablemente feraces, hasta las costas lejanas de los mares que orillan el Departamento del Norte. Viendo yo aquello y atravesando después esas tierras, sentí las primeras acometidas de envidia, queriéndolas para mi país; y juzgando la parte por el todo, pensaba en la tragedia de las devastaciones que nos hicieron perder una porción interesantísima de la isla, con sus mejores tierras. Algo acerca de ese importante asunto se leerá mas adelante.
Otro contraste se me ofreció según avanzaba hasta el poblado de Juana Méndez, distante de la orilla del Masacre, más o menos un kilómetro. Un espeso ambiente de misterio y oscuridad envolvía todo el recinto, en donde una sensación de pobreza y abandono se imponía a ambos bordes de la trilla, que como un trozo borrado de adentraba en Haití. Algunas caras oscuras y curiosas asomaban a las aberturas de los miserables ranchos de adobe, que de trecho en trecho, surgían de la maleza misma. Algunas de esas caras eran de personas de edad que salían hacia afuera, y después de enterarse de que no había testigos cercanos, saludaban respetuosas a mi paso, con un inconfundible acento español: “Buenos días Señor Cónsul”.
Mi entrada a Juana Méndez me recordó por mucho, aquella otra que abusivamente se hizo preparar al Cónsul francés Juchereau de Saint Denis, en el la ciudad de
Santo Domingo en 1843, durante la ocupación haitiana. Cuando asome a la Gran Rue, la antigua “Calle Española”, que es la más larga y principal del pueblo, primero la muchachería desnuda, innumerable por cierto, y después “todo el mundo”, se situó frente a las casas y así, sombrero en mano, llegue a la oficina del Consulado, en el centro de la población, respondiendo en español a los ceremoniosos “Bon your Monsieur Consil”, que me dispensaban a una y otra mano. Y todo esto, me preguntaba: ¿será curiosidad o simpatía? Más tarde supe que era pura curiosidad…
La lectura de las descripciones de las partes francesa y española de la isla de Santo Domingo, por
Moreau de Saint Mery, obra de medular sustancia y de singular interés para nosotros, me hizo establecer infinitas consideraciones en respecto a cómo mudaron las cosas y los tiempos en el lapso de una y media centuria. Cuando el célebre escritor y erudito francés cruzo el Masacre en 1783, de manera inversa a como yo lo hice, es decir, yendo de la colonia de Haití para la de Santo Domingo, profirió lastimosas alusiones con respecto a la primera localidad dominicana que conoció y que era Dajabón. El Dajabón de entonces, estaba miserablemente formado por unos cuantos ranchos, en donde vivían unas pocas docenas de familias, las más, a favor del contrabando e indiferentemente, de los beneficios de la cría y del tráfico internacional del ganado, cosas que eran las únicas fuentes de vida de nuestras regiones fronterizas. En los extensos ámbitos del Dajabón de entonces, que confinaba por un lado con Banica, por el centro con Santiago de los Caballeros, y por el otro lado con Monte Cristy, y que en la actualidad son capaces para dar asiento a cinco comunes, no habían más de cuatro mil personas diseminadas por aquellos mundos, a cargo de los riquísimos hatos de aganado de toda especie que en dichos ámbitos había. Esa industria, la madrastra del ocio, acostumbro a los hateros a vivir noche y día colgantes como jamones en los imprescindibles chinchorros, durmiendo la siesta entre los prolongados espacios de sabaneo y sabaneo, que a veces no se verificaban sino dos veces al año. De ahí viene la innata haraganería fronteriza. En las instrucciones que el
Ministro Monge envió a las autoridades de la
Colonia francesa con motivo de la guerra entre Francia y España en 1793, les decía: “Emplead todos vuestros medios para obtener esa porción de la isla donde la tierra languidece sin cultura bajo los brazos de los holgazanes”.
Ninguna exigencia tenían y muy pocas cosas necesitaban para vivir aquellas criaturas, pues los conucos de donde sacaban las vituallas para acompañar las carnes de tocino y de cecina abundantes, los labraban los negros esclavos, que tenían los hatos como aditamentos indispensables. En cambio, Quanaminthe (Juana Méndez) contaba en esa época 180 blancos, 300 afranchies y 7,000 negros esclavos. Aquel prodigioso valle que comprende los dos Maribarú, a cuyo centro se encontraba el pueblo, estaba zanjeado por las acequias de un perfecto y vastísimo sistema de irrigación artificial, que repartía científica y provechosamente las aguas de treinta y más arroyos y ríos, para fertilizar las plantaciones de 850 ingenios de caña de azúcar, siempre en milagrosa producción. La opulencia de aquellos señores franceses blancos, que con la de la caña y otras industrias lograban amasar grandes fortunas, se reflejaba en el pueblo de Quanaminthe, formado en esa época por una sucesión de mansiones señoriales, guarnecidas de todo lujo, del mayor confort de entonces y de todas las comodidades apetecibles. Pues bien, al traspasar la frontera, Moreau de Sanit Mery en 1783, sintió por Dajabón y por nosotros los dominicanos, la misma pena y la misma lastima que yo sentí por Haití y por los haitianos, cuando traspase inversamente la frontera en 1943.
Después de haberme hecho cargo de la oficina del Consulado, mediante una rápida inspección, me dispuse a cumplir esa misma mañana, con las formalidades de rigor en el caso, y que llaman protocolares, es decir, hacer una visita de contacto a las autoridades principales de la localidad.
Bajo el régimen constitucional haitiano en que se estaba, gobernando el Presidente
Elie Lescot, la organización comunal de Haití había sufrido una desventajosa transformación desde el punto de vista de la autonomía y de los medios de vida económicos. Un
Consejo Comunal bajo la presidencia de un Magistrado, con las veces más o menos y la autoridad de nuestros síndicos municipales, ejercía además de las atribuciones edilicias, la representación del Poder Ejecutivo a través del Sub-Delegado del Arrondissement o Distrito, del Delegado del Departamento y del Secretario de lo Interior. Las atribuciones del Consejo Municipal, sin embargo, estaban prácticamente muy restringidas y el Magistrado Comunal resultaba mejor que otra cosa, una figura decorativa. La verdadera autoridad comunal reposaba, especialmente en el caso de Juana Méndez, en la autoridad militar. No obstante el hecho de ser Fort Liberté la cabecera política del Arrondissement o Distrito y el lugar en donde se asientan los poderes superiores, equivalentes a la cabecera de provincia nuestra, en lo militar primaba Juana Méndez sobre Fort Liberté; en ella se establecía la jefatura militar de un distrito, teniendo una importante guarnición a cargo de un oficial comandante y además, una compañía de la móviles o policía militar con atribuciones especiales en la frontera. Así pues, mi primera visita fue a la autoridad militar. El oficial Comandante, un Capitán de la entonces Guardia de Haití, inteligente, sobremanera despierto e instruido; preparado para hablar francés, español, inglés y un poco de alemán, había vivido en nuestro país. A la medida de las circunstancia, trabamos de primer intento una cordial amistad. Luego, el me presento a la oficialidad, varios tenientes primeros y sub-tenientes; a todos los encontré con plante y ataviados como para una inspección. En un pasar rápido por los cuarteles, me di cuenta del orden perfecto y de la extremada limpieza de todo; no me extraño. Yo sabía que se guardaban estrictamente las ordenanzas impuestas por los militares norteamericanos durante la ocupación. Pero interiormente, yo me sentía interesado por un objetivo y disimuladamente reparaba cuando más podía, en diligencia de encontrar a “Mapembá”.
“Mapembá”, era el famoso y enorme cañón colonial de carga por boca, que se emplazaba en el
Fuerte de Juana Méndez, apuntando para Santo Domingo. “Mapembá”, había disparado sus tres tiros de alarma cada vez que un acontecimiento importante alboreó “d´or-cotte”, es decir en nuestra tierra. Disparo cuando fue izado el pabellón de España en Dajabón en 1861; disparo en la madrugada del 16 de Agosto de 1863 cuando los legionarios de Capotillo hicieron irrupción en el llano para acosar a Buceta; y disparo doliente, el 17 de marzo de 1871, día aciago para Luperón en el Pino y fatal para su compañero el héroe y poeta Manuel Rodríguez Objio…Para satisfacer mi curiosidad, al fin tuve noticias de que allí mismo, al pie de los muros del Fuerte, los marinos yanquis habían enterado a “Mapembá”.
Respecto al potencial bélico de nuestros vecinos allí, supe rápidamente a qué atenerme: no había artillería; los cuarteles estaban techados de madera y zinc, había más o menos 175 hombres, incluyendo los 75 de la móviles, todos armados del viejo
fusil Springfield de la guerra mundial de 1914. Era además, el Fuerte, la prisión común para hombres y mujeres, en donde estaban encarcelados más o menos 300 delincuentes, todos por causa de robos y de raterías.
Perfectamente impresionado por las maneras corteses y las muestras de buena educación de aquellos hombres, Salí en pos del Magistrado Comunal; luego del Gerente de la Agencia del Banco de Haití; del Juez de Paz y por fin, del señor Cura y Vicario de la Parroquia.
De primer intento parece que a todos les caí tan bien como ellos a mí. Con la mayoría conserve saludables relaciones; pero con el que más estreche, no obstante el temor que le inspiraban mis contactos, por la vigilancia y reparos de que sabía era yo objeto constante, fue con el Cura, un sacerdote francés, inteligente, cultísimo y avaro, con más de veinte años en tierras de Haití. A cuenta de la experiencia, del ministerio y de las atribuciones del Padre Obes, que era el
Cura y Vicario de Juana Méndez, corre una parte importante de lo que serán estos relatos. Pasado medio día regrese a la casa del Consulado.
Registre los archivos en procuración de cosas escritas, útiles o interesantes acerca de aquello. El Consulado de Juana Méndez era uno de los más antiguos y permanentes del país; pero la mayoría de sus documentos habían sido trasladados al
Archivo General de la Nación, y encontré muy poca cosa de lo que me interesaba.
Juana Mendez era una población grande, fundada por los franceses en donde tuvo su sede el cacique indio Quanaminto, cerca del rio Masacre o Dajabón. Se llamó en francés Quanaminthine y en español Juana Mendez, este último, traqduccion fonética y acomodada del nombre indo-francés. La calle principal, la Grand Rue, antiguamente la calle “Española”, como en todas las poblaciones haitianas del Norte, se extendía, con los intersticios varios entre casa y casa, más de un kilómetro de Norte a Sur. Había otras dos o tres calles más o menos paralelas a ella, y un sin número de callecillas y callejones que se entrecruzaban en sentido diagonal. Calcule que en la población no vivían menos de cuatro mil almas, que se hacinaban a razón de familia por puerta de casa y que salían al claro los domingos para ir a los oficios religiosos, sobre todo los días de procesión, o cuando las campanas de las iglesias tañían anunciando fuego; en ese caso todo ser viviente se echaba a la calle corriendo y gritando: di fé! Di fé!
La construcción principal del pueblo era la iglesia, vasto edificio colonial de piedra, con dos hermosas torres y tres naves, de las cuales, la central, ofrecía un espacio considerable. Estaba provista de dos grandes campañas cuyos poderosos sonidos se escuchaban claramente en Dajabón. Ahí suele creerse que esas campanas le pertenecieron en un tiempo. Es infundada esa creencia. Leí la dedicatoria que en francés y en lo relieve tienen ambas campanas con fecha de 1700, que las identifican como propiedad del templo de Juana Mendez. Después, nada más queda de notable en aquella población, a no ser los abundantes vestigios y ruinas de los que antes fuera. Ella sufrió tanto incendios, demoliciones y saqueos, como reyertas armadas ha registrado el desdichado país.
Empero, hay una construcción moderna de dos plantas, escondida en un patio entre oscuro follaje, que es la sede del
Colegio de los Hermanos de la Instrucción Cristiana; y hay en Juana Mendez, además del mercado o marsé de que me ocupare más tarde, cuando trate acerca de las generalidades de Haití, unas cosas por demás interesantes y pintorescas: las playas y los baños del Masacre…
AUTOR: MIGUEL ANGEL MONCLUS.
PUBLICADO EN EL AÑO 1952.