jueves, noviembre 20, 2025

Los tres superhéroes de Chernóbyl.



Es una de las historias más conocidas de nuestro tiempo: el día 26 de abril de 1986, el reactor nº 4 de la central nuclear de Chernóbyl estalló durante el transcurso de una prueba de seguridad mal ejecutada, a consecuencia de 24 horas de manipulaciones insensatas y más de doscientas violaciones del Reglamento de Seguridad Nuclear de la Unión Soviética. Estas acciones condujeron al envenenamiento por xenón del núcleo, llevándolo a un embalamiento neutrónico seguido por una excursión de energía que culminó en dos grandes explosiones a las 01:24 de la madrugada.
Sobre Chernóbyl se han contado muchas mentiras. Y las han contado todos, desde las autoridades soviéticas de su tiempo hasta la industria nuclear occidental, pasando por los propagandistas de todos los signos y la colección de conspiranoicos habituales. Hay una de ellas que me molesta de modo particular, y es esa de que los liquidadores –el casi millón de personas que acudieron a encargarse del problema– eran una horda de pobres ignorantes llevados allí sin saber la clase de monstruo que tenían delante. Y me molesta porque constituye un desprecio a su heroísmo.
Y porque es radicalmente falso. Una turba ignorante no sirve para nada en un accidente tecnológico tan complejo. Los equipos de liquidadores estaban compuestos, sobre todo, por bomberos, científicos y especialistas de la industria nuclear; tropas terrestres y aéreas preparadas para la guerra atómica; e ingenieros de minas, geólogos y mineros del uranio, debido a su amplia experiencia en la manipulación de estas sustancias. Es necio suponer que esta clase de personas ignoraban los peligros de un reactor nuclear destripado cuyos contenidos ves brillar ante tus ojos en un enorme agujero.
Los liquidadores acudieron, sabían lo que tenían ante sí, y a pesar de ello realizaron su trabajo con enorme valor y responsabilidad. Cientos, miles de ellos, de manera heroica hasta el escalofrío. Los bomberos que se turnaban entre vómitos y diarreas radiológicas para subir al mítico tejado de Chernóbyl, donde había más de 40.000 roentgens/hora, para apagar desde allí los incendios (la radiación ambiental normal son unos 20 microrroentgens/hora). Los pilotos que detenían sus helicópteros justo encima del reactor abierto y refulgente para vaciar sobre él los buckets de arena y arcilla con plomo y boro. Los técnicos y soldados que corrían a toda velocidad por las galerías devastadas cantándose a gritos las lecturas de los contadores Geiger y los cronómetros para romper paredes, restablecer conexiones y bloquear canalizaciones en turnos de cuarenta o sesenta segundos alrededor de la sala de turbinas (20.000 roentgens/hora).
Los mineros e ingenieros que trabajaban en túneles subterráneos, inundándose constantemente con agua de siniestro brillo azul, para instalar las tuberías de un cambiador de calor que le robase algo de temperatura al núcleo fundido y radiante a escasos metros de distancia. Los miles de trabajadores y arquitectos que levantaban el sarcófago a su alrededor, retiraban del entorno los escombros furiosamente radioactivos y evacuaban a la población. Salvo a los soldados, sometidos a disciplina militar, a nadie se le prohibía coger el petate e irse si no quería seguir allí; casi nadie lo hizo. Es más: muchos de ellos llegaron como voluntarios desde toda la URSS, especialmente muchos estudiantes y posgraduados de las facultades de física e ingeniería nuclear. Esta fue la clase de hombres y no pocas mujeres que algunos creen o quieren creer una turba ignorante y patética. Esto fueron los liquidadores.
Les llamaban, y se llamaban a sí mismos, los bio-robots, que seguían funcionando cuando el acero cedía y las máquinas fallaban. No lo hicieron por el dinero, ni por la fama, de lo que tuvieron bien poco. Lo hicieron por responsabilidad, por humanidad y porque alguien tenía que hacer el maldito trabajo.
Recordaremos a tres de ellos, que hicieron algo aún más extraordinario en un lugar donde el heroísmo era cosa corriente. Por eso, sólo se me ocurre denominarlos los tres superhéroes de Chernóbyl.
El monstruo del agua que brilla en azul.
Lo único que hay de cierto en estas suposiciones sobre la ignorancia de los liquidadores es que, en las primeras horas, no sabían que había estallado el reactor. Pero no lo sabían porque nadie lo sabía. La misma lógica errónea de los responsables de la instalación que provocó el accidente les hizo creer que había estallado el intercambiador de calor, no el reactor; y así lo informaron tanto al personal que acudía como a sus superiores. Hay una historia un tanto chusca sobre cómo los aviones que llevaban al lugar a destacados miembros de la Academia de Ciencias de la URSS se dieron la vuelta en el aire por órdenes del KGB cuando éste descubrió, a través de su equipo de protección de la central, que había explotado el reactor (además de sus atribuciones de espionaje por el que es tan conocido, el KGB "uniformado" desempeñaba en la Unión Soviética la seguridad de las instalaciones radiológicas).
Debido a este motivo, en un primer momento se echaron sobre el agujero millones de litros de agua y nitrógeno líquido, con el propósito de mantener frío y proteger así el reactor que creían a salvo y sellado más allá de las llamas y el denso humo negro. Esto contribuyó a empeorar las consecuencias del siniestro, pues el agua se vaporizaba instantáneamente al tocar el núcleo fundido a más de 2.000 ºC; y salía disparada hacia la estratosfera en forma de grandes nubes de vapor que el viento arrastraría en todas direcciones.
De todos modos, tenía poco arreglo: era preciso apagar los enormes incendios. Cuando el fuego quedó extinguido por fin, no sólo había pasado la contaminación al aire, sino que ahora tenían una gran cantidad de agua acumulada en las piscinas de seguridad bajo el reactor. Estas piscinas de seguridad, conocidas como piscinas de burbujas, se hallaban en dos niveles inferiores y tenían por función contener agua por si fuese preciso enfriar de emergencia el reactor. También servían para condensar vapor y reducir la presión en caso de que se rompiera alguna tubería del circuito primario (de ahí su nombre), junto a un tercer nivel que actuaba de conducción, inmediatamente debajo del reactor. Así, en caso de ruptura de alguna canalización, el vapor se vería obligado a circular por este nivel de conducción y escapar a través de una capa de agua, lo que reduciría su peligrosidad.
Ahora, después de la aniquilación, estas piscinas inferiores estaban llenas a rebosar con agua procedente de las tuberías reventadas del circuito primario y de la utilizada por los bomberos para apagar el incendio y en el vano intento de mantener frío el reactor. Y sobre ellas se encontraba el reactor abierto, fundiéndose lentamente en forma de lava de corio a 1.660 ºC. En cualquier momento podían empezar a caer grandes goterones de esta lava poderosamente radioactiva, o incluso el conjunto completo, provocando así una o varias explosiones de vapor que proyectasen a la atmósfera cientos de toneladas de este corio. Eso habría multiplicado a gran escala la contaminación provocada por el accidente, destruyendo el lugar y afectando gravemente a toda Europa. Además, la mezcla de agua y corio radioactivos escaparían y se infiltrarían al subsuelo, contaminando las aguas subterráneas y poniendo en grave peligro el suministro a la cercana ciudad de Kiev, con dos millones y medio de habitantes, en una especie de síndrome de China.
Se tomó, pues, la decisión de vaciar estas piscinas de manera controlada. En condiciones normales, esto habría sido una tarea fácil: bastaba con abrir sus esclusas mediante una sencilla orden al ordenador SKALA que gestionaba la central, y el agua fluiría con seguridad a un reservorio exterior. Pero con los sistemas de control electrónico destruidos, esto no resultaba posible. De hecho, la única manera de hacerlo ahora era actuando manualmente las válvulas. El problema es que las válvulas estaban bajo el agua, dentro de la piscina, cerca del fondo lleno de escombros altamente radioactivos que la hacían brillar tenuemente en color azul por radiación de Cherenkov. Justo debajo del reactor que se fundía, emitiendo un siniestro brillo rojizo.
Así pues, como las máquinas ya no podían, era trabajo para los Bio-robots. Alguien tendría que caminar, un paso detrás del otro, hacia el reactor reventado y ardiente a lo largo de un grisáceo campo de destrucción donde la radioactividad era tan intensa que provocaba un sabor metálico en la boca, confusión en la cabeza y como agujas en la piel. Viendo cómo tus manos se broncean por segundos, como después de semanas bajo el sol. Y luego sumergirse en el agua oleaginosa y de brillo tenuemente azul, con el inestable monstruo radioactivo encima de las cabezas, para abrir las válvulas a mano: una operación difícil y peligrosa incluso en circunstancias normales.
Ese era un viaje sólo de ida.
Al parecer, la decisión sobre quién lo haría se tomó de manera muy simple; con aquella vieja frase que, a lo largo de la historia de la humanidad, siempre bastó a los héroes:
–Yo iré.
Los tres hombres que fueron.
Los dos primeros en ofrecerse voluntarios fueron Alexei Ananenko y Valeriy Bezpalov. Alexei Ananenko era un prestigioso tecnólogo de la industria nuclear soviética, que había participado extensivamente en el desarrollo y construcción del complejo electronuclear de Chernóbyl: cooperó en el diseño de las esclusas y sabía dónde estaban ubicadas exactamente las válvulas. Casado, tenía un hijo.
Valeriy Bezpalov era uno de los ingenieros que trabajaban en la central, ocupando un puesto de responsabilidad en el departamento de explotación. Estaba también casado, con una niña y dos niños de corta edad.
Los dos eran ingenieros nucleares. Los dos comprendían más allá de toda duda que se disponían a caminar de cara hacia la muerte.
Mientras se ponían sus trajes de submarinismo sentados en un banco, observaron que necesitarían un ayudante para sujetarles la lámpara subacuática desde el borde de la piscina mientras ellos trabajaban en las profundidades. Y miraron a los ojos a los hombres que tenían alrededor. Entonces uno de ellos, un joven trabajador de la central sin familia llamado Boris Baranov, se alzó de hombros y dijo aquella otra frase que casi siempre ha seguido a la anterior:
–Yo iré con ustedes.
Era media mañana cuando los héroes Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov se tomaron un chupito de vodka para darse valor, agarraron las cajas de herramientas y echaron a andar hacia la lava radioactiva en que se había convertido el reactor número 4 del complejo electronuclear de Chernóbyl. Así, sin más.
Ante los ojos encogidos de quienes quedaron atrás, los tres camaradas caminaron los mil doscientos metros que había hasta el nivel –0,5, dicen que conversando apaciblemente entre sí. Qué tal, cuánto tiempo sin verte, qué tal tus hijos, a ti no te conocía, yo es que no soy de por aquí. O parece que hoy vamos a trabajar un poco juntos, igual podemos acceder mejor por ahí, yo voy a la válvula de la derecha y tú a la de la izquierda, tú ilumínanos desde allá, parece que va a llover, ¿no?, pues me parece que este año el Dinamo de Moscú no gana la liga. Esas cosas de las que hablan los bio-robots mientras ven cómo su piel se oscurece lentamente, se les va un poquito la cabeza debido a la ionización de las neuronas y la boca les sabe a uranio cada vez más, conteniendo la náusea, sacudiéndose incómodamente porque es como si un millón de duendes maléficos te estuvieran clavando agujas en la piel. Cinco mil roentgens/hora, llaman a eso.
Y bajo aquel cielo gris y los restos fulgurantes de un reactor nuclear, los héroes Alexei Ananenko y Valeriy Bezpalov se sumergieron en la piscina de burbujas del nivel –0,5, con una radioactividad tan sólida que se podía sentir, mientras su camarada Boris Baranov les sujetaba la lámpara subacuática. Ésta estaba dañada y falló poco después. Desde el exterior, ya nadie les oía ni les veía.
Pero, de pronto, las esclusas comenzaron a abrirse, y un millón de metros cúbicos de agua radioactiva escaparon en dirección al reservorio seguro preparado a tal efecto. Lo habían logrado. Alguien murmuró que los héroes Ananenko, Bezpalov y Baranov acababan de salvar a Europa. Resulta difícil determinar hasta qué punto tenía razón.
Hay versiones contradictorias sobre lo que sucedió después.
La más tradicional dice que jamás regresaron, y siguen sepultados allí.
La más probable asegura que llegaron a salir de la piscina y celebrar su victoria riendo y abrazándose a los mismísimos pies del monstruo, en el borde de la piscina; e incluso lograron regresar sus cuerpos, aunque no sus vidas. Murieron poco después, de síndrome radioactivo extremo, en hospitales de Kiev y Moscú. Aún otra más, sugiere que Ananenko y Bezpalov perecieron, pero el joven trabajador Baranov pudo sobrevivir y anda o anduvo un tiempo por ahí.
Esta es la historia de Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov, los tres superhéroes de Chernóbyl, de quienes se dice que salvaron a Europa o al menos a algún que otro millón de personas en miles de kilómetros a la redonda un frío día de abril. Fueron a la muerte conscientemente, deliberadamente, por responsabilidad y humanidad y sentido del honor, para que los demás pudiésemos vivir. Cuando alguien piense que este género humano nuestro no tiene salvación, siempre puede recordar a hombres como estos y otros cientos o miles por el estilo que también estuvieron por allí. No circulan fotos de ellos, ni han hecho superproducciones de Hollywood, y hasta sus nombres son difíciles de encontrar. Pero hoy, después de tantos años se les recuerda y se les nombra para que si nombre no se borre de la historia, mil veces gracias Por ir.

CIPRIÁN BENCOSME COMPRÉS




ERA ASESINADO EL GENERAL CIPRIÁN BENCOSME COMPRÉS, DIGNO REPRESENTANTE DE LA ESTIRPE DE LA FAMILIA BENCOSME. DE LOS GUAPOS DE MOCA.

General Cipriano Bencosme, nació el 26 de septiembre de 1868, fue un digno exponente del patriotismo y del valor, al desafiar abiertamente a Trujillo, alzándose en una guerrilla con unos 500 hombres en su finca de El Mogote, de Moca, poco antes de que el incipiente dictador se juramentara como Presidente.
La historiografía de la resistencia contra la sangrienta tiranía, encabezada por Rafael Leónidas Trujillo, ha resaltado las ofensivas de varias figuras heroicas, pero hubo un batallador, Cipriano Bencosme Comprés, que no ha encontrado el justo reconocimiento en la galería de los titanes de la época.
Bencosme Comprés, hijo de Donato Bencosme y Nemesia Comprés, rehusó sumarse al movimiento encaminado a llevar a Trujillo al poder, que encabezaba Rafael Estrella Ureña, con el argumento de que no podía confiar en el militar, al que rechazaba por ser traidor, ladrón y violador de mujeres.
Ciprián, hacendado mocano, guerrillero, general, gobernador de Moca en 1912, se enfrentó a la invasión americana (1916-1924) y se alzó contra la naciente dictadura Trujillista al igual que muchos de sus descendiente.
Entre las 31 familias que en enero de 1737 llegaron desde Tenerife, Islas Canarias, a cargo del sargento Santiago Gallegos para re-fundar y poblar Puerto Plata, destruida y despoblada durante las funestas “devastaciones” del gobernador Antonio Osorio entre 1605 y 1606, se encontraba la de Eusebio Bencomo, quien llegó acompañado de su mujer, Francisca Vizcaína, y sus hijos Nicolás, Rosa Francisca, Juana y María Bencomo.
En una memoria del 8 de julio de 1737 sobre esos inmigrantes canarios que habían muerto en Puerto Plata, se indica, entre otros tantos, que “la mujer de Eusebio Bencomo, Francisca Vizcaína murió en junio 22. Sus dos hijas, Juana Bencomo en abril 22 y Rosa Bencomo, en junio 22”.
Es la historia trágica y repetitiva de nuestros antepasados canarios, que en lugar de venir a la conquista del indio y del oro, vinieron a conquistar y labrar la tierra dominicana.
Las desapariciones de los registros de la iglesia de Moca a causa de su quema y el degüello que sufrió ese poblado a manos de las tropas haitianas del bárbaro Jean Jacques Dessalines en 1805 no han permitido enlazar adecuadamente los Bencosme Mocanos con sus progenitores que arribaron a Puerto Plata en 1737.
Los Bencosme más viejos indican que sus ascendientes vinieron de Tenerife a través de Puerto Plata, y en eso coincide el desaparecido Dr. Julio Jaime Julia Guzmán, “Promotor de la Mocanidad”.
De esta estirpe isleña asentada predominantemente en Juan López, Moca, señalaremos los siguientes personajes:
Cipriano Bencosme Comprés (1864-18 de noviembre de 1930): Casó con su prima hermana Juana Bencosme Jiménez (hija de su tío Hipólito Bencosme). De este noble patriota descienden los Bencosme-Bencosme, Bencosme-Gabriel, Bencosme-Hernández, Bencosme-Guzmán, Bencosme-Ruiz, Bencosme-Rojas, Bencosme-Ureña, Bencosme-Angeles, Bencosme-Lulo y Michel-Bencosme, entre otras familias.
Sergio Bencosme Bencosme (Moca, 1890-1935): hijo del anterior. Gran intelectual y ministro durante Horacio Vásquez. Se opuso a Trujillo y se refugió en Nueva York, donde fue asesinado frente a la puerta de su apartamento por un esbirro del régimen. Casó con Floralba Ruiz, teniendo entre sus hijos al destacado galeno Sergio Arturo Bencosme Ruiz, quién fue Director del Departamento de Patología del Queen's University, en Kingston, Ontario, Canadá.
El Dr. Bencosme Ruiz casó a su vez con su prima hermana Berta Rojas Bencosme, con la que ha tenido cinco hijos, algunos de ellos casados a su vez con primos apellidados Bencosme.
Ramón Donato Bencosme Bencosme (17 de mayo de 1908-17 de febrero de 1957): hijo menor del general Cipriano, hacendado, diplomático y gobernador de la provincia Espaillat. Casó con Juana de Arco (Jeannette) García León el 1 de abril de 1931, con quien tuvo 5 hijos y otros 27 con varias atractivas compueblanas. Por ser desafecto a Trujillo murió en un supuesto “accidente” en La Cumbre de Puerto Plata.
Toribio Bencosme García (Moca, 16 de abril de 1913-Maimón, 15 de junio de 1959): Sobrino de Cipriano, Doctor en Medicina. Huyendo de Trujillo llegó a Venezuela en 1935, donde alcanzó gran prestigio profesional. Renunció a todo y se unió como jefe médico de la expedición del 14 de junio de 1959 para derrocar la dictadura. Terminó ofrendando su vida por la libertad del pueblo dominicano conjuntamente con su primo Ercilio García Bencosme. El hospital provincial de Moca lleva su nombre.
Al producirse en 1930 el golpe de Estado que llevó al poder a Rafael Leonidas Trujillo Molina, buscó la manera de desviar el curso de los acontecimientos y se fue al monte en actitud hostil con algunos de sus seguidores, pero finalmente se quedó solo. Alguién delató donde estaba y una patrulla le dio muerte el 17 de Noviembre del 1930.

martes, noviembre 18, 2025

¡La batalla más brutal en la nieve de la Guerra de Corea! ¡72 horas de c...

Cuando hablamos de los fundadores de la espeleología, Stephen Bishop debería ser el primero en ser mencionado.

 



En 1838, mientras era esclavo, un hombre llamado Stephen Bishop hizo algo tan peligroso que su amo pensó que había perdido la razón; entonces descubrió algo que redefiniría todo lo que sabemos del subsuelo.


Cuando se habla de los grandes exploradores de Estados Unidos, se menciona a Lewis y Clark, a Roosevelt, a los intrépidos pioneros con libertad y recursos.

No se imaginan a un joven esclavo de 17 años, sosteniendo una lámpara de aceite temblorosa en las profundidades de la Cueva Mammoth de Kentucky.

Pero Stephen Bishop estuvo allí primero: cartografiando un mundo jamás visto por el ser humano, expandiendo los límites de la ciencia, todo mientras vivía encadenado.

Nacido alrededor de 1821, Stephen fue vendido en su adolescencia a Franklin Gorin, un abogado que había comprado la Cueva Mammoth como atracción turística. Gorin no compró a Stephen por su brillantez, sino por su trabajo. Para guiar a los visitantes adinerados por los pasadizos seguros y conocidos. Para obedecer. Para repetir los mismos caminos eternamente.

Pero Stephen Bishop no estaba hecho para la obediencia.

La cueva lo llamaba. La oscuridad. El misterio. Los lugares inexplorados, más allá del alcance de cualquier llama.

Así que comenzó a explorar por su cuenta. Cada vez más profundo. Memorizando cada recoveco y cada cámara. Cartografiando lo desconocido con tan solo instinto y valentía.

Entonces llegó al Abismo Sin Fondo: un vasto abismo que engullía toda la luz. El final de todo mapa. El lugar donde todos daban la vuelta.

Todos menos Stephen.

Estudió el vacío. Vio tenues pasadizos al otro lado. Y decidió que la cueva no terminaba allí; simplemente esperaba a alguien lo suficientemente audaz como para continuar.

Así que tomó un retoño de cedro, lo despojó de sus ramas, lo apuntó y lo colocó sobre el abismo.

Un delgado tronco. Sobre una oscuridad que parecía infinita.

Lo cruzó.

Un joven esclavo de 17 años, en equilibrio sobre un precipicio mortal que podría haberlo borrado del mundo para siempre; sin embargo, siguió adelante.

Lo que encontró cambió la ciencia estadounidense.

Enormes cavernas nuevas. Túneles interminables. Ríos subterráneos. Peces ciegos. Criaturas moldeadas por la noche eterna. Stephen Bishop no solo descubrió nuevos pasadizos, sino que duplicó el sistema de cuevas conocido en un solo año.

Memorizó cada detalle del subsuelo y luego lo dibujó de memoria a la luz de una lámpara. Su mapa era tan preciso que los espeleólogos modernos aún confían en sus rutas.

Nombró las cámaras: Avenida Gótica. El Río Estigia. Avenida Cleaveland. Nombres extraídos de la literatura que había aprendido a leer por su cuenta, a pesar de que se le había negado la educación.

La noticia se extendió. Científicos, dignatarios extranjeros, turistas adinerados: todos solicitaban a Stephen como guía. No el dueño de la cueva. No los otros guías.

A él.

Explicó la geología. Describió los animales. Comprendía el flujo del aire, el flujo del agua, la estructura y la escala mejor que cualquier científico capacitado.

Fue reconocido —universalmente— como el mayor experto mundial en la Cueva Mammoth.

Pero seguía siendo propiedad.

No podía votar. No podía ser dueño de la tierra que había cartografiado. Ni siquiera podía reclamar legalmente las monedas que los turistas le daban.

En 1856, tras casi dos décadas bajo tierra, Stephen fue finalmente liberado.

Un año después, murió, probablemente de tuberculosis. Tenía solo 37 años.

Pero su legado perduró en la piedra.

La Cueva Mammoth es conocida hoy como el sistema de cuevas más largo del mundo, con más de 640 kilómetros explorados. Stephen Bishop descubrió y cartografió los cimientos de ese conocimiento. Sus rutas aún guían a los exploradores. Su inscripción —«Stephen Bishop»— está grabada en las paredes por visitantes que reconocieron su genio mucho antes que la historia.

En 2019, más de 160 años después de su muerte, fue incluido en el Salón de la Fama de Escritores de Kentucky por el mapa y los escritos que dejó.

Pero su verdadero honor reside en esto:

Cuando hablamos de exploradores estadounidenses, su nombre debería figurar junto al de Lewis y Clark.

Cuando hablamos de los fundadores de la espeleología, Stephen Bishop debería ser el primero en ser mencionado.

Cuando contamos la historia del genio estadounidense, debemos incluir al genio esclavizado que cruzó un abismo que nadie más se atrevió a cruzar.

Stephen Bishop construyó un puente sobre un abismo sin fondo, literal y metafóricamente.

Le negaron la libertad en la superficie, así que la encontró en las profundidades.

Le dijeron que no podía aprender, así que se educó a sí mismo.

Le dijeron que no podía contribuir, así que expandió el mundo conocido.

Le dijeron que tenía límites, así que cruzó el lugar que mejor los simbolizaba.

En 1838, un adolescente esclavizado por ley se adentró en la oscuridad total y regresó con un mapa de maravillas.

Y el mundo sigue su luz.

V. I. Chuikov fue condecorado dos veces durante la guerra con el título de Héroe de la Unión Soviética

 



V. I. Chuikov fue condecorado dos veces durante la guerra con el título de Héroe de la Unión Soviética -por los éxitos sobresalientes en la liberación de la orilla derecha de Ucrania y los éxitos en la operación ofensiva Vístula-Oder (12 de enero - 3 de febrero de 1945)- y por el asalto y la toma de Poznan (23 de febrero de 1945).

A lo largo de su servicio militar durante la Gran Guerra Patria, V. I. Chuikov estuvo en primera línea, creyendo que allí podía reaccionar lo más rápidamente posible a los errores del enemigo y al menor fallo de éste en la ofensiva y denudación de flancos lanzar inmediatamente un contraataque.
La ventaja clave del comandante de ejército era precisamente la rapidez, la inmediatez. La prioridad para él era la proximidad al enemigo, el deseo de estar siempre en contacto con él, de verlo.
Una vez, cuando Chuikov sobrevolaba Stalingrado, su avión fue derribado por un Junkers alemán y partido literalmente por la mitad
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... y el propio comandante milagrosamente siguió vivo.
En Stalingrado, V.I. Chuikov introdujo tácticas de combate cuerpo a cuerpo. Las trincheras soviéticas y alemanas se encontraban a una distancia de un tiro de granada.
Esto complicó el trabajo de la aviación y la artillería alemanas, simplemente tenían miedo de acertar a los suyos.
A pesar de que la superioridad del 6º Ejército de Campaña alemán
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bajo el mando del general Friedrich Paulus en efectivos era evidente, las tropas soviéticas contraatacaron constantemente, y sobre todo por la noche.
Esto permitía rechazar las posiciones abandonadas durante el día.
El nombre de V.I. Chuikov también está asociado a la aparición de grupos especiales de asalto. Fueron los primeros en irrumpir repentinamente en las casas y utilizaron las comunicaciones subterráneas para desplazarse.
Casas residenciales (por ejemplo, la casa de Pavlov y la Fortaleza de Brest), ruinas de talleres, sótanos se convirtieron en bastiones inexpugnables, cuyos defensores no solo defendían, sino que también pasaban al contraataque.
Los alemanes no sabían cuándo y, sobre todo, de dónde esperar un contraataque. Más tarde, esta experiencia le fue útil a Chuikov en la toma de Berlín (16 de abril - 2 de mayo de 1945). No en vano le decían el "General-Sturm".

Cuando creiamos que podiamos volar.

















 

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