Durante más de dos décadas, María de Jesús se sentaba en la misma banca de la Central de Autobuses de Puebla, México, con la mirada fija en la entrada. Cada vez que se abría una puerta, su corazón latía con la esperanza de ver a alguno de sus tres hijos volver por ella. Pero esa puerta nunca trajo el regreso que tanto esperaba.
El lunes por la mañana, su espera llegó a su fin. María murió en silencio, sentada en la misma sala de espera donde había vivido gran parte de su vejez. Tenía 79 años y, aunque estaba rodeada de miles de personas a diario, murió sola. Nadie notó su ausencia hasta que su quietud se volvió demasiado larga, demasiado definitiva.
Su historia había comenzado con una promesa rota. Según contó en una entrevista años atrás, sus hijos la habían dejado ahí “solo por unos días”. Pero los días se volvieron meses, y los meses, años. Con el paso del tiempo, María dejó de contar el tiempo. Solo miraba, cada día, con la esperanza intacta, como si el amor de madre pudiera, de alguna forma, traerlos de vuelta.
Contrario a lo que muchos creían, no llevaba cinco años en la CAPU, sino veinte. Veinte inviernos esperando que la abrazaran. Veinte primaveras imaginando un reencuentro. Veinte cumpleaños sin una llamada. La terminal se convirtió en su casa, su refugio, su prisión emocional.
Su salud se apagaba lentamente. Tenía una pierna afectada y el pie hinchado, lo que le dificultaba moverse. Usaba pañales para adultos y sufría una dolorosa inflamación de vejiga. Cada día, el cuerpo le pasaba factura por la vida que llevaba. Pero, a pesar de todo, nunca quiso ser una carga. Rechazaba ayuda. A quienes se le acercaban con comida o albergue, les decía que no, con una mezcla de dignidad, desconfianza y tristeza.
"No quiero cámaras, no quiero que me graben", había dicho cuando algunos medios intentaron contar su historia. No buscaba fama ni lástima. Solo quería a sus hijos. Solo quería volver a sentirse madre, abrazada, recordada.
Los trabajadores de la terminal fueron quienes la encontraron. Habían notado que algo no estaba bien: ella no solía permanecer tan inmóvil por tanto tiempo. Al acercarse, ya no respiraba. Técnicos de emergencia acudieron, pero nada pudieron hacer. Su corazón, cansado de tanto esperar, había decidido descansar.
El área fue acordonada. Los peritos de la Fiscalía de Puebla realizaron el levantamiento del cuerpo mientras el bullicio de la terminal seguía su curso. La vida de miles seguía corriendo, mientras la de María terminaba sin testigos cercanos, sin abrazos finales, sin una voz que la llamara por su nombre una última vez.
En el expediente legal, su carpeta de investigación y su media filiación quedarán archivadas. Tal vez, algún día, uno de sus hijos regrese y pregunte por ella. Tal vez, entonces, sabrán que ya es tarde.
María de Jesús Mundo no murió por causas naturales solamente. Murió de abandono, de olvido, de promesas que nunca se cumplieron. Su historia es una herida abierta, un espejo incómodo que refleja lo que pasa cuando el amor familiar se convierte en indiferencia, y cuando el sistema no encuentra cómo abrazar a quienes más lo necesitan.
La sala de espera que la cobijó todos esos años también se convirtió en su tumba emocional. Nadie volvió por ella. Nadie preguntó si estaba bien. Solo el eco de sus recuerdos la acompañó hasta el final.
Hoy, su historia nos queda como un susurro en la conciencia. Como una pregunta que duele:
¿Cuántas Marías más están esperando en silencio, creyendo que algún día alguien regresará por ellas?