martes, diciembre 02, 2025

Huérfana desde niña, aprendió pronto que la vida no regalaba nada.

 Diez días.




Diez días de golpes, quemaduras, desgarros, gritos y silencio.
Diez días en los que un cuerpo joven fue convertido en sombra, y aun así no dijo una sola palabra.
Su nombre era Virginia Tonelli.
Huérfana desde niña, aprendió pronto que la vida no regalaba nada. A los once años ya trabajaba para alimentar a sus hermanos. Ese fue su primer combate: la pobreza. El segundo llegó cuando creció, cuando su conciencia le dijo que callar era otra forma de morir. Se afilió al Partido Comunista Italiano y empezó a moverse en la clandestinidad, llevando panfletos, mensajes, voces prohibidas que corrían por las manos como fuego.
En 1943 eligió el camino más peligroso: la Resistencia.
Organizó protestas de mujeres contra los ocupantes, recaudó fondos, transportó prensa ilegal entre ciudades. Pequeños gestos que en tiempos de dictadura son actos inmensos.
Hasta que cayó detenida en Trieste.
Entonces comenzó el infierno.
La torturaron durante diez días para arrancarle nombres, lugares, cualquier pista que les permitiera destruir a los partisanos. Querían doblegarla. Querían que una sola palabra destruyera a muchos.
Nunca la obtuvieron.
El día once, frustrados y furiosos por su silencio, la llevaron al campo de concentración de Risiera di San Sabba. Allí no hubo juicio, ni misericordia, ni motivo estratégico. Fue venganza pura.
Virginia fue quemada viva en un horno.
Tenía 22 años.
Y ni siquiera en el instante final traicionó a quienes luchaban por la libertad.
Su historia no pide compasión. Pide memoria.
Porque la democracia que hoy parece un derecho natural se construyó con cuerpos como el suyo, con espaldas dobladas, con voces que eligieron callar para que otras pudieran hablar un día.
No fue solo una partisana.
No fue solo una mujer.
Fue una columna de fuego que eligió arder antes que entregar a los suyos.
Una italiana extraordinaria, de las que sostuvieron con el cuerpo lo que hoy llamamos República.
Recordarla es el mínimo acto de justicia.

Silva no murió: se quedó allá, aferrado al fusil.

 El subteniente que no se rindió




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Seguinos y descubrí las historias que la historia oficial nunca te contó.
En las últimas horas de la Guerra de Malvinas, cuando ya nadie creía en nada, hubo un hombre que eligió creer. No en la victoria, ni en las órdenes, ni siquiera en la lógica. Creyó en algo más viejo y feroz: el deber. Se llamaba Oscar Silva. Tenía 26 años, un fusil en las manos y una decisión tomada: resistir.
Le decían “el Sapo”. Había entrado conmigo al Colegio Militar. Él Infantería, yo Ingenieros. Compartimos aulas, barro, silencios y la esperanza intacta de los que todavía no han visto la guerra. Con Llambías —otro compañero— hicimos el curso de comandos. Y cuando todo se vino abajo, cuando los ingleses entraban por todos lados y Puerto Argentino ya era un espejismo, ellos se plantaron.
Silva fue enviado a Tumbledown. Le quedaban unos pocos soldados de los 45 que había tenido. Y cuando le ordenaron replegarse, les dijo a sus hombres: “Váyanse, yo los cubro”. Se quedó solo, con una ametralladora y un FAL. Disparó hasta que se le acabaron los cartuchos. Salía del pozo a ver a los otros, les decía que Dios los protegía. Rezaba, arengaba. Creía.
Recibió un tiro en el hombro. No se cayó. Se incorporó, gritó “¡Viva la Patria, carajo!” y disparó. Fueron sus últimas palabras. Murió así, con los ojos abiertos y el dedo en el gatillo. Cuando lo quisieron enterrar, no pudieron sacarle el fusil. El inglés se cuadró y dijo: “Sepúltenlo así”.
Silva no murió: se quedó allá, aferrado al fusil, sosteniendo lo que quedaba de dignidad en medio del barro. Fue la única baja de nuestra promoción. Pero su vida no fue en vano. Porque hay muertes que salvan a los vivos.
Y hay silencios que gritan más fuerte que cien discursos.
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La Rosa del Principito era la salvadoreña,Consuelo suncín.




Para todos los amantes de "El Principito", ¿a que no sabían que "La Rosa" no era solo un personaje cualquiera? Este personaje resulta ser la salvadoreña Consuelo Suncín, esposa de Antoine de Saint Exupery, mujer controversial considerada por algunos una mujer adelantada a su época y para otros, una mujer con vocación "puteril" (así dicen los libros).

Hija de un General dueño de fincas cafetaleras, a los 18 años consigue una beca y se va a Estados Unidos a estudiar inglés; esto dice mucho de ella, ya que salir de su casa en esa época era algo muy mal visto. Se casa con un militar mexicano, aunque después se supo que solo era un vendedor de pinturas caseras.
Consuelo decide divorciarse meses antes de que su esposo muriera en un accidente de ferrocarril.
Viuda y con ganas de comerse al mundo, llega a México con una carta de recomendación y solicita entrevistarse con José Vasconcelos, si, el mismo que dijo “por mi raza hablará el espíritu”; este personaje la hace esperar por dos horas y cuando al fin la recibe, le dice: “una mujer bonita, joven y viuda no necesita trabajar, puede ganarse la vida con sus encantos”.
Consuelo insiste en una segunda entrevista y aunque Vasconcelos no le da el empleo, le ayuda para estudiar Derecho, se enamora de ella y tienen un romance de esos con notas de mil colores.
La lleva a París y conoce al prosista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien en su tiempo era considerado el más exitoso escritor latinoamericano. Consuelo lo abandona y se casa con Gómez Carrillo.
Despechado, Vasconcelos le dedica varias páginas en su

s memorias y dice que el romance con el príncipe de los cronistas es debido a la vocación "puteril" de su amada.
Vuelve a quedar viuda pero ahora con mucho dinero, así que bonita, joven, viuda y con mucho dinero, viaja a Buenos Aires a liquidar las propiedades de su difunto marido y ahí conoce a Antoine de Saint Exúpery. Lo de ellos fue amor a primera vista, él la invita a volar y ahí suceden una serie de incidentes pero Consuelo mantiene a raya a Antoine (Creo que ella me ha domesticado, dice Saint Exúpery. ¿Les suena?).
Se casan en contra de la voluntad de la familia del escritor ya que era odiada por la sociedad francesa por el hecho de ser extranjera, "venida de quien sabe dónde”. En realidad no le perdonaban que una mujer viuda y de origen indígena se ganara el corazón del escritor más famoso de Francia. La familia Saint Exúpery era terriblemente antisemita y para ellos ese matrimonio era peor aún que casarse con una judía. La única defensora de Consuelo fue su suegra y según sus propias palabras: “si su hijo la amaba, ella la amaba”.
Consuelo y Antoine vivieron 13 años de matrimonio intenso, él con sus frecuentes viajes, el gusto por la vida bohemia y sus múltiples infidelidades (“Vete a ver las rosas, que así comprenderás que la tuya es única en el mundo”. ¿Les vuelve a sonar?).
Según palabras de ella, ser la esposa de un piloto fue un suplicio, pero serlo de un escritor, fue un verdadero martirio. A pesar de sus peleas siempre estaban al pendiente uno del otro, ella era asmática como "La Rosa" (que tosía) y el Principito la tenía en un capelo para que no le pasara nada.
La sociedad francesa trató de no relacionar su nombre con el escritor y le propinaron tremendos desaires, y fue hasta hace pocos años que reconocieron que sin su influencia, El Principito no habría sido escrito...(.RA)

“Póngase sereno y apunte bien. Va a matar a un hombre”

 

La ultima sopa del Che.




EL ÚLTIMO GESTO DE AMOR HACIA EL CHE.
Julia Cortez entró en la escuelita porque quería ver al “monstruo”. Los milicos y la CIA llevaban tanto tiempo tratando de dar con él… Y ahora estaba allí, detenido, en La Higuera, encerrado en su diminuta escuela. A esa aldea boliviana de poco más de 50 almas, perdida en la montaña, ella había llegado hacía no muchos meses para ser la maestra. “Tenía 19 años”, cuenta lento esta mujer de 65. “Yo ni siquiera sabía cómo se llamaba el preso. Lo que nos habían dicho desde meses atrás es que era un cubano comunista que venía a Bolivia a imponer sus ideales y a hacernos daño. Que era el jefe de unos guerrilleros que asaltaban y violaban. Que llevaba una coraza y un casco y que era imposible que muera”. No pudo resistir la tentación de ver al villano, al animal enjaulado, a ese tipo que más tarde supo que se llamaba Ernesto Guevara.
“El Che estaba sentado en una silla al lado izquierdo de la pieza, detrás de la puerta, a oscuras. Le alumbraba una vela”, relata esta docente jubilada, acomodada en el sofá de su casa en Vallegrande, 45 años después de aquello. “Llevaba una manta sobre las piernas y con eso tapaba la herida de bala que tenía del combate en la Quebrada. Estaba pálido, deteriorado, sin higiene, aunque trataba de demostrar firmeza”. El guerrillero acababa de ser capturado. La maestra, entró porque el centinela que vigilaba le había dado permiso para ojear. Eso hizo. “Esperaba otra cosa, ese hombre no daba miedo”, cuenta que pensó. Entonces Guevara levantó el rostro para mirar a la persona que había venido a observarle: “Se saluda”, dijo él. Ella no supo qué hacer y se marchó corriendo.
Era un 9 de octubre de 1967 y la cacería que habían llevado a cabo durante los últimos once meses el ejército boliviano y la inteligencia estadounidense se cerraba en brindis. Del comando de 52 guerrilleros con el que había contado el Che en este país para tratar de derrocar la dictadura de René Barrientos y avivar la mecha que hiciera triunfar la revolución de Latinoamérica -la que él mismo había prendido en Cuba-, ya no quedaba nadie. Todos habían muerto en combate, o fusilados, pocos pudieron huir y alguno había desertado. Liquidada la parte del grupo que había tratado de abrirse camino por Río Grande, el último halo de resistencia liderado por Guevara se extinguía un mes después en un valle llamado la Quebrada del Churo, a las faldas del monte espeso donde se ubica La Higuera. Allí, a la escuelita de esta aldea, trasladaron al líder comunista herido.
El silencio del insignificante habitáculo aún hoy impone. Sus paredes, su piso y su techo están renovados. Conserva su emplazamiento, sus ínfimas dimensiones y algunas de las sillas y pupitres de madera carcomida donde permaneció sentado el comandante durante el arresto. La cabaña entonces tenía el suelo de tierra. El que volvió a pisar Julia cuando, horas más tarde de su primer encontronazo con el mito, fue avisada por los militares de que el prisionero pedía verla.
“No sé por qué quiso verme a mí, pero pasó eso. Yo ni quería”, prosigue esta anciana de ojos negros, recuerdos intactos y tono severo.
- ¿Qué le dijo?
- Que si era la maestra y que si había escrito yo en la pizarra ‘Ángulos’ sin acento, que eso era una falta de ortografía.
- Tenía carácter.
- Sí, ya lo creo que tenía. Pero era algo más.
- ¿Qué más?
- No sé bien cómo hacerlo entender. Mire, yo lo que tenía ante mis ojos era un hombre pálido, sucio, sentado y herido -afloja la aspereza de su rostro, -pero no entiendo por qué no podía verle así. Era raro. Con todo eso, era fuerte, firme, atractivo. Empezó a hablarme...
- ¿De qué?
- Fueron unos diez minutos. Me empezó a contar que él y sus guerrilleros habían venido a Bolivia a luchar por los débiles. Que había llegado el momento de que los pobres vencieran a los ricos. Que nosotros teníamos que luchar... Me hablaba de sus ideales.
- ¿Y qué pensó usted cuando escuchó todo eso?
- Verá, era inteligente, respetuoso, hablaba bien. Decía cosas con mucho sentido. Lo cierto es que me quedaba parada mirándole. No sé. Por lo que decía y cómo lo decía más que por su aspecto. Pero también por su aspecto. Yo siempre digo que era hermoso. Bello. No era un monstruo. Pensé que tenía razón en lo que hablaba.
A Julia le desapareció el miedo. Horas más tarde, sintió el impulso de preparar una sopa para llevársela al recluso. “El guardia me dio permiso a entrar de nuevo”.
- ¿De qué era la sopa?
- De maní.
- ¿Le gustó?
- No lo sé, pero me dio las gracias.
- ¿Le habló de algo más?
- Si, ahí fue cuando le hice la promesa. Se lo había prometido.
- ¿Prometer? ¿Qué le prometió?
- Estuvo hablándome otro ratito de su causa y yo le escuchaba. Estaba cómoda hablando con él. Yo le miraba todo el rato.
- ¿Pero cuál fue la promesa?
- Él me pidió que si podía enterarme, preguntando con disimulo a los militares, que qué iba a pasar con él. Le dije que lo iba a hacer. Quedé con él de volver a la escuelita y contárselo. Se lo prometí, ¿sabe?
- ¿Lo hizo? ¿Se lo dijo?
- 20 minutos más tarde o algo así, desde mi casa, escuché disparos-, entrecruza Julia los dedos de las manos como haciendo resistencia al recuerdo–. Volví corriendo a la escuelita y la puerta estaba abierta. Entré y él estaba allí, tirado en el suelo. […] No pude cumplir mi promesa.
- ¿Qué hizo cuando entró usted en esa escuelita y vio a Guevara muerto, doña Julia?
- Para mí no era Guevara, era ese hombre que me había hablado y al que le había hecho una promesa. Me quedé paralizada. No sé por qué. Me había entrado mucho miedo. No podía ir ni quedarme. Estaba sola e inmóvil. Le miraba. Cuando pude mover las piernas, sin pensar, empecé a andar muy rápido hacia fuera del pueblo.
Ernesto Guevara había sido ejecutado. (…) Un miembro de la CIA –supuestamente– dio órdenes de asesinarle disparándole del cuello hacia abajo, ya que las radios llevaban desde el día anterior diciendo que el Che había muerto en combate. Mario Terán, el suboficial del ejército boliviano que ofició de verdugo, entró con su fusil M-2 al aula y efectuó las descargas. Fueron dos ráfagas que le agujerearon primero las piernas y luego el pecho. Más tarde, el suboficial relató aquel momento en una emotiva carta de arrepentimiento [según publicaron algunos medios] en la que cuenta cómo, al ingresar en aquella escuelita, el condenado se puso de pie, levantó la cabeza y le lanzó una mirada que le hizo “tambalear por un instante”. “Póngase sereno y apunte bien. Va a matar a un hombre”, le ordenó el reo a su ejecutor. Terán fue, quien con la camisa impregnada “de miedo, sudor y pólvora”, salió de allí tras finalizar su encargo, dejando a su espalda “la puerta abierta” que encontró Julia instantes después.
Fuente: http://blogs.elpais.com/.../09/la-ultima-sopa-del-che.html

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