Si la vida que fue, volviera a ser hoy
Toda su vida, Elena vivió con una certeza: la maternidad no era para ella. Amaba su libertad, sus viajes, las noches de fiesta con amigos, los proyectos personales que llenaban su mundo. Nunca sintió que le faltara algo, y cada vez que alguien le preguntaba si no se arrepentiría, respondía con una sonrisa segura.
Los años pasaron. Vio a sus hermanos formar familias, a sus amigos casarse, tener hijos, y con el tiempo, incluso nietos. Al principio, aún encontraba compañía en quienes compartían su estilo de vida, pero poco a poco, esas amistades se fueron apagando. Algunos tomaron otros caminos, otros partieron demasiado pronto. Y así, casi sin darse cuenta, llegó a los 100 años.
Aquel día, sentada en su vieja mecedora, miró el pastel que alguien le había llevado por cortesía, quizás un vecino o una enfermera. No había velas, porque ya no tenía a quién pedirle que las encendiera. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que la casa, alguna vez llena de vida, estaba en absoluto silencio. No había risas de niños, ni llamadas de familiares preguntando cómo estaba, ni un mensaje cariñoso de alguien que la recordara con amor.
Por primera vez en su vida, se preguntó si realmente había tomado la decisión correcta. No porque la maternidad hubiera sido el único camino, sino porque se dio cuenta de que, en su deseo de ser libre, había olvidado sembrar vínculos que resistieran el tiempo. No se trataba solo de hijos, sino de construir una red de amor, de dejar una huella en otros corazones.
Suspiró, tomó un pedazo de pastel y se prometió algo: si aún tenía tiempo, lo usaría para hacer algo por alguien más, para dejar su historia en alguien que pudiera recordarla. Porque al final, no se trata de cuántos años vivimos, sino de cuántas personas nos llevarán en su memoria cuando ya no estemos.
Tomado de la red.