He seguido el camino
de una lágrima dibujada en el rostro del atardecer, ya oscurece, esperamos a
Felipe y a Ñoñó que fueron a pescar tilapias a la laguna de Manganagua, ha sido
duro el día en el largo trajinar del hambre, la sequía destruyó toda la cosecha, el monte
achicharrado por el sol de julio, resplandece con las primeras estrellas y
nuestras miradas se pierden entre las sombras del anochecer, a ver si vemos
aparecer a nuestros hermanos por el
camino real.
Nos preocupa su
tardanza, además el hambre ya hace estragos en nuestros estómagos. En la cocina
mamá mantiene el fuego encendido, papá aun no regresa del monte, anda cortando
la leña para mañana preparar el horno, han sido largos todos estos días de
hambre, no hay maquey, ni yambí, el
monte está desolado, con esta prolongada
sequía, hasta las aves se han ido a otros lugares.
Desde aquí puedo ver
el fuego de la cocina de Popó Candela, Negra su esposa debe estar haciendo la
cena. Imagino a Miguela jugando con las sombras de la noche, más allá de las
anacahuitas gemelas, bajo los
limoncillos florecidos de eternidad de la tía Tatín. El orgullo nos impide ir a
pedir un poco de comida a las casas
ajenas, preferimos morirnos de hambre, inmerso en nuestra soledad. Desde aquí
escuchamos las canciones tristes de la vellonera del negocio de Andrés Longo,
cierro los ojos y se me humedecen los ojos de estrellas.
No sabemos que horas
es, pero presentimos la presencia cercana de nuestros hermanos, oteamos el
horizonte, el viento nos trae su olor mezclado con el olor de los pescados,
suspiramos tranquilos, ya podemos sentir sus pasos certeros en la oscuridad,
silban, para decirnos que ya llegaron, viene felices, cargados de tilipias y
jicoteas. En medio del patio nos abrazamos bajo el cielo infinito de estrellas,
mamá sale y también los abraza, nos preparamos debajo de la mata de javey, para
quitarles las escamas a los pescados, ellos apartan un poco para llevarlos a
sus casas, son muchos no nos lo comeremos todos esta noche. Papá llega,
sudoroso, con toda la oscuridad de la noche pegada en la piel, deja a Julia,
libre, que se acerca hasta donde nosotros estamos, rebuzna y sacude la cabeza,
es su manera de decirnos, yo también estoy aquí, León ladra alegre, juguetea,
salta, nos lame las piernas y luego se
acomoda en el suelo junto a nosotros.
Después de limpiar los
pescados, buscamos un lugar en el patio donde encender una fogata y nos
sentamos alrededor de ella, ya mamá hierve los pescados, hace un cardo con sal,
ajo y orégano, no hay nada más, pero será suficiente por el día de hoy. Reímos,
contamos historias, entonamos viejas canciones ancestrales, León nos mira con
asombro y Julia descansa hasta que mi padre la lleve al lugar donde pasa la
noche, cerca de la casa debajo de la mata de café cimarrón, ella y León son
parte de la familia, después de comer, Felipe, se irá dormir con la tía Aurora y Ñonó, se irá a
donde Amantina, ella lo crió desde muy
pequeño. Más allá de la alambrada los grillos cantan incesante a las estrella.
Entre mis ojos cabe
todo el universo, la noche huele a bosque seco a luna llena y caldo de pescado,
busco el calor de mis dos hermanos mayores, me siento entre los dos y los miro con orgullo, ellos
son buenos pescadores y mejores
cazadores, un día seré como ellos y
podré ir por el monte y llegar más allá
de los limites ancestrales y cazar la quimera, para entregarle a mis padres la
felicidad eterna.
Mamá nos llama, es
hora de comer, entramos a la casa, en la sala la llama de la lamparita
jumeadora danza al compás del viento, por momentos parece que se apagará, para
luego renacer de sus cenizas como un ave fénix, está sabroso el caldo, sólo que la tilapias tienen muchas espinas hay
que comerlas con sumo cuidado para que no se quede una en la garganta, es una
pena que no apareció un coco para cocinarla, nos quedan algunas tilapias para
mañana y tres sabrosas jicoteas, para
los días siguientes, así que podremos invitar a otros vecinos a compartir
nuestra comida.
Manuel, mí pequeño y
solitario amigo hace rato se fue, tal vez con hambre, imagino que vive allá,
muy lejos, donde se ve aquella lucecita distante, él nunca ha querido llevarme
a su casa.
Ya comimos, es hora de
dormir, Felipe y Ñonó se despiden entre abrazos y sueños y me dicen que mañana
temprano me llevarán con ellos a las distantes regiones del norte, a cazar, que
me prepare, que pasarán a las seis de la mañana por mí, me voy a la cama feliz,
el corazón no me cabe en el pecho, mañana por fin, podré ir cazar.
Nosotros conocemos y
amamos cada palmo de nuestra tierra, amamos al viento, las nubes, las aves, los
árboles, los animales, las mariposas, la lluvia, la primavera que hace florecer
al bosque, cada camino tiene un horizonte
que termina en nuestros sueños y en definitiva, nuestro amor por la
madre tierra, es el amor por la vida, es el amor a Dios que lo ha creado todo
tan perfecto.
Para mí lo más
importante es que se acerca el día en que podré atravesar los límites
ancestrales del monte y atrapar a la quimera, para entregarles a mis padres la
felicidad eterna.
Mientras cierro los
ojos, escucho los tambores lejanos que invitan para mañana en la noche, a
bailar en el patio de la abuela Mamá Tita, la danza de la lluvia para conjurar
la sequía.
Domingo Acevedo.
Fotos tomadas de la red.