Nací en la
Esperilla, junto al
camino real en una casita de yagua con piso de tierra bajo el cielo parpadeante
de un amanecer salpicado por el rocío del otoño e impregnado por el olor
reciente y vegetal de los hornos que ardían a fuego lento más allá de los
límites de la aurora
Fueron las manos luminosas de Belén las que con asombro me
sacaron del vientre florecido de mi madre,
las que lavaron mi piel recién hecha y me vistieron de ternura y me
depositaron junto a la hoguera anaranjada del amanecer para que el frío de los inviernos remotos no salpicara
de escarcha mi alma para que mi piel siempre tibia no se derritiera en las
noches dejando un rastro invisible de mariposas muertas en la epidermis
arrugada del tiempo