Ningun acto de horror y/o abuso de poder nos puede sorprender de la democracia Norte Americana, esculpida en el exterminó y la sangre de los verdaderos habitantes de esa nación y en la esclavitud y el sufrimiento de los esclavos africanos, sobre los cuales sustentaron su economía y su desarrollo.
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jueves, diciembre 18, 2025
Ningun acto de horror y/o abuso de poder nos puede sorprender de la democracia Norte Americana,
Aún hoy, en sus afanes imperiales siguen llenado el planeta de destrucción, sangre y muertes.
Ignoran ellos, que todos los imperios más temprano que tarde, están condenados a morir ahogados en su propia sangre.
Dic/2025.
Elizabeth Gaskell
Manchester, Inglaterra. 1845.
Elizabeth Gaskell sostuvo por última vez a su hijo William, de apenas nueve meses. La escarlatina se lo llevó durante unas vacaciones en el norte de Gales. Lo enterró lejos de Manchester, en Warrington, en el cementerio de una capilla unitaria donde estaba el panteón familiar de los Gaskell… y allí sigue solo hoy.
El duelo casi la destruyó.
No podía escribir. No podía funcionar. Su marido, un ministro que la vio hundirse en una oscuridad a la que no lograba llegar, por fin pronunció las palabras que cambiarían la literatura inglesa: «Escribe».
Y entonces Elizabeth tomó la pluma… y la apuntó contra el mundo que le había mostrado tanto sufrimiento.
Era la esposa de un ministro en Manchester, el corazón industrial de Inglaterra. Mientras en Londres los ricos debatían política con una taza de té, en Manchester las fábricas de algodón estaban devorando vidas humanas. Niños de cinco o seis años trabajaban jornadas interminables. Familias se apiñaban en sótanos sin luz, con la suciedad y las aguas negras a la puerta. Los obreros respiraban fibras hasta que los pulmones se rendían.
La mayoría de las mujeres respetables miraban hacia otro lado.
Elizabeth entró de frente en esas habitaciones de pesadilla.
Se sentó en el suelo con ellos. Tomó las manos de madres que habían visto morir a sus bebés por enfermedades que el dinero podría haber evitado. Escuchó —de verdad escuchó— a personas a las que el mundo trataba como si fueran invisibles.
Luego volvió a su casa cómoda y convirtió todo lo que había visto en un arma.
Su novela se llamó Mary Barton. Publicada de forma anónima en octubre de 1848, contaba la historia de un padre desesperado que —después de ver cómo el sistema destruía a su familia— asesina al hijo de un dueño de fábrica.
Pero el asesinato no fue lo que escandalizó a la sociedad victoriana.
Lo que la escandalizó fue que Elizabeth logró que el lector entendiera por qué.
Obligó a la Inglaterra acomodada a mirar una verdad insoportable: la pobreza no nacía de la pereza ni del “fallo moral”. Estaba incrustada en un sistema diseñado para mantener a los trabajadores sin poder mientras los dueños acumulaban riqueza sobre su sufrimiento.
La reacción fue inmediata.
Los propietarios la llamaron peligrosa. Algunos críticos la acusaron de alentar la revuelta. Y no faltaron quienes susurraron que la esposa de un ministro no tenía derecho a escribir sobre realidades tan “feas”.
Elizabeth se negó a disculparse.
El libro se agotó enseguida. Lectores obreros lloraron al verse, por primera vez, tratados con respeto en letra impresa. Lectores de clase media se estremecieron… y siguieron leyendo, incapaces de apartar la mirada. Se habló de su obra en salones y periódicos. En comedores elegantes y en suelos de fábrica se discutieron sus ideas.
Elizabeth Gaskell había hecho imposible ignorar a los invisibles.
Y apenas estaba empezando.
Escribió North and South, examinando el conflicto industrial con humanidad a ambos lados. Creó a Margaret Hale: una heroína que cuestionaba sus propios prejuicios, plantaba cara a los hombres en discusión y se negaba a traicionar sus principios incluso por amor.
Margaret era todo lo que a las mujeres victorianas les decían que no fueran.
Margaret era Elizabeth.
Y luego llegó su acto más polémico.
En 1857, publicó la biografía de Charlotte Brontë, la legendaria autora de Jane Eyre, fallecida dos años antes. El padre de Charlotte le había pedido a Elizabeth que la escribiera.
Ella aceptó… y se acercó demasiado a la verdad.
Habló del aislamiento de Charlotte, de sus estrecheces, de sus penas íntimas. Sacó a la luz tragedias familiares que la respetabilidad victoriana prefería esconder.
La indignación fue fulminante. Hubo amenazas de demandas. El editor retiró el libro de circulación. La presionaron para que lo revisara y pidiera perdón.
Elizabeth hizo cambios para evitar los tribunales… pero nunca cedió en lo esencial: Charlotte Brontë merecía ser recordada como una persona real, compleja, luchando por sobrevivir. No como una santa pulida y sin aristas.
Ese fue el sello de Elizabeth Gaskell: verdad antes que comodidad, siempre.
Escribió sobre madres solteras cuando la sociedad fingía que no existían. Expuso cómo la doble moral sexual destruía a las mujeres mientras los hombres apenas pagaban precio. Retrató la pobreza con dignidad, dándole voz a quienes los poderosos preferían silenciar.
Hizo todo eso mientras criaba a sus hijas, sostenía el trabajo de su marido, llevaba una casa y cumplía cada obligación social que se esperaba de la esposa de un ministro.
La sociedad victoriana insistía en que las mujeres eligieran: ser correctas o ser poderosas. Ser domésticas o ser públicas.
Elizabeth se negó a elegir. Fue ambas cosas —y demostró que nunca habían sido opuestas.
Cuando murió de forma repentina el 12 de noviembre de 1865, con cincuenta y cinco años, se desplomó en medio de una frase, mientras conversaba con los suyos. Acababa de comprar en secreto una casa en Hampshire para el retiro de la familia: una última sorpresa que nunca llegó a revelar.
Dejó detrás una obra que transformó la literatura inglesa.
Demostró que una novela podía entretener y, al mismo tiempo, exigir justicia. Que la voz de una mujer tenía lugar en las conversaciones públicas sobre poder. Que los pobres merecían ser escritos con complejidad y humanidad —no con simple lástima.
Charles Dickens también escribió sobre la pobreza. Pero a menudo presentó a los pobres como víctimas a la espera de ser rescatadas por caballeros bondadosos.
Elizabeth los escribió como personas: con agencia, con dignidad y con todo el derecho a enfurecerse ante la injusticia.
Hoy, sus novelas se leen y se estudian en todo el mundo. North and South ha tenido adaptaciones para la televisión. Y Mary Barton —el libro que escandalizó a un imperio— sigue en pie como una obra clave del realismo social.
Pero el mayor legado de Elizabeth Gaskell no son solo sus libros.
Es lo que demostró que era posible.
Que el duelo puede convertirse en propósito. Que una sola voz, diciendo la verdad, puede mover la conciencia de un país. Que una mujer podía escribir sobre política y poder y ser tomada en serio… décadas antes de que alguien llamara a eso feminismo.
Elizabeth Gaskell entró en las casas de la gente olvidada de Manchester.
Escuchó sus historias.
Y luego hizo que el mundo entero las escuchara también.
No esperó permiso.
No pidió aprobación.
Simplemente dijo la verdad.
Karl Bushby
El 1 de noviembre de 1998, un exparacaidista británico de 29 años llamado Karl Bushby estaba en Punta Arenas, Chile, con 500 dólares en el bolsillo y una idea que sonaba a locura.
Iba a caminar hasta su casa, en Hull, Inglaterra.
No volar. No conducir. No navegar. Caminar. Cada paso. Sin atajos. Sin excepciones.
La distancia: 58.000 kilómetros a través de cuatro continentes.
Su estimación: entre ocho y doce años.
Su realidad: todavía sigue caminando… y está casi en casa.
Bushby se impuso dos reglas de hierro. Regla uno: ningún transporte motorizado puede hacer avanzar la ruta. Si tiene que volar por cuestiones de visado, debe volver exactamente al punto donde lo dejó y continuar desde ahí. Regla dos: no puede volver a casa hasta que pueda llegar caminando.
Estas reglas sencillas convertirían un plan de una década en una odisea de 27 años.
Los primeros años avanzó por Sudamérica. Luego llegó el Tapón del Darién: esa franja de selva entre Colombia y Panamá controlada por traficantes y grupos armados. Bushby pasó semanas abriéndose paso, enfrentándose a un terreno que pelea cada zancada. Salió vivo. Y siguió caminando.
Por Centroamérica. México. Todo Estados Unidos. Para 2005, llegó a Alaska.
Por delante le esperaba algo que parecía imposible: el estrecho de Bering.
En marzo de 2006, Bushby y el aventurero francés Dimitri Kieffer intentaron lo que nadie había hecho como parte de una caminata continua alrededor del mundo. Durante 14 días, recorrieron unos 240 kilómetros sobre hielo ártico roto y cambiante. Saltaban entre placas de hielo. Llevaban rifles por los osos polares. Usaban trajes de inmersión por si caían al agua.
Llegaron a Rusia.
Donde los guardias fronterizos los arrestaron de inmediato.
La intervención diplomática del viceprimer ministro británico John Prescott y del gobernador de Chukotka, Roman Abramóvich, terminó salvando la expedición. Pero los problemas de visado apenas empezaban.
Los visados turísticos rusos permitían solo 90 días en el país por cada periodo de 180 días. Bushby necesitaba años para cruzar Siberia, un territorio que a pie solo es viable a finales de invierno, cuando ríos y pantanos se congelan. Podía caminar unos meses al año y luego tenía que salir.
En 2008, los patrocinadores desaparecieron con la crisis financiera. Se retiró a México durante dos años, sin poder continuar.
En 2013, Rusia le prohibió la entrada durante cinco años.
La respuesta de Bushby: caminó 4.800 kilómetros desde Los Ángeles hasta Washington, D. C., hasta la embajada rusa, para protestar en persona. La prohibición se levantó.
Siguió por Mongolia, cruzó el desierto del Gobi, llegó a Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán.
Luego no pudo conseguir un visado para Irán.
Luego la COVID paralizó el mundo.
Atrapado en la orilla oriental del mar Caspio sin una ruta terrestre para avanzar, Bushby tomó una decisión extraordinaria: lo cruzaría nadando.
El mar Caspio. Unos 288 kilómetros de agua abierta. Y Bushby lo admite: «Definitivamente no soy nadador, ni me gusta nadar».
Entrenó durante un año. Reclutó a la caminante Angela Maxwell. Consiguió apoyo, incluida asistencia con embarcaciones de seguridad y dos nadadores del equipo nacional de Azerbaiyán.
En agosto de 2024, empezaron. Durante 31 días, nadaron por turnos —tres horas por la mañana, tres por la tarde— y dormían por la noche en las embarcaciones de apoyo. Mar picado. Vientos fuertes. Agotamiento mental.
El 17 de septiembre de 2024, llegaron a Azerbaiyán.
Desde allí, Bushby caminó por Georgia y entró en Turquía, recorriendo 2.204 kilómetros en cinco meses. A comienzos de mayo de 2025, cruzó el puente del Bósforo en Estambul, pasando de Asia a Europa por primera vez desde 1998.
Veintisiete años. Cuatro continentes. Decenas de miles de kilómetros.
A noviembre de 2025, Bushby camina por Hungría, con unos 1.500 kilómetros por delante hasta Hull.
Un último obstáculo se alza: el Canal de la Mancha. Para mantener sus pasos ininterrumpidos, necesita cruzarlo sin transporte motorizado. Nadar es posible, pero peligroso. Su esperanza: caminar por el túnel de servicio del túnel del Canal de la Mancha, una zona de mantenimiento que no está abierta legalmente a peatones. Hasta ahora, no ha conseguido ese permiso. Tras 27 años y más de 47.000 kilómetros, espera que las autoridades le concedan una autorización especial para las últimas 21 millas.
Las cifras son brutales: 27 años. Más de 47.000 kilómetros caminados. 25 países atravesados. Cuatro continentes cruzados. Aproximadamente 13 años caminando de verdad; 14 años consumidos por visados, crisis financieras, pandemias y burocracia.
¿Qué impulsa a alguien a hacer esto?
«Es una hazaña basada en el reto», dice Bushby, sin más. No por caridad. No por fama. Porque es difícil. Porque nadie lo había hecho. Porque el reto existía.
Pero su mayor descubrimiento no tuvo que ver con la distancia ni con la resistencia.
«El 99,99% de la gente que he conocido ha sido lo mejor de la humanidad», dice. «El mundo es un lugar mucho más amable y agradable de lo que a menudo parece».
En algún lugar de Europa ahora mismo, un británico de 56 años camina hacia el oeste. Igual que lo hace desde 1998.
Detrás de él: una línea ininterrumpida de huellas que se estira más de 47.000 kilómetros hasta Chile.
Delante: unos 1.500 kilómetros hasta casa.
Sin aviones. Sin coches. Sin atajos.
Si llega a Hull para septiembre de 2026, Karl Bushby habrá pasado casi tres décadas demostrando algo profundo: a veces, el camino más lento es el único que de verdad importa.
Está casi listo.
Casi en casa.
Vivian Bullwinkel no solo sobrevivió a una masacre. Sobrevivió con propósito
La bala entró por el lado izquierdo de Vivian Bullwinkel, justo por encima de la cadera, atravesó su cuerpo y salió por el otro lado.
Estaba con el agua hasta la cintura frente a la playa de Radji, en la isla de Bangka, una de 22 enfermeras del Ejército australiano en el oleaje aquella tarde del 16 de febrero de 1942. Detrás de ellas, soldados japoneses colocaron una ametralladora. A las enfermeras ya les habían ordenado internarse en el mar. Sabían lo que venía.
La ametralladora abrió fuego.
Vivian sintió el impacto, se sintió caer al agua. A su alrededor, sus compañeras —mujeres con las que se había formado, trabajado y reído— estaban muriendo. Los cuerpos quedaban a la deriva en la orilla. Los disparos continuaron durante varios minutos, como si quisieran asegurarse de que nadie sobreviviera.
Vivian permaneció inmóvil en el agua, boca abajo, fingiendo estar muerta mientras la herida en el costado sangraba hacia el mar. Oía a los soldados en la playa. Esperó. Los minutos se volvieron horas. La marea empujaba su cuerpo suavemente hacia la orilla, pero ella se obligó a seguir floja, inerte.
Por fin, los soldados se fueron.
Vivian Bullwinkel levantó la cabeza y miró a su alrededor: una escena sacada de una pesadilla. Veintiuna enfermeras —sus amigas, sus hermanas de servicio— yacían muertas en el oleaje y sobre la arena. Ella estaba sola, herida, en una isla controlada por el enemigo, sin suministros médicos, sin comida, sin forma de escapar.
Se arrastró fuera del agua y se internó en la selva.
Cuatro días antes, todo había sido distinto. Las enfermeras evacuaban desde Singapur, que acababa de caer ante las fuerzas japonesas tras una campaña brutal. Las habían asignado al SS Vyner Brooke, un barco que transportaba a cientos de evacuados —personal militar, civiles, mujeres, niños—, todos huyendo del avance japonés.
El 14 de febrero, aviones japoneses localizaron el barco. Cayeron bombas. El Vyner Brooke fue alcanzado varias veces. Empezó a hundirse. La evacuación fue un caos: botes salvavidas al agua, algunos volcaron, gente saltó al mar. Vivian y las otras enfermeras ayudaron a embarcar en los botes, a evacuar heridos, a mantener el orden mientras el barco se iba a pique.
Sobrevivieron al hundimiento solo para enfrentarse a algo peor.
Varios grupos de supervivientes llegaron a la isla de Bangka. Las enfermeras desembarcaron juntas. También lo hicieron grupos de soldados británicos y australianos. Civiles. Heridos. Estaban agotados, traumatizados, esperando poder esconderse o ser rescatados antes de que las fuerzas japonesas los encontraran.
Las tropas japonesas los descubrieron el 16 de febrero. Separaron a los grupos: los hombres a un lado, las enfermeras a otro. Marcharon a los hombres hacia el interior. Luego fueron a por las enfermeras.
Veintidós mujeres uniformadas, muchas aún empapadas tras días a la intemperie, recibieron la orden de internarse en el mar. Las enfermeras lo entendieron al instante. Algunas rezaron. Algunas se tomaron de la mano. Algunas simplemente avanzaron con dignidad, negándose a mostrar miedo ante sus verdugos.
Y entonces, el fuego de la ametralladora.
Vivian permaneció entre los cuerpos durante horas. Cuando por fin se movió, descubrió que no estaba del todo sola. Cerca de la playa, aturdida, encontró a un soldado británico, el soldado raso Patrick Kingsley, que había sobrevivido a la matanza separada de los hombres. Él también había sido herido y dado por muerto.
Dos supervivientes heridos, rodeados por los cuerpos de decenas de personas asesinadas, escondiéndose en una isla controlada por el enemigo que acababa de cometer una masacre.
Se internaron más en la selva. La formación de enfermería de Vivian les ayudó a sobrevivir esos primeros días desesperados. Trató las heridas de Kingsley lo mejor que pudo sin suministros. Encontraron agua. Comieron lo que lograron recolectar. Se escondieron.
Durante 12 días, resistieron. Pero las heridas de Kingsley eran graves. Se le infectaron, y Vivian no podía tratarlas sin medicamentos. Se debilitó. El duodécimo día, el soldado raso Kingsley murió.
Vivian Bullwinkel volvió a quedarse sola. Herida, hambrienta, exhausta, y ahora viendo morir en la selva al único otro superviviente que había encontrado. Podría haber seguido escondiéndose. Pero sabía que no aguantaría mucho más sin comida y atención médica.
Tomó una decisión imposible: se rendiría a las mismas fuerzas japonesas que habían masacrado a sus compañeras.
Salió de la selva y se entregó.
Los soldados japoneses que la capturaron no tenían idea de que era testigo de la masacre de la isla de Bangka. Si lo hubieran sabido, la habrían matado de inmediato. Vivian lo entendía. No dijo nada de lo que había visto. Afirmó que se había separado de su grupo durante el hundimiento y que había permanecido escondida hasta decidir rendirse.
Durante los siguientes tres años y medio, Vivian Bullwinkel soportó la brutalidad de los campos japoneses. El hambre era constante. Las enfermedades mataban con frecuencia. Los guardias eran crueles. El trabajo forzado agotaba. Había prisioneros hombres y mujeres, todos sufriendo en condiciones diseñadas para quebrarlos.
Pero Vivian siguió ejerciendo como enfermera.
A pesar de sus propias heridas, a pesar de la enfermedad crónica, a pesar del riesgo real de castigo o muerte, atendió en secreto a otros prisioneros. Improvisó vendajes con retazos. Compartió sus raciones mínimas con los enfermos. Acompañó a quienes se apagaban. Usó sus conocimientos para ayudar a otros a superar enfermedades que, sin cuidados, habrían sido mortales.
No le contó a nadie en el campo que había presenciado la masacre. Cargó con ese secreto durante tres años y medio de cautiverio, sabiendo que revelarlo podía costarle la vida.
La liberación llegó en 1945 tras la rendición de Japón. Las fuerzas aliadas alcanzaron los campos. Los supervivientes salieron: esqueléticos, enfermos, traumatizados. Vivian estaba extremadamente delgada. Había sobrevivido a una herida de bala, a la selva, a una masacre y a años de cautiverio brutal.
Solo entonces, por fin a salvo, contó su historia.
Vivian Bullwinkel se convirtió en la única testigo superviviente de la masacre de la isla de Bangka. Las otras 21 enfermeras ya no tenían a nadie que hablara por ellas salvo Vivian.
Su testimonio se incorporó a investigaciones y procesos de posguerra sobre crímenes cometidos en el Pacífico. La justicia fue imperfecta —como casi siempre lo es—, pero al menos hubo reconocimiento, al menos las víctimas no quedaron en silencio.
Vivian regresó a Australia y retomó su carrera de enfermería. Podría haberse retirado. Se lo había ganado. Pero eligió seguir sirviendo. Llegó a ser matrona del Fairfield Hospital en Melbourne. Trabajó con organizaciones de veteranos. Acompañó a jóvenes enfermeras. Habló públicamente de su experiencia, para que la masacre de la isla de Bangka no se olvidara.
Recibió numerosos honores, entre ellos el rango de teniente coronel y la Orden de Australia, además de reconocimientos oficiales. Pero evitaba los elogios, insistiendo en que simplemente había cumplido con su deber y que sobrevivió por azar.
Quienes la conocieron la describían como alguien sorprendentemente libre de rencor. No odiaba al pueblo japonés. Distinguía entre quienes cometieron atrocidades y la población en general. Se centró en construir paz, no en alimentar agravios.
Vivian Bullwinkel murió el 3 de julio de 2000, a los 84 años. Para entonces, había pasado décadas honrando a sus compañeras asesinadas mediante servicio, testimonio y memoria.
Hoy, hay memoriales que conmemoran la masacre de la isla de Bangka en Australia y en el lugar de los hechos en Indonesia. Las enfermeras son recordadas. Sus nombres están grabados en piedra. Pero se las recuerda, en gran parte, porque Vivian sobrevivió para contar su historia.
Veintidós enfermeras caminaron hacia el oleaje aquel día. Veintiuna murieron. Una vivió para ser testigo, para dar testimonio y para pasar el resto de su vida sirviendo a otros, a pesar de tener todas las razones para quedar rota por el trauma.
La historia de Vivian plantea preguntas incómodas sobre la naturaleza humana: sobre lo que algunos soldados pueden hacer cuando las órdenes borran el freno moral, sobre un instinto de supervivencia capaz de permanecer inmóvil entre los muertos durante horas, sobre la elección de rendirse ante asesinos porque parece preferible a morir sola en una selva.
Pero también muestra algo de la resiliencia humana que trasciende el horror. Vivian salió del infierno y eligió seguir sirviendo. Transformó la supervivencia en propósito. Se negó a dejar que el trauma la definiera.
Las enfermeras que murieron en la isla de Bangka fueron asesinadas por la única razón de estar allí, convertidas en un estorbo para soldados dispuestos a eliminarlas. Eran personal sanitario, protegido por el derecho internacional, y murieron en un crimen de guerra deliberado.
No tenían voz, salvo la de Vivian.
Ella les dio esa voz durante décadas. Habló en instancias oficiales. Habló en conmemoraciones. Contó sus historias. Se aseguró de que Bangka no fuera solo otra atrocidad olvidada en tiempos de guerra.
Cada año, en el aniversario, Australia recuerda a aquellas enfermeras. Se leen sus nombres. Se honra su servicio. Se reconoce su asesinato.
Todo porque una mujer sobrevivió, ocultó esa supervivencia durante años para seguir con vida, y luego pasó el resto de su vida asegurándose de que el mundo supiera lo que ocurrió.
Vivian Bullwinkel no solo sobrevivió a una masacre. Sobrevivió con propósito. Convirtió ser testigo en testimonio. Transformó el trauma en servicio. Demostró que, incluso rodeada de lo peor que la humanidad puede infligir, el valor individual y la compasión pueden prevalecer.
Veintidós enfermeras en el oleaje. Veintiún cuerpos en el agua. Una superviviente que se negó a que las olvidaran.
Eso no es solo supervivencia. Es una victoria sobre la oscuridad que intentó borrarlas a todas.
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