domingo, julio 23, 2017

Domingo Acevedo.















RENÉ DEL RISCO B. Minerva del Risco habla de su padre


SAUDADE
Vine a visitarte a esta casa llena de arcos y paredes rústicas donde está tu nueva oficina. Vi tu carro estacionado en la marquesina, tu carro nuevo que no conocía y un joven, a quien tampoco conocía, le limpiaba insistentemente los cristales como para que estuvieran tan transparentes y brillantes que pudieras ver el mar sin problemas. Ese mismo mar que fue testigo de tu muerte.
Voy subiendo las estrechas escaleras adornadas con mosaicos de verdes arabescos. Oigo puertas que se cierran y se abren, el eco de una voz que sale desde un pasillo oscuro, una sombra que se mueve y se refleja en el techo, una música y muchas risas que crecen y que estorban. Me estorban.
Tengo miedo de verte en ese lugar desconocido, tengo miedo de encontrarte en un mundo distinto al de mis paredes de piedras, al de los libros, al de los poemas, al mundo de la pequeña mesa con tres platos donde te esperábamos diariamente para que nos contaras del Conde, del café, de la ciudad que estabas descubriendo.
Me temblaron las manos al abrir la puerta de tu oficina. Te encontré de espaldas sacando un papel del carrete. Recuerdo tu alegría y tu sonrisa al verme. Recuerdo tu tristeza cuando me dijiste que estabas escribiendo mi regalo de cumpleaños, mi cuento, tu historia. Esa historia que he leído tantas veces, esa historia que permanece en mí como un sueño recurrente o como una verdad repartida entre el temor y la angustia que dejaron tus palabras. Palabras a las que crecieron alas y que vuelan, que han llegado hasta aquí, hasta esta hora en que un silencio ingenuo se proyecta en mi rostro.
Sacaste un cigarrillo. Te lo pusiste en los labios mientras buscabas un encendedor en tu bolsillo, en las gavetas, detrás de la pequeña lámpara que te alumbraba las palabras. No lo encontraste. Te quitaste el cigarrillo de los labios y me pediste ir al carro a encenderlo.
La niña de tu cuento tenía once años. Era la misma niña que te preguntó ese día quién te había tomado las fotos de la playa, quién te acompañó en ese viaje, y si el sol de Puerto Plata era el mismo que el de Gascue.
Bajé las escaleras corriendo con el cigarrillo entre mis labios. Yo era grande, me sentía grande, tenía un cigarrillo entre mis labios, un cigarrillo que no quedó tirado esa noche en el asfalto, que se escapó al sonido chirriante, se escapó al miedo y al grito y a las miradas curiosas. Su olor se quedó acompañando los ácaros de los papeles que guardo.
Regresé empinando los pies, coqueta y grande con un cigarrillo entre mis dedos. Te lo entregué mientras le explicabas a alguien por teléfono la excelente campaña publicitaria de una marca de ron que no recuerdo. Frente a ti había unos papeles con dibujos, monólogos y diálogos que yo no comprendía. No eran los sonetos al amor olvidado ni las odas al soldado ni los cantos al general que siempre dejabas sobre las mesas, sobre la cama, entre los libros; los que yo rayaba con lápices de colores tratando de escribir como tú escribías.
Mientras seguías hablando del comercial, de la muchacha de pelo largo, del “ven pa’ca, ven pa’ca” que identificaba esa campaña; mientras explicabas la mirada sugestiva que debía tener ella cuando estuviera soleándose en la piscina de un hotel conocido; mientras hablabas y fumabas, también trazabas marcas y círculos en la historia que contaba el comercial y veías si la imagen recién revelada y con un fuerte olor a formol, tenía la nitidez que querías. Y mientras todo eso sucedía, yo jugaba con las cenizas de los cigarrillos apagados y miraba aquel póster inmenso que fue posiblemente tu última foto y la que mandaste a ampliar casi al tamaño de tu estatura. Era una retrato blanco y negro donde se plasmaban tu rostro pensativo, tu perfil perfecto y tus manos unidas con un cigarrillo entre los dedos. ¿Qué estarías pensando cuando Moisés le dio click a su Pentax? ¿Dónde estabas? ¿A qué lugar del mundo te llevó el silencio?
Cogí una colilla de uno de los ceniceros, me senté frente a tu máquina de escribir, queriendo imitar tu tecleo, el ceño fruncido y la mirada lejana.
Tengo miedo de no verte más en mi casa de piedra donde llegaba el aroma del mar y la sirena de los barcos. Tengo miedo de quedarme con este olor a ceniza y a cigarrillos apagados. Tengo miedo de que alguien desconocido para mí abra la puerta y yo comience a descubrir que este es otro mundo.
Quería mirarte fijamente y preguntarte a qué hora nos íbamos a Macorís y ver de nuevo el parque, la casa de los “bulletes” que quería decir juguetes en ese lenguaje extraño con que hablan los niños; quería ver el río, la catedral donde me bautizaron, la calle La Aurora donde pasaste tu infancia, el estadio donde jugabas softball con los muchachos, como le decías a tus amigos del barrio, incluyendo a tu querido “Ton, Melitón, cojo y cabezón”.
Yo solo estaba esperando que soltaras el teléfono, que dejaras de hablar de pelo largo y de piscinas para comenzar la aventura que me habías prometido.
Era Navidad y hacía frío, las voces y la música ahora se sentían del otro lado de la puerta, y todo eso seguía estorbándome. No quería que a alguien se le ocurriera abrir la puerta intempestivamente para que no descubriera mi cara triste, para no tener que descruzar las piernas, para no tener que preguntarte si ya no iríamos a pasear en coche.
Finalmente, levantaste los ojos y me viste sentada con tu misma mirada distante y pensativa. Te estabas viendo a ti frente a la máquina de escribir. Viste tu propia tristeza en mis ojos y yo vi la mía en los tuyos.
Con una excusa que ahora no recuerdo, interrumpiste la conversación, cerraste el teléfono, te acercaste a mí y me besaste. No sé por qué, quizás es parte de la fragilidad que siempre advertiste en mí, pero cada vez que me abrazabas y me besabas yo lloraba de la misma forma en que estoy llorando ahora, y es que nunca me has dejado de abrazar y de besar, es que nunca te has ido, es que estás aquí, conmigo, mirándonos.
Me tomaste la mano con el orgullo de un padre cuando ve que su hija está creciendo, que va a cumplir once años y que se está poniendo hermosa. Bajamos las escaleras estrechas, saludaste alegremente a alguien que te buscaba y a quien no estabas esperando. No te llamó por tu nombre sino por tu apellido. Ya en ese momento no eras Chichi como te llamaban en San Pedro, tampoco El Afilao, como te decían en la cárcel de la 40, ni eras René como te llamaban tus amigos íntimos; en ese último año ya eras Del Risco, como yo, como me decían en el colegio. Teníamos eso en común y yo acababa de descubrirlo.
El señor que te buscaba te informó que esa tarde estaba pautada la grabación del audio para la fiesta aguinaldo de fin de año. Las cosas en publicidad son así, de repente, inaplazables e impostergables. Se necesitaba urgentemente tu voz, la que sería tu última voz guardada en un reel con cinta magnética y hoy reproducida en canales virtuales que nunca imaginaste podrían existir.
No recuerdo la hora exacta, pero aún no era el mediodía. Ya sabíamos que nuestra aventura se había pospuesto por lo que nos montamos en el carro con una ruta distinta. Tú conducías y yo iba a tu lado. “A la cieguita” decías, “voy a cruzar a la cieguita”. En ese momento lo entendía porque era un juego más, pero ahora pienso que realmente hubieras querido que todo en la vida pasara “a la cieguita”, que todo fuera un suspenso, que las cosas fueran lo que decidiera la vida y que no tuviéramos otra opción que cruzar esa y otras esquinas “a la cieguita”. No importaban las consecuencias.
Llegamos al malecón a la cieguita y te paraste en el lugar acostumbrado, frente a los helados Capri. Después de comprar la barquilla de mantecado y chocolate nos sentamos de frente al mar, donde podíamos oír el sonido de las olas romper, donde podíamos oír el sonido de los buques y ver a Macorís desde lejos; hasta me hiciste creer que “aquel destello” venía del ingenio, hasta me hiciste sentir el olor de la caña y oír los sonidos del pueblo. Eso era fácil para ti. Hacer ver las cosas imposibles posibles, hacer una ficción de la vida y hasta de tu irremediable muerte.
Lo que no pudiste fue llevarme a pasear en coche y recorrer La Aurora, el parque, el puerto, el Club 2 de julio, el loto y su flor. Nada de eso lo vi. No lo he visto más, solo lo imagino.
Ese 20 de diciembre cambió tu historia y cambió mi vida.
No sé quién puede tener más deudas. No sé si en esos quince minutos de la agonía entre tu vida y tu muerte pensaste en mí, si pensaste en el parque, en el mar, en la casa de la José Reyes, no sé si pensaste en el paseo que teníamos planeado para ese día.
Tampoco estoy segura de si la deuda la tengo yo al no haber insistido en que me llevaras a ver el ingenio porque no solo quería imaginarme el olor a caña; o al no decirte que quería ver de nuevo la casa montada en pilotes donde solía pasar mi niñez con mis abuelos. Sé que me hubieras complacido.
No sé si es que siento una deuda tan grande por no haberte dicho que nos fuéramos a la cieguita a vivir de verdad todo lo que me habías contado esa mañana frente al mar. Tal vez no hubieras muerto.
No sé si es mejor, como le dijiste a Ton, dejar las cosas ahí y esperar…
Esperar a que la vida me lustre los zapatos.


Fotos tomadas de la red.

Los pobres aprendemos a ser felices en medio de la pobreza y las necesidades

Los pobres aprendemos a ser felices en medio de la pobreza y las necesidades, aprendemos a sonreír en medio del dolor y las desesperanzas, aprendemos de la soledad, el amor, la ternura y la solidaridad, y aunque no todos logramos sobrevivir a la muerte, la victoria de uno, es la victoria de todos.


ARBOL SIN MEMORIA



Manuel
no fue más que un niño endeble y solitario
que tenía la piel del color del camino real
la mirada llena de pájaros azules que picoteaban el alma de la ninfas del bosque
que defecaba flores en los huecos de las carboneras que hacía con sus manos escuálidas
que corría por los caminos grises del invierno
tratando de encontrar en los sueños
los parajes imposibles de la fantasía
su voz tierna como el canto de los ruiseñores
pintaba de mariposas las paredes de las tardes primaverales
y su desnudez la ondeaba el viento más allá de los días lluviosos de mayo
en que la alegría sucumbía al hambre


a veces lo encontraba solitario en las lejanas regiones del rocío
navegando a la deriva en un océano de celias tatuadas en el viento frío del amanecer
lo llamaba
volteaba el rostro
y me arropaba en el lienzo azul triste de su mirada
corría hacia mis brazos
y me abrazaba por largo rato
sentía como su piel afiebrada se derretía en mi piel
luego nos íbamos a los potreros del tío Alberto
atravesábamos los conucos del abuelo Ismael
jugábamos con el viento
hablamos con los pájaros
corríamos felices por las praderas infinitas del medio día
hasta terminar exhaustos debajo de un árbol sin memoria
a veces en el azul más limpio de su inocencia se quedaba dormido
lo veía moverse inquieto
temblar
sonreír
cuando despertaba me contaba que había estado en un hermoso lugar
donde seres luminosos con alas en la espalda jugaban con él
que les dijeron
que pronto estaría con ellos
y que ya nunca más sentiría hambre
ni frío
ni soledad

Manuel
No tuvo más escuela que su corta vida
Sus nueve años sin historia y sin ninguna procedencia

hoy que lo encontré dormido en una carbonera
arropado en su soledad
acurrucado en la nada
me deslumbró su recuerdo
descalzo
semidesnudo
sonriendo siempre
con su tristeza a cuesta
solitario
buscando entre los cubículos del hambre
un poco de agua
una fruta de lastima
un pedazo de pan

en las noches cuando se le hacía tarde
le suplicaba que se quedara con nosotros
no aceptaba
me miraba con toda su ternura acumulada entre sus manos
y se despedía de mí con un abrazo de eternidad
y se alejaba entre las sombras hacia ninguna parte
me quedaba junto al camino abrumado
por una inexplicable sensación de soledad
hasta que él se desvanecía en la distancia

con Manuel compartí la sed
el hambre
la pobreza
el frío
y la desnudez
y sobre todo la alegría infantil de correr
por los bosques memorables de la fantasía y los sueños


Manuel
nunca me dijo donde vivía
cuando le preguntaba
me señalaba con insistencia un lugar perdido en su memoria infantil
el cual yo no vería
ni encontraría
porque ese lugar sólo existía en el deseo que él tenía de tener un hogar


cuando le decía que quería ir a su casa
conocer a sus padres
me miraba azorado
y se alejaba huyendo
ondeando su desnudez en el viento
escurriéndose en los latidos del bosque

ahora que Manuel está muerto
hemos buscado por todas partes su hogar
y sólo hemos encontrado debajo de un gran árbol sin memoria
un lecho de flores y cenizas
donde Manuel todas las noches en su soledad moría de frío y ausencia

Domingo Acevedo










Sendero de las Lágrimas, la ruta del destierro de los indios norteamericanos


sendero-lagrimas-destierro-mortal-miles-indios
Al entrar en la primera mitad del siglo XIX, las relaciones entre blancos e indios de América del Norte habían cambiado bastante respecto a períodos anteriores. Terminadas las guerras entre británicos y franceses, que habían involucrado a aliados indígenas (iroqueses y hurones respectivamente), las tribus se encontraron con la dura realidad de que ahora la cuestión era entre ellos y los estadounidenses ya independizados. Mermados los pueblos de la costa este y aún algo alejados los de las praderas, muchos -sobre todo creeks- empezaron a dejar sus tierras tradicionales para instalarse en Florida, ocupando el hueco dejado por los extinguidos calusas, protegidos por la inaccesibilidad de selvas y pantanos. Por esa razón empezaron a ser conocidos como semínolas (Es decir, “los que acampan fuera”).
Los semínolas fueron creciendo progresivamente al admitir entre ellos a todos los prófugos, indios y esclavos, lo que empezó a convertirles en un grupo bastante fuerte y, consecuentemente, juzgado peligroso por el gobierno. Así que en 1818 el presidenteAndrew Jackson envió una expedición de castigo que de paso, a continuación, expulsó a los españoles de las ciudades que aún les quedaban en la península (luego se formalizó la cosa como una adquisición). Pero los semínolas, aún derrotados, seguían siendo un problema, así que Jackson decretó que las Cinco Tribus Civilizadas (nombre que los pioneros dieron a semínolas, cherokees, choctaws, creeks y chikasaws porque les consideraban más avanzados y cultos), fueran trasladados al oeste del río Missisipí, al llamado Territorio Indio.
Andrew Jackson
Andrew Jackson
En realidad, antes de 1820 cerca de cinco mil cherokees se habían marchado ya al oeste, a Arkansas, voluntariamente, conscientes de que ante el ansia de territorios de los blancos y su superioridad militar era mejor poner distancia de por medio. Pero, en 1830, el Indian Remove Act extendía la orden a todos, escalonadamente, y aunque los cherokees consiguieron bloquear la ley en los tribunales por un tiempo, al final empezó a aplicarse un año después manu militari: unos 4.000 choctaws tuvieron que ponerse en marcha hacia Oklahoma a pie, a caballo o en carro, llevando como máximo un peso de 15 kilos cada uno en pertenencias. Cientos de ellos murieron por el camino a causa del hambre, el frío, el agotamiento o las enfermedades.
"Traslado de los choctaws" (Valjean Hessing)
“Traslado de los choctaws” (Valjean Hessing)
Los siguientes fueron los creeks y chikasaws, en 1836, después de que su resistencia inicial fuera reprimida con dureza. A finales de 1838-principios de 1839 les tocó el turno a los cherokees, cuyo pleito fue desestimado pese a que contó con el apoyo de muchos blancos. Las tropas del general Winfield Scott reunieron a los 17.000 indios y sus 2.000 esclavos en Tennessee, desde donde empezaron un destierro de casi 20.000 kilómetros. De nuevo las condiciones del viaje acabaron con un gran número de ellos, aunque sobre la cifra exacta hay polémica: entre medio millar y 8.000 personas. Como anécdota, cabe apuntar que durante el traslado los cherokees solían entonar una versión en su lengua de Amazing Grace, el himno que los anglosajones cantan en Nochevieja.
"Trail of Tears" (Robert Lindneux)
“Trail of Tears” (Robert Lindneux)
Algunos indios, sin embargo, no se resignaron al exilio y optaron por evadirse. Así, grupos de choctaws se asentaron en zonas apartadas de Missisipí mientras que un millar de cherokees se escondió en las montañas de Carolina del Norte. Asimismo, muchos creeks se refugiaron en Florida uniéndose a los semínolas, que fueron los que opusieron la resistencia más tenaz: en 1835, el jefe semínola Osceola rasgó con su cuchillo el documento que le entregaron para que firmara el traslado y aplastó a los soldados en Withlacoochee, dando así inicio a dos nuevas guerras contra los blancos que continuaban la desarrollada entre 1817 y 1818. La primera duró hasta 1842, a pesar de que Osceola fue engañado y apresado en 1838 cuando habia aceptado reunirse para tratar la paz, falleciendo en prisión de malaria; la segunda fue entre 1849 y 1858 y terminó con el traslado forzoso a Oklahoma de una parte de los semínolas, aunque otra logró permanecer en Florida y nunca firmó el tratado.
sendero-lagrimas-destierro-mortal-miles-indios
Hoy en día hay unos 10.000 semínolas sumando ambos grupos, por algo más de 70.000 creeks, 158.000 choctaws y 20.000 chikasaws, siendo los cherokee los más numerosos de todo Estados Unidos con cerca de 300.000 personas. La ruta de aquel duro destierro se llama actualmente Trail of Tears National Historic Trail (Sendero Histórico Nacional Sendero de las Lágrimas), recorre 9 estados y se puede hacer como trayecto turístico-cultural. Parafraseando al personaje de Blade runner, las lágrimas se perdieron como gotas en la lluvia.
TOMADA DE MUY INTERESANTE,

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