viernes, agosto 29, 2014

Testimonio.

ALBORADA DE MARIPOSAS AZULES.


No fui más que un niño que siempre anduvo perdido en sí mismo
en los conucos lejanos del abuelo Ismael
aprendí de la vida todo lo que sé hoy
fueron los potreros del tío Juan mi escuela
y en las lejanas regiones del rocío
era donde podía mirarme al espejo
y encontrarme tal cual era
un niño hecho de ceniza y barro
con la mirada torva perdida en el infinito
un niño que escribía todas las tardes en los pergaminos del viento
su historia envejecida en su dolor vegetal
era toda mi alegría poder correr por el bosque
hasta cansarme y terminar de bruces
entre los arbustos mágicos de las tardes
hablar con los animales y los árboles
pasear en el viento más allá del horizonte
y regresar en las nubes al lugar de donde nunca partí
y encontrarme como siempre
arrullado entre los brazos de mis padres
que me cubrían de la lluvia
que con su corazón de azucena
iba dejando pedazos de cielo dormidos en mi piel
todas las tardes mi madre y yo
nos sentábamos bajo la sombra del gran árbol azul
a mirar como los pájaros ebrios de clorofila
se escondía detrás de las murallas del horizonte
mientras
una peregrinación de mariposas
ancladas en los ventanales del ocaso
agonizaban en la mirada quimérica de un ángel
hoy no hay más alegría  que este canto bajo esta luna de jade
por el camino del alba
las huellas del rocío
se evaporan entre los pies descalzos de un sol precoz
que siempre en noviembre
pasa de largo a esconderse entre los matorrales atardecidos de la distancia.
alborada de mariposas azules heridas por los puñales del  otoño
junto al fogón doña Lola hierve jengibre que ofrece al paladar
para ahuyentar a los duendes del frío
y en un rincón de la memoria
Cató todavía fabrica con sus manos de ternura
los colores del amanecer
y en algún rincón de mi alma  la abuela Mamá Tita
recolecta los residuos perdidos de nuestro pasado
muchas veces ella y yo imaginábamos escuchar en la voz destemplada del viento
el lejano sonido de nostálgicas tamboras
grito de guerra
canto de amor
danza que en las noches aun nos libera del peso de una historia amarga
que escribieron con su sangre nuestros abuelos
para que mi voz
quinientos años después
pudiera abrir las puertas que el tiempo creyó haber cerrado para siempre
nací en esta tierra que tiene el color del olor del topacio
donde los colores vegetales de la primavera se levantan
como una ola que inunda todos los rincones del bosque de mariposas
que al morir van dejando un rastro efímero de luz, arco iris coagulado en una lágrima
por el camino real
el tío Alberto regresa
parece flotar sobre la tenue oscuridad  del atardecer
la tía Agustina en la ventana  lo ve llegar
espera como siempre que él
lleve las vacas a los corrales
se dé un baño
vaya a la ventana
le dé un beso
y luego se sienten todos en la mesa a cenar.

en las noches mi padre
como un fantasma se perdía entre las sombras hacia las carboneras
a vigilar los hornos
para que el fuego no consumiera los sueños
y así poder derrotar el hambre
que acechaba entre los resquicios de las horas más largas del verano.
primavera insular
caserío perdido junto al bosque del olvido
flamboyán amarillo
anacahuita de cristal
bajo los limoncillos florecidos
la tía Tatín con su escoba  arrincona contra los espejos de la tarde
las cenizas que deja el otoño en la mirada de la tía Aurora
que aún busca en su interior
el camino de regreso al paraíso que nos robó la modernidad
ignora ella que morirá arrinconada contra sus sueños
sin volver a ver el sol
desde los ventanales primaverales del alba

Domingo Acevedo.



Testimonio.


Hoy he querido dejar testimonio de la insignificante grandeza de nuestras vidas
decir que sobre la primavera
que con sus manos fecundas hicieron florecer en nuestra memoria  los  abuelos
construyeron una gran ciudad
que de esa tierra que en mi corazón es un canto
no queda nada
sólo recuerdos
recuerdos edificados sobre las cenizas de nuestra nostalgia
recuerdos tan enraizados en mis palabras
que en mi voz anidan los pájaros fabulosos de mis sueños
que más allá de la polvorienta geografía de mi cuerpo  iluminan los cubículos del olvido
en donde la civilización enterró para siempre toda nuestra alegría
ya que en  nuestra forma simple de ver la vida no  advertimos que el mundo de más allá de la alborada
ambicionaba nuestras tierras
y que la modernidad avanzaba inexorable hacia nosotros
triturando entre sus fauces todo lo que encontraba a su paso
que por el camino real a menos de una hora de distancia a pie
la ciudad como un espejismo en nuestras miradas azoradas
resplandecía 
con sus románticas avenidas
con sus ventanales que todas las tardes daban al mar
con sus  luces que con sus cuchillos dorados herían el corazón de las sombras
con sus pomposos edificios preñados de sueños
con sus mujeres de algodón que vestían sus corazones con las luces primeras del alba
para no morir de pena atrapadas por la soledad
con sus escuálidos  hombres atrapados en la fantasía de sus vidas vacías
 con sus ruidosos automóviles ebrios de distancia
y sobre todo sus noches bulliciosas
con sus casinos
donde el azar y la ambición  atrapaban a los hombres en sus tentáculos imposibles
con sus cines de melancolía de la Duarte y la Mella
donde la quimera llevaba a los espectadores en un viaje sin retorno por los túneles infinitos  de la fantasía
y el mar Caribe  con sus barcos fantasmas esfumándose en el horizonte
las vidrieras de las tiendas que atrapaban nuestros sueños en el bucólico encanto de querer tener y no poder
y mirábamos hacia dentro de nosotros mismos
y terminábamos parados frente al espejo de la vida harapientos y descalzos
en un mundo ajeno y extraño
como extraño éramos nosotros en ese mundo
y de nuevo volvíamos a nuestras tierras
en donde la vida transcurría sin más  prisa que ir  a los conucos
andar por los montes maroteando alguna fruta de lástima
arrear vacas hacia las distantes regiones del rocío
cazar pajaritos endebles para mitigar el hambre de toda la vida
y en las noches alrededor de la hoguera los abuelos en una danza nos hablaban de sus hazañas remotas
de su largo viaje sin retorno hasta llegar  aquí
de la crueldad del látigo en sus espaldas
de cuando lucharon contra el hombre blanco por su libertad
de sus anhelos por volver al África
y  de sus raíces enterradas en estas tierras  que abonaron con  sudor y sangre
tierra
en que a pesar de todo
siempre serán extraños
al final de la jornada sin más luces que la de la luna y las estrellas
nos alejábamos  por los caminos que  los grillos iluminaban con su canto
gritando a viva  voz la  alegría de compartir en una danza la vida
al llegar al hogar con la piel pegajosa de oscuridad
dar un beso a mis padres
pedir su bendición
salir al patio
y bajo las estrellas
darme un baño de inmensidad y rocío
y luego acostarme en mi hamaca
hasta que el sol de un nuevo siglo nos traiga la esperanza
que perdimos en el duro batallar contra la modernidad

Domingo Acevedo.
Rep. Dom.


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